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CARTA APOSTÓLICA
EUNTES IN MUNDUM
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
CON OCASIÓN DEL MILENIO
DEL BAUTISMO
DE LA RUS' DE KIEV

 

I
UNIDOS EN LA
GRACIA SACRAMENTAL

 

1. Id por todo el mundo; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (cf. Mt 28, 19; Mc. 16, 15).

Desde la tumba de los santos apóstoles Pedro y Pablo en Roma, la Iglesia Católica desea expresar a Dios Uno y Trino su profunda gratitud, porque estas palabras del Salvador encontraron hace mil años su cumplimiento en las orillas del Dniéper, en Kiev, capital de la Rus', cuyos habitantes —tras las huellas de la princesa Olga y del príncipe Vladimiro— fueron «injertados» en Cristo mediante el sacramento del bautismo.

Siguiendo a mi predecesor de venerada memoria Pío XII, que quiso celebrar solemnemente el 950 aniversario del bautismo de la Rus' [1], con esta Carta deseo expresar alabanza y gratitud al inefable Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por haber llamado a la fe y a la gracia a los hijos y a las hijas de muchos pueblos y naciones, que han recibido la herencia cristiana del bautismo administrado en Kiev. Pertenecen ante todo a las naciones rusa, ucrania y bielorrusa en las regiones orientales del continente europeo. Mediante el servicio de la Iglesia que se inició con el bautismo en Kiev, esta herencia ha llegado, mas allá de los Urales, a muchos pueblos de Asia septentrional hasta las costas del Pacífico y aún más lejos. De veras, hasta los confines del orbe habitado se ha difundido su voz (cf. Sal 18, 5; Rom 10, 18).

Al dar gracias al Espíritu de Pentecostés por esta herencia cristiana, que se remonta al año del Señor 988, queremos ante todo concentrar nuestra atención en el misterio salvífico del mismo bautismo. Este es —como enseña Cristo Señor— el sacramento del volver a nacer «de agua y de Espíritu» Santo (Jn 3, 5), que introduce al hombre, hecho hijo adoptivo de Dios, en el reino eterno. Y san Pablo habla de la «inmersión en la muerte» del Redentor para «resucitar» junto con él a una vida nueva en Dios (cf. Rom 6, 4). Así pues los pueblos eslavos orientales que habitaban en el gran principado de la Rus' de Kiev, entrando en el agua del santo bautismo se entregaron —cuando llegó para ellos «la plenitud de los tiempos» (Gál 4, 4)— al plan salvífico de Dios. Les llegó así la noticia de las «maravillas de Dios» y, como sucedió en Jerusalén, les llegó también Pentecostés (cf. Hech. 2, 37-39): sumergiéndose en el agua del bautismo experimentaron «el baño de regeneración» (cf. Tit 3, 5).

Cuan elocuente es, en el rito bizantino, la antigua oración para la bendición del agua bautismal, que la teología oriental identifica con las aguas del Jordán, en las que entró el Redentor del hombre para recibir el bautismo de penitencia, como hacían los habitantes de Judea y de Jerusalén (cf. Mc 1, 5): «Concédele... la bendición del Jordán; haz que sea fuente de incorrupción, don de santidad y perdón de los pecados (...). Tú, Señor de todas las cosas, muéstrala como agua de redención, agua de santificación, purificación del cuerpo y del espíritu, liberación de las ataduras, remisión de las culpas, iluminación de las almas, baño de regeneración, renovación del espíritu, gracia de adopción, vestido de incorrupción, fuente de vida... Muéstrate, Señor, también en esta agua y transforma a quien ha de ser bautizado en ella, para que deje el hombre viejo... y se revista del hombre nuevo, que se renueva a imagen de aquel que lo ha creado; para que, unido completamente a él mediante el bautismo con una muerte semejante a la suya, sea partícipe de su resurrección y, habiendo custodiado el don de tu Santo Espíritu... pueda recibir el premio de la vocación celeste y sea contado entre los primogénitos inscritos en el cielo»[2].

Los que estaban lejos se han encontrado inmersos, mediante el bautismo, en aquel ámbito de vida en el que la Santísima Trinidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo— hace donación de sí al hombre y crea en él un corazón nuevo, liberado del pecado y capaz de una obediencia filial al designio eterno del amor. Al mismo tiempo aquellos pueblos y sus habitantes han entrado en el ámbito de la gran familia de la Iglesia, en la cual pueden participar de la sagrada eucaristía, escuchar la palabra de Dios y testimoniarla, vivir en el amor fraterno y compartir en recíproco intercambio los bienes espirituales. Esto estaba expresado de modo simbólico por el antiguo rito del santo bautismo cuando los neófitos, ceñidos con blancas vestiduras, se dirigían en procesión desde el baptisterio a la asamblea de los fieles reunidos en la catedral. Esta procesión era la entrada litúrgica y el símbolo de su ingreso en la comunidad eucarística de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo [3].

