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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 23 de noviembre de 1997

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Este domingo, el último del año litúrgico, celebramos a Cristo, Rey del universo, que se presenta como el Rey de la historia y de la creación, del tiempo y de la eternidad.

Se concluye hoy el primer año del trienio de preparación inmediata al gran jubileo del año 2000, trienio centrado en el itinerario «Por Cristo, en el Espíritu, al Padre». Durante este primer año, 1997, hemos centrado la atención en Jesucristo, nuestro único Salvador. Está a punto de empezar el segundo año, que se dedicará de modo particular al Espíritu Santo. El domingo próximo, primero de Adviento, en la basílica de San Pedro tendré la alegría de inaugurar solemnemente esta etapa ulterior hacia la Puerta santa del tercer milenio con una solemne celebración eucarística.

2. Al término de un año litúrgico y al comienzo de otro, estamos invitados a tomar mayor conciencia del papel que la liturgia desempeña en la vida de la Iglesia. Marca su camino en el tiempo, alimentando incesantemente su fe, su esperanza y su amor. A este propósito, me agrada recordar que, precisamente hace cincuenta años, el 20 de noviembre de 1947, el Papa Pío XII publicaba la encíclica Mediator Dei, auténtica piedra miliar en la historia de la reforma litúrgica católica.

En ella, con admirable equilibrio y clarividente sentido pastoral, se valorizan las propuestas innovadoras del movimiento litúrgico, moderando sus excesos; se delinea con profundo sentido teológico y espiritual el culto público de la Iglesia, distinguiendo entre lo que en él es inmutable y lo que, por el contrario, está sujeto a evolución y modificación; y se promueve la participación activa y personal de los fieles. El concilio Vaticano II, en la constitución sobre la liturgia y en los demás documentos, cita ampliamente la Mediator Dei y completa su plan doctrinal y pastoral, plan que, para su plena aplicación, exige que todo el pueblo de Dios la asimile cada vez mejor.

3. Doy gracias al Señor, junto con vosotros, por esta significativa intervención de mi venerado predecesor, que aún hoy conserva su importancia y actualidad. ¡Ojalá que la auténtica renovación litúrgica favorezca la obra de la nueva evangelización! Invoquemos para ello la intervención de la bienaventurada Madre de Dios, que, «unida con un vínculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo» (Sacrosanctum Concilium, 103), acompaña siempre el camino de la Iglesia en el tiempo. A ella le encomendamos con gratitud el año litúrgico que concluye y el próximo, ya a las puertas. Que su ejemplo nos ayude a vivir los días, las semanas y los años que pasan, abiertos y dóciles a la acción de la gracia divina, para participar finalmente en la liturgia eterna del cielo.



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