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JUAN PABLO II

REGINA CAELI

Domingo 16 de mayo de 1999

 

1. Os saludo con alegría a todos vosotros, que habéis venido hoy a la plaza de San Pedro para la Jornada de la caridad, organizada por el Consejo pontificio «Cor unum». Algunos de vosotros tienen responsabilidades en las grandes organizaciones católicas de ayuda que, con notables esfuerzos, se dedican a combatir la miseria presente en el mundo. Otros representan al vasto pueblo de «voluntarios» que, en muchas partes del mundo, se dedican gratuitamente a servir al prójimo. Con ocasión de catástrofes naturales, situaciones de emergencia, guerras y enfermedades, una multitud de hombres y mujeres, con espíritu de generoso altruismo, prestan ayuda a cuantos tienen dificultades, y les dedican tiempo y energías, siguiendo el ejemplo del buen samaritano. En efecto, precisamente el buen samaritano, del que habla el evangelio, es icono del voluntario que se hace prójimo de su hermano necesitado (cf. Lc 10, 30 ss).

Quiera Dios que este pacífico «ejército de esperanza» extienda cada vez más su acción, con iniciativas destinadas a tutelar los derechos humanos, ayudar a los necesitados y promover la cultura de la solidaridad y la civilización del amor.

2. Frente a este consolador desarrollo de los organismos de asistencia y promoción humana, ¿cuál es la aportación específica que los cristianos están llamados a dar? A la luz de las enseñanzas evangélicas, saben que deben testimoniar por doquier y con todos los medios posibles el mandamiento supremo del amor: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. (...) Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mc 12, 30-31). La vocación y la misión del creyente consiste en amar a Dios y amar al prójimo. El amor a los hermanos deriva del amor a Dios y sólo puede alcanzar su plenitud en quien vive el amor a Dios. La filantropía, por más digna de alabanza que sea, nada puede hacer ante algunas miserias humanas.

La acción caritativa del cristiano, cuando permanece fiel al mandato y al ejemplo de Jesús, se convierte en anuncio y testimonio de Cristo, que da su vida, sana el corazón del hombre, cura las heridas causadas por el odio y el pecado, y dona a todos alegría y paz.

El mundo del voluntariado, que incluye a personas de todas las clases sociales y de diversos ambientes culturales y religiosos, espera que los creyentes aporten su contribución específica. Si no sienten esta exigencia apostólica, no cumplirán su misión evangelizadora de ser «sal de la tierra» y «luz del mundo» (cf. Mt 5, 12-13).

3. Así pues, me dirijo a vosotros, queridos hermanos y hermanas, que en vuestra acción os inspiráis en el Evangelio. Habéis recibido el don de la caridad: sed conscientes de que sois testigos y dispensadores de este don. Vuestra misión no debe reducirse jamás al papel de simples agentes sociales o de generosos filántropos.

El evangelio de la caridad es la gran profecía de nuestro tiempo. Es el lenguaje de la evangelización que perciben de forma más inmediata también quienes aún no conocen a Cristo, el cual está presente en el hermano necesitado. Nos lo confirman unas precisas palabras suyas: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

A la vez que os agradezco todo lo que habéis hecho, os digo en nombre de la Iglesia: mostrad al hombre de nuestro tiempo a Cristo, muerto y resucitado por la salvación de todo ser humano, sin distinción de raza y cultura. Él es la esperanza que brilla en el horizonte de la humanidad.

Os sostenga María, Virgen de la escucha y Madre solícita de todos los hombres. Os acompañe también mi bendición, que de buen grado os imparto a vosotros, a vuestras iniciativas y a cuantos encontréis en vuestras actividades de promoción humana y solidaridad cristiana.

 



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