2. En este clima y con tales sentimientos deseamos tomar parte en las celebraciones y en la alegría por el milenio del bautismo de la Rus' de Kiev. Conmemoramos aquel acontecimiento según el modo de pensar propio de la Iglesia de Cristo, o sea en espíritu de fe. Aquel fue un hecho de enorme importancia. Las palabras del Señor en Jeremías: «Con amor eterno te amé, por eso te he mantenido con favor» (Jer 31, 3), han encontrado su plena realización en aquellos nuevos pueblos y tierras. La Rus' de Kiev ha entrado en el contexto de la salvación y se ha convertido ella misma en ese contexto. Su bautismo ha dado comienzo a una gran oleada de santidad. Ha llegado a ser un momento significativo del empeño misionero de la Iglesia, una nueva etapa importante en el desarrollo del cristianismo. La Iglesia Católica dirige su mirada hacia tal acontecimiento y participa espiritualmente en el gozo de los herederos de aquel bautismo.

Damos gracias a Dios misericordioso, Dios único en la Santísima Trinidad, Dios vivo, Dios de nuestros padres; damos gracias a Dios, padre de Jesucristo, y a Cristo mismo, que en el sacramento del santo bautismo da el Espíritu Santo al espíritu humano. Damos gracias a Dios por su plan salvífico de amor, por la obediencia que le ha sido rendida por parte de los pueblos, de las naciones, de las tierras y de los continentes. Es natural que esta obediencia haya tenido condicionamientos históricos, geográficos y humanos. Es tarea de los estudiosos examinar y profundizar todos los aspectos políticos, sociales, culturales y económicos que comportó la fe cristiana. Sí, sabemos y subrayamos que, cuando se recibe a Cristo mediante la fe y se experimenta su presencia en la comunidad y en la vida individual, se producen frutos en todos los campos de la existencia humana. Pues el vínculo vivificador con Cristo no es un apéndice en la vida, ni un adorno superfluo, sino su verdad definitiva. Todo hombre, por el hecho mismo de ser hombre, es llamado a participar de los frutos de la redención de Cristo, de su misma vida.

Con suma veneración nos inclinamos, al cabo de estos mil años, ante este misterio y meditamos su profundidad y su fuerza, ante todo en aquellos que han sido los «protagonistas» del bautismo de la Rus' y a continuación en todos y cada uno de los que han seguido sus huellas, recibiendo en el bautismo el poder santificador del Paráclito.

II
«MAS AL LLEGAR LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS...»

3. «Mas al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gál. 4, 4).

La plenitud de los tiempos viene de Dios, pero la preparan los hombres y viene para los hombres y a través de los hombres. Esto sirve para la «plenitud de los tiempos» en la economía salvífica que tiene también sus condicionamientos humanos y su historia concreta. Pero esto sirve igualmente para el momento de la llegada de los respectivos pueblos al puerto de la fe salvífica: para su «plenitud de los tiempos». También el milenio del bautismo y de la conversión de la Rus' tiene su historia. El proceso de cristianización de los pueblos y de las naciones es un fenómeno complejo y requiere mucho tiempo. En el territorio de la Rus' fue preparado por las tentativas de la Iglesia de Constantinopla en el siglo IX [4]. Sucesivamente, en el transcurso del siglo X, la fe cristiana comenzó a penetrar en la región gracias a los misioneros que venían no sólo desde Bizancio, sino también de los territorios de los vecinos eslavos occidentales —que celebraban la liturgia en lengua eslava según el rito instaurado por los santos Cirilo y Metodio— e incluso desde las tierras del Occidente latino. Como testifica la antigua Crónica llamada de Néstor (Povest' Vremennykh Let), en el año 944 existía en Kiev una iglesia cristiana dedicada al profeta Elías [5]. En este ambiente, ya preparado, la princesa Olga libre y públicamente se hizo bautizar hacia el 955, permaneciendo después siempre fiel a las promesas bautismales. A ella, en el transcurso de una visita realizada a Constantinopla el año 957, el patriarca Poliecto habría dirigido un saludo en cierto modo profético: «Bendita eres entre las mujeres rusas, porque has amado la luz y has arrojado las tinieblas. Por ello, te bendecirán los hijos rusos hasta la última generación" [6]. Pero Olga no tuvo la alegría de ver cristiano a su hijo Svjatoslav. La herencia espiritual fue recogida por su nieto Vladimiro, protagonista del bautismo en el año 988, el cual aceptó la fe cristiana y promovió la conversión estable y definitiva del pueblo de la Rus'. Vladimiro y los nuevos convertidos sintieron la belleza de la liturgia y de la vida religiosa de la Iglesia de Constantinopla [7]. Fue así como la nueva Iglesia de la Rus' recogió de Constantinopla el patrimonio del Oriente cristiano y todas sus riquezas en el campo de la teología, de la liturgia, de la espiritualidad, de la vida eclesial y del arte.

Sin embargo, el carácter bizantino de esta herencia adquirió desde el comienzo una nueva dimensión: la lengua y la cultura eslavas se convirtieron en un nuevo contexto para todo aquello que hasta aquel momento encontraba su expresión bizantina en la capital del Imperio de Oriente y también en todo el territorio que se unió a él a través de los siglos. A los eslavos orientales la palabra de Dios y la gracia inherente les llegó también de una forma más cercana desde el punto de vista cultural y geográfico. Aquellos eslavos, acogiendo la Palabra con toda la obediencia de la fe, al mismo tiempo deseaban expresarla en sus formas de pensamiento y con la propia lengua. De este modo se realizó aquella particular «inculturación eslava» del evangelio y del cristianismo, que enlaza con la gran obra de los santos Cirilo y Metodio, los cuales, desde Constantinopla, llevaron el cristianismo, en la versión eslava, a la Gran Moravia y, gracias a sus discípulos, a los pueblos de la península Balcánica.

