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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 20 de noviembre de 1988

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. El presente domingo concluye el ciclo del año litúrgico y está significativamente dedicado a Cristo, Rey del universo, como para prefigurar la conclusión de la historia terrena con el Adviento final y glorioso del Señor resucitado. Él, con su victoria sobre todas las fuerzas del mal, llevará a término la edificación de ese "reino de Dios" que ya ha tenido su comienzo aquí abajo con la realidad de la Iglesia peregrina y militante.

Esta hermosa solemnidad, que nos lleva a ampliar nuestra mirada de fe a las perspectivas futuras de la regeneración final del mundo y de la liberación definitiva de los elegidos, fue instituida, como se sabe, por el Papa Pío XI en 1925 con la Encíclica Quas primas.

2. Al contemplar a Cristo, Rey del universo, el cristiano es invitado a no dejarse atemorizar por la turbadora experiencia del mal. A veces, en efecto, parece que las fuerzas del error triunfan sobre las de la verdad, la injusticia sobre la justicia, la división y la guerra sobre la paz y la concordia entre los hombres.

Esta fiesta nos hace esperar, con reverencial temor de Dios, el Adviento de Cristo "Juez de vivos y muertos", como rezamos en el Credo; nos hace esperar, con respetuosa atención hacia los misteriosos decretos de la Providencia, esa "hora del Señor", en la que cada uno recibirá el fruto de sus obras, tanto para bien como para mal. Lo que la justicia humana no ha sabido o querido resolver ahora y aquí abajo, será resuelto entonces y de una forma irrefutable y perfecta.

3. Entretanto nos toca a nosotros, discípulos del divino Maestro, comprometernos bajo su guía en la edificación gradual y progresiva de ese reino de justicia y de paz, de gracia y de amor, que nos ha merecido con su bendita pasión y muerte, derrotando las fuerzas del pecado, de la muerte y del Maligno. La vida cristiana es, en efecto, una lucha, un "buen combate", por usar las palabras de San Pablo (por ejemplo 1 Tim 1, 8), en el que cada uno debe luchar por la consecución de los valores verdaderos y más altos, que son los de la virtud, la caridad y la unión con Dios. Seguir a Cristo que nos guía a su reino, quiere decir, en definitiva, seguirlo en la búsqueda del "rostro del Padre", con el deseo ferviente de verlo un día "tal como es" (1 Jn 3, 2).

Que la Santísima Virgen María endulce la fatiga del camino, nos haga más llevaderas las exigencias del combate espiritual, nos infunda valentía en la lucha y en soportar las pruebas, y así, sostenidos por Ella, llegaremos felizmente allí dónde reinan el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.



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