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JUAN PABLO II

REGINA CAELI

Domingo 2 de mayo de 1999

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Ha terminado en la plaza de San Pedro la solemne liturgia eucarística, durante la cual he tenido la alegría de proclamar beato al padre Pío de Pietrelcina. Me alegra ahora estar aquí con vosotros, que habéis venido de diferentes partes de Italia y del mundo a esta plaza de San Juan de Letrán, para rendir homenaje al nuevo beato y manifestarle vuestro afecto. Deseo también saludar cordialmente a los numerosos fieles que se han reunido en oración en el convento de los frailes capuchinos de San Giovanni Rotondo, así como a quienes han seguido la ceremonia de beatificación a través de la radio y la televisión. Se trata de una gran manifestación de fe que nos conmueve y nos hace sentir de modo concreto la realidad de la Iglesia, familia de Dios que se alegra hoy por la santidad de uno de sus hijos generosos y fieles.

El padre Pío, con su enseñanza y su ejemplo, nos invita a orar, a recurrir a la misericordia divina en el sacramento de la penitencia, y a amar al prójimo. Nos invita, de manera especial, a amar y venerar a la Virgen María. Su devoción a la Virgen se manifiesta en todas las circunstancias de su vida: en sus palabras y en sus escritos, en sus enseñanzas y en sus consejos, que ofrecía a sus numerosos hijos espirituales. El nuevo beato, auténtico hijo de san Francisco de Asís, de quien aprendió a dirigirse a María con espléndidas expresiones de alabanza y amor (cf. Saludo a la Virgen, en: Fuentes franciscanas, 59), no se cansaba de inculcar en los fieles una devoción tierna y profunda a la Virgen, enraizada en la tradición auténtica de la Iglesia. Tanto en el secreto del confesonario como en la predicación, exhortaba siempre: ¡amad a la Virgen! Al término de su vida terrena, en el momento de manifestar su última voluntad, dirigió su pensamiento, como había hecho durante toda su vida, a María santísima: «Amad a la Virgen y hacedla amar. Rezad siempre el rosario».

2. Con profundo dolor y preocupación mi pensamiento vuelve hoy a la cercana Yugoslavia, y abrazo con afecto a cuantos lloran, sufren y mueren allí. Elevo mi voz nuevamente para suplicar, en nombre de Dios, que cesen los atropellos del hombre contra el hombre, se detengan los instrumentos de destrucción y muerte, y se activen todos los canales posibles para socorrer a los que se ven obligados a abandonar su tierra en medio de atrocidades indescriptibles. Ojalá que se reanude el diálogo, con la inteligencia y la creatividad que Dios ha dado al hombre para resolver las tensiones y los conflictos, y para edificar una sociedad fundada en el respeto debido a toda persona humana.

Amadísimos hermanos y hermanas, con todas mis fuerzas os invito a orar intensamente durante este mes de mayo, para implorar a la Virgen el don de la paz en los Balcanes y en los numerosos lugares del mundo donde reina la violencia, fomentada por los prejuicios y el odio a los que tienen orígenes étnicos, convicciones religiosas e ideas políticas diferentes. Mi pensamiento, después de los Balcanes, va a África, el continente ensangrentado actualmente por el mayor número de guerras: las luchas por el poder, los conflictos étnicos y la indiferencia de los demás lo están ahogando lentamente.

Es necesario promover oraciones en todas las diócesis durante este mes de mayo, de modo que se eleve en la Iglesia una invocación general a la Virgen santísima, Reina de la paz, para que en los Balcanes, en el continente africano y en cualquier otra parte del mundo surjan constructores de paz que, dejando a un lado sus intereses particulares, estén dispuestos a trabajar por el bien común.

El padre Pío, hijo amantísimo de la «Reina del cielo», interceda por nosotros y por todos, para que del corazón de los hombres broten sentimientos de perdón, reconciliación y paz al final de este milenio y al inicio del nuevo, el tercer milenio, al que nos estamos preparando.

 



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