Fue así como san Vladimiro y los habitantes de la Rus' de Kiev recibieron el bautismo de Constantinopla, el centro más grande del Oriente cristiano y, gracias a esto, la joven Iglesia hizo su entrada en el ámbito del rico patrimonio bizantino, así como de su herencia de fe, de vida eclesial y de cultura. Este patrimonio se hizo rápidamente accesible a las grandes multitudes de los eslavos orientales y pudo ser asimilado más fácilmente, ya que su transmisión, desde el comienzo, fue favorecida por la obra de los dos santos hermanos de Tesalónica. La Sagrada Escritura y los libros litúrgicos llegaron desde los centros culturales religiosos de los eslavos, que habían acogido la lengua litúrgica introducida por ellos.

Vladimiro, merced a su sabiduría e intuición, movido por la solicitud hacia el bien de la Iglesia y del pueblo, aceptó en la liturgia, en lugar del griego, la lengua paleoeslava «haciendo de ella un instrumento eficaz para acercar las verdades divinas a los que hablaban esa lengua»[8]. Como he escrito en la carta encíclica Slavorum apostoli [9], los santos Cirilo y Metodio, aunque conscientes de la superioridad cultural y teológica de la herencia grecobizantina que llevaban consigo, tuvieron sin embargo el valor, por el bien de los pueblos eslavos, de servirse de otra lengua y de otra cultura para el anuncio de la fe.

De este modo la lengua paleoeslava constituyó con el bautismo de la Rus' un instrumento importante, ante todo para la evangelización y, después, para el original desarrollo del futuro patrimonio cultural de aquellos pueblos: desarrollo que se ha convertido en muchos aspectos en una riqueza para la vida y la cultura de todo el género humano.

Conviene pues subrayar con toda claridad, por fidelidad a la verdad histórica, que según la concepción de los dos santos hermanos de Tesalónica, con la lengua eslava se introdujo en la Rus' el estilo de la Iglesia bizantina, que en aquel tiempo estaba aún en plena comunión con Roma. Después esta tradición se ha desarrollado de modo original y tal vez irrepetible, gracias a la cultura autóctona y también a los contactos mantenidos con los pueblos vecinos de Occidente.

4. La plenitud de los tiempos para el bautismo del pueblo de la Rus' llegó, al final del primer milenio, cuando la Iglesia era indivisa. Debemos agradecer juntos al Señor este hecho, que representa hoy un auspicio y una esperanza. Dios quiso que la madre Iglesia, visiblemente unida, acogiera en su seno, ya rico de naciones y pueblos, y en un momento de expansión misionera tanto en Occidente como en Oriente, a esta nueva hija suya, nacida en las orillas del Dniéper. Existían las Iglesias de Oriente y Occidente, cada una desarrollada según sus tradiciones teológicas, disciplinares, litúrgicas, con diferencias ciertamente notables, pero existía la plena comunión entre Oriente y Occidente, entre Roma y Constantinopla, con relaciones recíprocas. Y fue la Iglesia indivisa de Oriente y Occidente la que acogió y ayudó a la Iglesia de Kiev. Ya la princesa Olga había pedido al emperador Otón I, y obtenido en el año 961, un obispo qui ostenderet eis viam veritatis, el monje Adalberto de Tréveris, que se dirigió efectivamente a Kiev, donde el paganismo permanente le impidió desarrollar su misión [10]. El príncipe Vladimiro advirtió que existía la unidad de la Iglesia y de Europa, y por ello mantuvo relaciones no sólo con Constantinopla, sino además con Occidente y con Roma, cuyo obispo era reconocido como el que presidía la comunión de toda la Iglesia. Según la «Crónica de Nikón», habrían existido algunas legaciones entre Vladimiro y los papas de entonces: Juan XV (que le habría enviado como obsequio, precisamente el año del bautismo — 988 —, algunas reliquias de san Clemente Papa, con una clara referencia a la misión de los santos Cirilo y Metodio que desde Cherson llevaron a Roma aquellas reliquias) y Silvestre II [11]. El mismo Silvestre II mandó a Bruno de Querfurt a predicar con el título de archiepiscopus gentium, el cual hacia el año 1007 visitó a Vladimiro, conocido bajo el nombre de rex Russorum [12]. Más tarde, el Papa san Gregorio VII concedió también el título real a los príncipes de Kiev, con su carta del 17 de abril de 1075, dirigida a «Demetrio (Isiaslaw) regi Ruscorum et reginae uxori eius», los cuales habían enviado a su hijo Jaropolk en peregrinación ad limina Apostolorum, consiguiendo que el reino fuera colocado bajo la protección de san Pedro [13]. Merece subrayarse este reconocimiento, por parte de un Pontífice Romano, de la soberanía obtenida por el principado de Vladimiro que gracias al bautismo del año 988 había consolidado también políticamente su nación, favoreciendo su desarrollo y facilitando la integración de los pueblos que habitaban dentro de sus confines de aquel tiempo y posteriores. Este gesto profético de entrar en la Iglesia e introducir el propio principado en la esfera de las naciones cristianas, le supuso el loable título de Santo y de Padre de las Naciones, que tuvieron su origen en aquel principado.

