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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 21 de noviembre de 1993

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Este domingo, dedicado a nuestro Señor Jesucristo, rey del universo, es el último del año litúrgico. Después de haber meditado los misterios de la vida del Señor desde su nacimiento hasta su muerte y resurrección, la Iglesia contempla hoy al Cordero inmolado junto al Padre, en el resplandor de la gloria celestial, y hace suya la alabanza eterna de los ángeles y los santos en el paraíso. «Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos» (Ap 5, 13).

El fundamento de la realeza universal de Jesucristo es su divinidad: gran misterio que profesamos en la humilde y grata obediencia de la fe, la cual nos permite ver en Jesús al Hijo eterno de Dios, la Palabra consustancial al Padre, el Verbo hecho carne (cf. Jn 1, 14).

En virtud de esa identidad, Cristo puede decir: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). En Él todo ha sido creado y a Él todo tiende: ¡Él es el Rey del universo!

2. Ahora bien, la Iglesia, mientras canta sus alabanzas no cesa de asombrarse ante la paradoja de un rey que se hizo siervo, llegando a ser en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15).

Por tanto para el hombre, contemplar la realeza de Jesús no significa apropiarse su gloria, sino aceptar su amor.

El Rey que hoy contemplamos es, efectivamente, el buen Pastor, que da la vida por sus ovejas; su realeza no es dominio, sino servicio.

La Iglesia, aún reconociendo las debilidades de sus miembros, permanece fiel a ese ideal y, precisamente por eso, sigue proponiendo con humilde firmeza, como en la reciente encíclica Veritatis splendor, el anuncio evangélico de la verdad sobre el hombre. Este es, con toda seguridad, uno de los servicios que la humanidad necesita hoy con más urgencia.

Los discípulos de Cristo han de ser oyentes y servidores de esa verdad; están llamados a escucharla siempre nuevamente de labios de aquel que, manifestando ante Pilatos el sentido de su realeza, afirmaba: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37).

3. Queridos hermanos y hermanas, contemplemos a María, a quien la Iglesia venera como Madre y Reina: la gloria de su Hijo es también suya.

Pidámosle que, con su intercesión apresure la llegada del reino de Dios; es decir, que Cristo, Dios de amor y de paz, reine en los corazones, en las familias y en las naciones.



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