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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

 Domingo 5 de noviembre de 1995

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Siguiendo la reflexión que comencé hace algunas semanas sobre los documentos del concilio Vaticano II, deseo referirme hoy a la constitución Dei Verbum, en la que los padres conciliares afrontaron el tema de la Revelación divina, tema decisivo, que está en las fuentes mismas del cristianismo.

Esa constitución nos recuerda que «quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad» (n. 2). ¡Cuán grande es este misterio, que no deja de producir en los hijos de la Iglesia un asombro que lleva a la adoración! Dios, anhelo perenne del corazón humano, no se ha encerrado en un silencio inaccesible, sino que «habla a los hombres como amigos (...), para invitarlos y recibirlos en su compañía» (ib.). Por tanto, la Revelación, lejos de reducirse a un conjunto de verdades presentadas únicamente a la inteligencia, es sobre todo una propuesta de comunión y de vida. ¡Es una historia de salvación! El Creador, con infinita ternura, ha adaptado su paso al de sus criaturas, introduciéndolas paulatinamente en el conocimiento del misterio de su vida íntima, podría decir, de su corazón, hasta la manifestación plena en Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne para la salvación de la humanidad.

2. Todo el cristianismo está en este anuncio gozoso que se transmitió, ante todo, con la palabra viva de los que fueron testigos de los acontecimientos salvíficos, y se fijó después en la sagrada Escritura, cuyo autor es Dios mismo, porque él la inspiró. Así, la Revelación divina se transmite íntegramente mediante la sagrada Tradición y la Escritura sagrada: ambas «manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal y corren hacia el mismo fin» (ib., 9). En ellas, como en un espejo, «la Iglesia peregrina contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta el día en que llegue a verlo cara a cara, como él es» (ib., 7).

Sin embargo, puesto que los autores humanos, instrumentos dóciles pero no pasivos, dejaron en el texto sagrado la huella de su personalidad, aportándole el signo e, incluso, los límites de su tiempo, hay que interpretar la Biblia con la ayuda de una válida exégesis. Sobre todo, hay que leerla en sintonía con la Iglesia, a la que se le ha confiado la palabra de Dios con la garantía de una asistencia especial del Espíritu Santo. El Magisterio eclesiástico, que no es superior a la palabra de Dios, sino que está a su servicio, puede de este modo escuchar con devoción, custodiar celosamente y exponer con fidelidad esa palabra en toda la riqueza de su verdad (cf. ib., 10).

La Dei Verbum ha dado un gran impulso para que la palabra de Dios sea cada vez más el criterio de la evangelización, de la vida personal y eclesial, y del ecumenismo. A distancia de treinta años, debemos preguntarnos con valentía: ¿ha sido aceptada plenamente esta indicación fundamental del Concilio en todas las comunidades cristianas?

3. Dirijamos nuestra mirada a María, nuestra dulcísima Madre. El evangelio dice de ella que «conservaba (...) en su corazón» (Lc 2, 51) las palabras de su Hijo divino. La santísima Virgen es verdaderamente el modelo de los discípulos de Cristo. Que ella suscite en cada uno de nosotros una gran necesidad de conocer cada vez más la palabra de Dios y aceptarla como orientación de vida.



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