Así Kiev, mediante el bautismo, se convirtió en el cruce privilegiado de culturas diversas, terreno de penetración religiosa, incluso de Occidente, como atestigua el culto de algunos santos venerados en la Iglesia latina y, con el paso del tiempo, un centro importante de vida eclesial y de irradiación misionera con un vastísimo campo de influencia: hacia Occidente hasta los montes Cárpatos, desde las orillas meridionales del Dniéper hasta Novgorod, y desde las riberas septentrionales del Volga —como ya se ha dicho— hasta las orillas del Océano Pacífico y aún más allá. En breve, a través del nuevo centro de vida eclesial como llegó a ser Kiev desde el momento en que recibió el bautismo, el evangelio y la gracia de la fe llegaron a aquellas poblaciones y aquellas tierras que hoy están unidas al Patriarcado de Moscú, por lo que se refiere a la Iglesia ortodoxa, y a la Iglesia Católica ucrania, cuya plena comunión con la Sede de Roma fue renovada en Brest.

III
FE Y CULTURA

5. El bautismo de la Rus' de Kiev marca, pues, el comienzo de un largo proceso histórico en el que se desarrolla y propaga el perfil original bizantinoeslavo del cristianismo tanto en la vida de la Iglesia como de la sociedad y de las naciones, que encuentran en él, a través de los siglos y también hoy, el fundamento de su identidad espiritual.

A lo largo de la historia, cuando unos acontecimientos tempestuosos afectaron repetida y profundamente a esta identidad, precisamente el bautismo y la cultura cristiana —recibida de la Iglesia universal y desarrollada con sus innatas riquezas espirituales— se convirtieron en unas fuerzas decisivas para su supervivencia.

Vladimiro recibió el bautismo acogiendo, junto con su pueblo, la fuerza salvífica de Cristo, conforme a las palabras de Pedro referidas en los Hechos de los Apóstoles: «En ningún otro hay salvación; porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (4, 12). Acogiendo este nombre, «que está sobre todo nombre» e invitando a los misioneros de la Iglesia a grabarlo en el corazón de los eslavos de la Rus' de Kiev, para que «toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp. 2, 9. 11), él veía también en ello un elemento decisivo para aquel progreso civil y humano que tanta importancia reviste para la existencia y el desarrollo de cada nación y de cada estado. Por eso se adhirió a la decisión de su abuela, santa Olga, y dio forma definitiva y estable a su obra.

El bautismo de Vladimiro el Grande y, después, el de su pueblo tuvo una gran importancia para todo el desarrollo espiritual de esta parte de Europa y de la Iglesia, así como para toda la cultura y civilización bizantinoeslava.

La acogida del evangelio no suponía solamente la introducción de un nuevo y precioso elemento en la estructura de aquella determinada cultura, sino que era, más bien, la siembra de una semilla destinada a germinar y desarrollarse sobre la tierra en que se había echado y a transformarla en la medida de su desarrollo, haciéndola capaz de producir nuevos frutos. Esta es la dinámica del reino de los cielos, que es semejante «a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas» (Mt. 13, 31-32).

De este modo el patrimonio espiritual de la Iglesia bizantina, introducido en la Rus' de Kiev mediante la lengua eslava, convertida en lengua litúrgica, se enriqueció poco a poco sobre la base del patrimonio cultural local gracias a los contactos con los pueblos cristianos limítrofes, y se fue adaptando progresivamente a las necesidades y a la mentalidad de las gentes que habitaban en aquel gran principado.

6. El uso de la lengua eslava como instrumento de transmisión del mensaje de Cristo y de recíproca comprensión tuvo una influencia positiva en su misma difusión y desarrollo. Recibió un impulso por su transformación interna y por su progresiva elevación, llegando a ser lengua literaria y, por tanto, uno de los factores más importantes y decisivos para la cultura de una nación, así como para su identidad y su fuerza espiritual. En el territorio de la Rus' este proceso resultó muy duradero y dio frutos abundantísimos. De este modo el cristianismo fue una respuesta a las aspiraciones de los hombres a la verdad, al saber y al desarrollo autónomo sobre la base de la inspiración evangélica y del dinamismo de la revelación.

Gracias a la herencia de los santos Cirilo y Metodio allí tuvo lugar el encuentro entre Oriente y Occidente: el encuentro entre los valores heredados y los nuevos. Los elementos de la herencia cristiana penetraron en la vida y cultura de aquellas naciones. Estos ofrecieron inspiración a la creatividad literaria, filosófica, teológica y artística, dando origen a una forma muy singular de la cultura europea, más aún de la cultura simplemente humana. Incluso hoy la dimensión universal de los problemas de los individuos y de las sociedades, presentada por la literatura y el arte de aquellas naciones, suscita en el mundo una admiración incesante. Esta dimensión nace y crece a partir de la concepción cristiana de la vida y encuentra en la misma un punto fijo de referencia respecto al modo de pensar y hablar sobre el hombre, sus problemas y su destino.

