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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 8 de agosto de 1993

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia», (Jn 10, 10).

Esas palabras de Cristo, que guiarán la reflexión del encuentro mundial de los jóvenes en Denver —ya inminente— florecen en los labios del buen Pastor y esbozan su relación con nosotros en términos de ternura e intimidad, poniéndonos en guardia contra aquellos a quienes llama asalariados, sedientos de lucro más que del bien de la grey. Él, por el contrario, sacrifica su vida por los que ama y les hace el don de la vida, es más, de una vida «en abundancia».

¿Cuál es el sentido de la vida? Pregunta crucial que sigue hoy, muy a menudo, sin tener respuesta. ¡Cuántos Jóvenes no encuentran razones válidas para vivir plenamente su existencia y con frecuencia acaban acostumbrándose a un escepticismo paralizador!

A esa pregunta, que constituye un gran desafío de nuestro tiempo, Cristo no responde con la abstracción de una ideología, sino proponiendo su persona. «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11, 28). Él es el Dios que por amor se hizo uno de nosotros. Es «el camino, la verdad y la vida» del hombre (cf. Jn 14, 6).

2. El encuentro con Cristo transfigura la existencia humana, «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21), exclama el apóstol Pablo.

Todo es diverso, todo es más bello después de haberlo encontrado. El cristianismo cree profundamente en la vida, porque descubre en ella la huella del Verbo encarnado. La naturaleza, la corporeidad, los valores humanos, la sociabilidad, la ciencia y la técnica: todo es don. Por desgracia, el pecado contamina y desordena todo, apartando al mundo del designio de Dios: de aquí los egoísmos y las violencias las guerras y la destrucción de la naturaleza, las injusticias y la humillación de la dignidad humana.

Pero la fuerza redentora del amor divino es más fuerte que el pecado. Ése es el don de la vida en abundancia: don de filiación que saca a la humanidad del torbellino de la culpa y la introduce en la intimidad de la vida trinitaria.

3. La semana próxima nos encontraremos en Denver para testimoniar la belleza de ese don inestimable. Iremos con la humildad de quien es consciente de ser pequeño y frágil, pero también con la alegría de quien se siente amado y perdonado. Iremos en un momento en el que en muchos rincones de la tierra la paz se ve turbada por conflictos sangrientos, y el fracaso prolongado de los esfuerzos de pacificación podría inducir al desaliento y a la desesperación. En Denver gritaremos, con la voz generosa de los jóvenes, el compromiso de la Iglesia en favor de la vida y la paz. Anunciaremos, sobre todo, que hay esperanza y salvación para todos porque, más allá de cualquier derrota humana triunfa el amor victorioso de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, dirijámonos con confianza a María en estos últimos días que nos separan de la cita de Denver; encomendémosle a ella todas nuestras aspiraciones y pidámosle que haga que el próximo encuentro juvenil sea rico de frutos espirituales.

María, Madre de la divina misericordia, ruega por nosotros.



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