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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 6 de noviembre de 1983

 

En los misterios gloriosos del Santo Rosario reviven las esperanzas del cristiano: las esperanzas de la vida eterna que comprometen la omnipotencia de Dios y las expectativas del tiempo presente que obligan a los hombres a colaborar con Dios.

En Cristo resucitado resurge el mundo entero y se inauguran los cielos nuevos y la tierra nueva que llegarán a cumplimiento a su vuelta gloriosa, cuando "la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado" (Ap 21, 4).

Al ascender Cristo al cielo, en Él se exalta a la naturaleza humana que se sienta a la diestra de Dios, y se da a los discípulos la consigna de evangelizar al mundo; además, al subir Cristo al cielo, no se eclipsa de la tierra, sino que se oculta en el rostro de cada hambre, especialmente el los más desgraciados: los pobres, los enfermos, los marginados, los perseguidos...

Al infundir el Espíritu Santo en Pentecostés, dio a los discípulos la fuerza de amar y difundir la verdad, pidió comunión en la construcción de un mundo digno del hombre redimido y concedió capacidad de santificar todas las cosas con la obediencia a la voluntad del Padre celestial. De este modo encendió de nuevo el gozo de donar en el ánimo de quien da, y la certeza de ser amado en el corazón del desgraciado.

''En la gloria de la Virgen elevada al cielo, contemplamos entre otras cosas la sublimación real de los vínculos de la sangre y los afectos familiares, pues Cristo glorificó a María no sólo por ser inmaculada y arca de la presencia divina, sino también por honrar a su Madre como Hijo. No se rompen en el cielo los vínculos santos de la tierra; por el contrario, en los cuidados de la Virgen Madre elevada para ser abogada y protectora nuestra y tipo de la Iglesia victoriosa, descubrimos también el modelo inspirador del amor solícito de nuestros queridos difuntos hacia nosotros, amor que la muerte no destruye, sino que acrecienta a la luz de Dios.

Y, finalmente, en la visión de María ensalzada por todas las criaturas, celebramos el misterio escatológico de una humanidad rehecha en Cristo en unidad perfecta, sin divisiones ya ni otra rivalidad que no sea la de aventajarse en amor uno a otro. Porque Dios es amor.

Así es que, en los misterios del Santo Rosario contemplamos y revivimos los gozos, dolores y gloria de Cristo y su Madre Santa, que pasan a ser gozos, dolores y esperanzas del hombre.



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