Los eslavos orientales, a través de los siglos, han dado su aportación original a este patrimonio común y a este bien común, especialmente en lo que se refiere a su vida espiritual y formas de devoción. La Iglesia de Roma reserva a esta aportación el mismo respeto que ella siente por el rico patrimonio de todo el Oriente cristiano. Los eslavos orientales han elaborado una historia, una espiritualidad, unas tradiciones litúrgicas y costumbres disciplinares propias, en sintonía con la tradición de las Iglesias de Oriente, así como ciertas formas de reflexión teológica sobre la verdad revelada que, mientras se distinguen de las usadas en Occidente, son al mismo tiempo complementarias.

7. Esta realidad ha sido atentamente considerada por el Concilio Vaticano II. En efecto, el Decreto sobre el Ecumenismo afirma entre otras cosas: «No debe olvidarse tampoco que las Iglesias de Oriente tienen desde su origen un tesoro, del que la Iglesia de Occidente tomó muchas cosas para su liturgia, su tradición espiritual y su ordenamiento jurídico»[14]. Y el mismo Decreto conciliar ofrece alentadores puntos de reflexión cuando, sobre la riqueza de la liturgia y de la tradición espiritual de la Iglesia de Oriente, afirma: «Todos conocen también con cuánto amor realizan los cristianos orientales el culto litúrgico, especialmente la celebración eucarística, fuente de la vida de la Iglesia y prenda de la futura gloria, por la cual los fieles, unidos con el obispo, al tener acceso a Dios Padre por medio de su Hijo, el Verbo encarnado, que padeció y fue glorificado, en la efusión del Espíritu Santo, consiguen la comunión con la Santísima Trinidad, hechos 'partícipes de la divina naturaleza' (2 Ped. 1, 4). Así pues, por la celebración de la eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios, y por la concelebración se manifiesta la comunión entre ellas»[15].

Además, las tradiciones teológicas de los cristianos de Oriente «están arraigadas de modo manifiesto en la Sagrada Escritura, se fomentan y se vigorizan con la vida litúrgica, se nutren de la viva tradición apostólica y de las enseñanzas de los Padres orientales y de los autores espirituales, tienden hacia una recta ordenación de la vida; más aún, hacia una contemplación cabal de la vida cristiana»[16].

La espiritualidad de los eslavos orientales, testimonio particular de la fecundidad del encuentro del espíritu humano con los misterios cristianos, no deja de influir positivamente en la conciencia de toda la Iglesia. Es digna de particular mención su devoción característica por la pasión de Cristo y su sensibilidad ante el misterio del sufrimiento unido a la eficacia redentora de la cruz. Quizás la afirmación de esta espiritualidad no es ajena al recuerdo de la muerte inocente de Boris y de Gleb, hijos de Vladimiro, muertos por su hermano Svjatopolk [17].

Esta espiritualidad encuentra su expresión más completa en la alabanza dirigida al «dulcísimo» (stadcajsi) nuestro Señor Jesucristo en el misterio de su sufrimiento y de la «kénosis», que asumió con su encarnación y su muerte de cruz (cf. Flp. 2, 5-8). Pero al mismo tiempo se ilumina, en la liturgia, con la luz de Cristo resucitado, anticipada de alguna manera por el esplendor de la transfiguración en el monte Tabor, manifestada plenamente en la gloria del día de la resurrección (voskresienie), revelada al mundo por el Espíritu que descendió sobre los apóstoles bajo formas de lenguas de fuego en Pentecostés. Los que reciben el bautismo participan gradualmente de esta experiencia. En este contexto, ¿cómo no mencionar a los cristianos que han vivido y viven en todas aquellas regiones, los cuales, a lo largo de este milenio, han encontrado tantas veces en la muerte y resurrección de Cristo fuerza y ayuda para dar su testimonio de fidelidad al evangelio no sólo con la coherencia diaria de la vida, sino también con los sufrimientos afrontados valientemente con frecuencia incluso hasta la prueba suprema de la sangre? Esta forma de la «kénosis» de Cristo, en la concepción de la Iglesia de Kiev, quedó grabada profundamente en el corazón de los eslavos orientales; ha sido y es para ellos fuente de gran fuerza en las múltiples contrariedades que han surgido en su camino.

8. En esta obra de consolidación de la Iglesia y de «inculturación» del cristianismo entre los eslavos orientales —como por otra parte en toda la Iglesia de oriente— fue inestimable el influjo de la vida monástica. Kiev se distinguió relativamente pronto por la famosa «Pecerskaja Lavra» (Monasterio de las Grutas), fundado por los santos [18] Antonio (1073) y Teodosio (1074).

No era raro, pues, que el monje, especialmente el llamado «starec» (anciano) fuera considerado guía espiritual tanto por los grandes escritores rusos como por los simples campesinos. Los monasterios llegaron a ser centros de vida litúrgica, espiritual, social e incluso económica. Los soberanos tomaban a los monjes como consejeros, jueces, diplomáticos y maestros.

