JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo 24 de diciembre de 1989
Amadísimos hermanos y hermanas:
1. En esta vigilia de Navidad, un sentido de espera llena el corazón de los cristianos y de toda la Iglesia. Es una espera llena de esperanza. Nos preparamos para acoger a Cristo que viene a nosotros como Salvador del mundo. Sabemos que viene con un poder espiritual capaz de transformar y renovar el universo. Por esto, tenemos la certeza de que nuestra esperanza no quedará defraudada: Cristo mismo se hace garante de su definitivo cumplimiento.
Sin embargo, quiere hacernos participar activamente en la obra emprendida con su venida al mundo: quiere que en la redención colaboremos también nosotros.
2. El creyente espera todo de Cristo, y a pesar de ello se esfuerza como si todo dependiese de sí mismo. Esta es la esperanza que debe animar al cristiano en el esfuerzo diario de adhesión a los valores evangélicos.
Esta es, en particular, la esperanza que debe sostener el ministerio del sacerdote, que habla y actúa en el nombre de Cristo. El presbítero es el hombre de la esperanza. Ciertamente, esta verdad será tomada en consideración por el Sínodo, que tratará acerca de la formación sacerdotal. Formar un sacerdote significa formar un hombre que tendrá la misión de testimoniar la esperanza cristiana y robustecerla en los demás.
3. El mundo está sediento de esperanza. Se siente oprimido por muchos males y afligido por numerosas pruebas. Por todas partes se encuentran los dramas de la miseria y las tragedias provocadas por las pasiones humanas. A los deseos de paz se oponen las rivalidades, las guerras y los conflictos de todo tipo. Las peticiones de una justa repartición de las riquezas hallan la resistencia de la prepotencia y del egoísmo. El sacerdote; hombre de la esperanza, estimulará todos los esfuerzos de buena voluntad, pero tenderá sobre todo a desarrollar en torno a sí la esperanza que no falla (Rm 5, 5), es decir, la que se dirige a Cristo y lo espera todo de él.
El sacerdote podrá hacerlo solamente si se formó en la fe en Jesús como único Salvador de la humanidad y si se acostumbró a mirar al mundo con el optimismo que brota de la victoria de Cristo sobre las fuerzas del pecado. El optimismo de la esperanza no es ingenuo; no ignora las adversidades que afligen a los hombres y las dificultades que encuentran al edificar una sociedad mejor, sino que se funda en el poder soberano de Cristo, superior a todos los males y a todas las dificultades.
Abrigamos el deseo de que el Sínodo favorezca la formación de los sacerdotes en la esperanza, virtud en la que nosotros mismos nos esforzamos por avanzar a imitación de María Virgen, cuya esperanza quedó maravillosamente colmada.
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