Las palabras «culto» y «cultura» tienen la misma raíz. Entre los eslavos de Oriente el culto cristiano promovió también un desarrollo extraordinario de la cultura en todas sus formas.

El arte religioso está impregnado de profunda espiritualidad y de una elevada inspiración mística. ¿Quién no conoce hoy en el mundo los famosos y venerados íconos de las iglesias orientales, las magníficas catedrales de santa Sofía en Kiev y en Novgorod que se remontan al siglo XI, las iglesias y los monasterios tan característicos en el paisaje de aquellas tierras? La literatura de Kiev es religiosa en su mayor parte. Los nuevos himnos y cantos eclesiales son como una emanación de las formas originarias de la tradición musical. No debe olvidarse que las primeras escuelas en la Rus' surgieron precisamente en el siglo XI. Todo esto, aunque mencionado brevemente, constituye un testimonio imborrable del extraordinario florecimiento religioso y cultural, derivado del bautismo de la Rus' de Kiev.

Cuán oportuna resulta, pues, la observación del Concilio Vaticano II: «La Iglesia... no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno»[19].

IV
HACIA LA PLENA COMUNIÓN

9. El bautismo de la Rus' se realizó —como he dicho— en un tiempo en el que ya se habían desarrollado las dos formas del cristianismo: la oriental, unida con Bizancio y la occidental, unida con Roma, mientras la Iglesia permanecía una e indivisa. Para nosotros que celebramos el milenio del bautismo recibido por los pueblos orientales eslavos en Kiev, esta consideración aumenta todavía más el deseo de la plena comunión en Cristo de estas Iglesias hermanas y nos impulsa a emprender nuevos caminos y a dar nuevos pasos para favorecerla. Este aniversario no es solamente un recuerdo histórico y una ocasión para preparar elaboraciones científicas y hacer balances, sino que es también, y sobre todo, un estímulo para orientar nuestra sensibilidad pastoral y ecuménica del pasado hacia el futuro, y para reforzar nuestra nostalgia de unidad e intensificar nuestra oración.

Sí, ambas Iglesias, la Católica y la Ortodoxa, hoy más que nunca decididas a encontrar de nuevo, a pesar de las dificultades surgidas por malentendidos seculares, la comunión en torno a la mesa eucarística, miran con particular atención y esperanza, en este milenio, a todos los hijos e hijas espirituales de san Vladimiro.

Por otra parte, la vuelta paulatina a la armonía entre Roma y Constantinopla, como también entre las Iglesias que permanecen en plena comunión con estos centros —¿y cómo no pensar en los múltiples encuentros bilaterales tan ricos y sugestivos por el valor del intercambio de los respectivos dones espirituales, favorecidos por tradiciones tan distintas y fecundas?— no dejará de influir positivamente, particularmente hoy, sobre los herederos ortodoxos y católicos del bautismo de Kiev. Y quizás el recuerdo de aquel acontecimiento, base de su nueva vida en el Espíritu Santo, contribuya a acelerar, con la ayuda de Dios, la hora de su plena reconciliación, la hora del «beso de paz», dado recíprocamente como fruto de una decisión madura, nacida en la libertad y en la buena voluntad por el talante originario que animaba a la Iglesia indivisa, marcada por la genialidad cristiana de los santos Cirilo y Metodio. ¡Qué ventaja constituiría para todo el pueblo de Dios si los herederos ortodoxos y católicos del bautismo de Kiev, movidos por una conciencia renovada de la comunión inicial, supieran aceptar su reto y repetir a los cristianos de hoy el mensaje ecuménico derivado del mismo, alentándoles a acelerar el paso hacia la meta de la plena unidad querida por Cristo! Esto, sobre todo, ejercería un influjo beneficioso incluso en el proceso de distensión en el ámbito civil, que tantas esperanzas suscita en quienes trabajan por la convivencia pacífica en el mundo.

10. La dimensión universal, así como la particular, constituyen dos fuentes esenciales en la vida de la Iglesia: la comunión y la diversidad, la tradición y los nuevos tiempos, las antiguas tierras cristianas y los nuevos pueblos que alcanzan la fe. La Iglesia ha sabido ser una y al mismo tiempo pluriforme. Aceptando la unidad como primer principio (cf. Jn 17, 21s.), ha sido pluriforme en cada una de las partes del mundo. Esto es válido peculiarmente para la Iglesia occidental y para la oriental antes del progresivo alejamiento recíproco. En relación con aquel tiempo, el Concilio Vaticano II observa: «Las Iglesias de Oriente y Occidente, durante muchos siglos, siguieron su propio camino, unidas, sin embargo, por la comunión fraterna de la fe y de la vida sacramental, siendo la Sede romana, por común consentimiento, la que resolvía cuando entre las Iglesias surgían discrepancias en materia de fe o de disciplina»[20].

Incluso cuando la plena comunión se rompió, ambas Iglesias conservaron fundamentalmente íntegro el depósito de la fe apostólica. La universalidad y la pluriformidad, a pesar de la tensión existente, no han dejado de intercambiarse recíprocamente dones inestimables.

El Concilio Vaticano II, consciente de esta realidad, abrió en materia de ecumenismo una nueva fase que está dando frutos prometedores. El Decreto conciliar sobre el ecumenismo, varias veces citado, expresa la estima y el amor que la Iglesia católica siente por la rica herencia del Oriente cristiano, del cual destaca su originalidad, su diversidad y, al mismo tiempo, su legitimidad. Entre otras cosas dice: «Desde los primeros tiempos las Iglesias del Oriente seguían las disciplinas propias sancionadas por los Santos Padres y por los concilios, incluso ecuménicos. Como a la unidad de la Iglesia no se opone una cierta variedad de ritos y costumbres, sino que ésta acrecienta más bien su hermosura y contribuye al más exacto cumplimiento de su misión, como antes hemos dicho, el sagrado Concilio, para disipar toda duda, declara que las Iglesias orientales, recordando la necesaria unidad de toda la Iglesia, tienen la facultad de regirse según sus propias ordenaciones, puesto que éstas son más acomodadas a la idiosincrasia de sus fieles y más adecuadas para promover el bien de sus almas» [21].

El Decreto muestra con claridad la autonomía disciplinar característica de que gozan las iglesias orientales, lo cual no es consecuencia de privilegios concedidos por la Iglesia de Roma, sino de la misma ley que estas Iglesias tienen desde los tiempos apostólicos.

11. En esta hora de diálogo, que se está desarrollando y está en constante progreso, entre las Iglesias y las comunidades eclesiales ante el solemne Milenio del bautismo de la Rus' —un hecho que nos remite con nostalgia a la Iglesia indivisa, que abarca a todas las Iglesias particulares tanto de Oriente como de Occidente, y a la ferviente plegaria de Cristo en el cenáculo por la unidad de todos los creyentes (cf. Jn 17, 20ss.)— hemos de recordar que la plena comunión es un don, y que no será fruto solamente de los esfuerzos y deseos puramente humanos, aunque éstos sean indispensables y condicionen tantas cosas.

Por un hombre entró el pecado en el mundo, pero «la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos» (cf. Rom 5, 12. 15). La perseverancia en «la enseñanza de los apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración» (Hech 2, 42), es un don de Dios porque es un modo nuevo de existir del hombre. Es un pleno «estar juntos» en la Santísima Trinidad. La fuente primera de esta comunión es la gracia del bautismo: mediante el bautismo nosotros entramos en la unidad de la Iglesia extendida por todo el mundo, en la unidad querida y fundada por Cristo, la cual a pesar de las diferencias y dificultades, ha permanecido sustancialmente en vigor durante los diez primeros siglos; entramos en aquella unidad de la que hoy nos habla el bautismo de la Rus'. Que todos los cristianos vuelvan a ella y lleguen a formar una comunidad de personas que, permaneciendo en plena comunión con Cristo, ofrezcan esta riqueza suya a todos los miembros de la humanidad. Esto lo pedimos al Espíritu Santo, dador de innumerables dones, gracias a los cuales las personas y las comunidades entran en comunión con Cristo. En él, en el Espíritu Santo, la vida de la Iglesia alcanza profundidades y dimensiones insospechadas. Sentir y vivir la presencia del Paráclito y de sus dones es una característica peculiar de la tradición oriental, cuya profunda doctrina pneumatológica constituye una riqueza preciosa para toda la Iglesia.

Bajo esta luz vemos desarrollarse los contactos multiformes, diversificados y fructuosos en los que, durante este período postconciliar, se ha plasmado nuestro empeño común de obediencia activa a la voluntad de Dios, percibida por medio del Espíritu.

Que la rica experiencia de la plena comunión vivada durante el primer Milenio, pero olvidada por ambas partes durante tantos siglos, sea para nosotros y para nuestros esfuerzos ecuménicos luz, estímulo y punto constante de referencia.

V
LA UNIDAD DE LA IGLESIA
Y DEL CONTINENTE EUROPEO

12. Recorriendo la vía del ecumenismo, la Iglesia católica pone su mirada en la misión de los santos hermanos de Tesalónica, como señalé en la carta encíclica Slavorum apostoli.

Un rasgo significativo de su misión fue un peculiar «profetismo ecuménico», aunque ambos desempeñaron su actividad durante el período en el que la cristiandad era indivisa. Su misión comenzó en Oriente, pero su desarrollo permitió poner de relieve el vínculo y la unidad con Roma, con la Sede de Pedro. Su intuición apostólica de la Koinonia en la Iglesia se entiende hoy cada vez más profundamente en esta época de creciente nostalgia por la unidad de todos los cristianos y por el diálogo ecuménico. Ellos presintieron que las nuevas Iglesias —ante las diferencias y discusiones cada vez más acentuadas— debían salvar y reforzar la comunión plena y visible de la única Iglesia de Cristo. En efecto, éstas nacían sobre el terreno de la originalidad propia de pueblos diversos y de sus respectivas áreas culturales, y, al mismo tiempo, debían conservar entre sí la unidad esencial en conformidad con la voluntad de su divino Fundador. Por esto la Iglesia, nacida de la misión de los santos Cirilo y Metodio, llevaría como grabado en sí misma un sello particular de aquella vocación ecuménica que los dos santos hermanos habían vivido tan intensamente. Con este mismo espíritu nacía también —como ya he dicho— la Iglesia de Kiev.

En el año 1980, casi al comienzo de mi pontificado tuve el gozo de proclamar a los santos Cirilo y Metodio patronos de Europa, junto con san Benito.

Europa es cristiana en sus mismas raíces. Las dos formas de la gran tradición de la iglesia, la occidental y la oriental, las dos formas de cultura se integran recíprocamente como los dos «pulmones» de un mismo cuerpo [22]. Esta es la elocuencia del pasado. Esta es la herencia de los pueblos que viven en nuestro continente. Podría decirse que las dos corrientes, la oriental y la occidental, llegaron a ser al mismo tiempo las primeras grandes formas de inculturación de la fe, en cuyo ámbito ha hallado su expresión histórica la plenitud única e indivisa confiada por Cristo a la Iglesia. En las diversas culturas de las naciones europeas, tanto de Oriente como de Occidente, en el campo de la música, la literatura, las artes figurativas y la arquitectura, así como en los modos de pensar, circula una linfa común que tiene su origen en la misma fuente.

13. Al mismo tiempo, esta herencia viene a ser, al final del siglo XX, un desafío particularmente apremiante para la unidad de los cristianos. Una aspiración sincera a esta unidad está presente hoy en los espíritus como premisa de aquella convivencia pacífica entre los pueblos, en la cual está el bien de todos. Es una aspiración que estimula la conciencia de los ciudadanos, influye en la política y la economía. Los cristianos deben ser conscientes de los orígenes religiosos y morales de tal desafío: Cristo «es nuestra paz, que hizo de los dos pueblos uno, derribando el muro de separación, la enemistad» (Ef 2 14). Por medio de Cristo, Dios «nos ha reconciliado consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5, 18). Esta realidad, esta obra de Cristo, tiene hoy una incidencia particular en la gran nostalgia de la humanidad por la unidad y la fraternidad universal. El deseo de unidad y de paz, de superación de las diversas barreras y contrastes —así como la llamada misma del pasado de Europa— es un signo apremiante de nuestros tiempos.

No existe verdadera paz si no se funda en un proceso de unificación en el que cada pueblo pueda elegir, en la libertad y la verdad, los caminos de su desarrollo. Por otra parte, dicho proceso resulta imposible si falta un acuerdo sobre la unidad originaria y fundamental que se manifiesta bajo diversas formas no antagónicas sino complementarias, las cuales se necesitan y se buscan recíprocamente. Por ello, estamos profundamente convencidos de que el camino hacia la paz verdadera puede ser modelado como modo incomparable en las mentes, en los corazones y en las conciencias, mediante la presencia y el servicio de aquel signo de paz que —por su misma naturaleza— es la Iglesia obediente a Cristo y fiel a su vocación.

Manifestamos plena confianza en todos los esfuerzos humanos que se orientan a eliminar las ocasiones de tensiones y de conflictos mediante la vía pacífica del diálogo paciente, de los acuerdos, de la comprensión mutua y del respeto recíprocos.

Es vocación de Europa—nacida sobre fundamentos cristianos—su solicitud particular por la paz en todo el mundo. En muchas partes del mundo falta la paz o está amenazada gravemente. Por ello es necesaria una cooperación constante y concorde del continente europeo con todas las demás naciones en favor de la paz y del bien, al que todo hombre y toda comunidad humana tienen un derecho sacrosanto.

VI
UNIDOS EN EL GOZO DEL MILENIO
CON MARÍA MADRE DE JESÚS

14. Los misterios y los acontecimientos recordados brevemente en la presente Carta, vistos y meditados a la luz del Concilio Vaticano II y en la perspectiva histórica del Milenio, son para nosotros fuente de gozo y de consuelo en el Espíritu Santo.

Teniendo en cuenta la importancia del bautismo de la Rus' de Kiev en la historia de la evangelización y de la cultura humana, se comprende que yo haya deseado llamar la atención de toda la Iglesia Católica sobre el mismo, invitando a todos los fieles a orar en común. La Iglesia de Roma, construida sobre el fundamento de la fe apostólica de Pedro y de Pablo, se alegra por este Milenio y por todos los frutos madurados a través de las generaciones los frutos de la fe y de la vida, de la unión y del testimonio hasta la persecución y el martirio, en conformidad con el anuncio de Cristo mismo.

Nuestra participación espiritual en la solemnidad del Milenio atañe a todo el pueblo de Dios: fieles y pastores, que viven y trabajan en aquellas tierras santificadas desde hace mil años por el agua bautismal. En la alegría de esta fiesta nos unimos a todos los que en el bautismo, recibido de sus antepasados, reconocen la fuente de la propia identidad religiosa, cultural y nacional. Nos unimos a todos los herederos de este bautismo, prescindiendo de su confesión religiosa, de su nacionalidad y del lugar donde habitan; a todos los hermanos y hermanas ortodoxos y católicos. En particular, nos unimos a todos los queridos hijos e hijas de las naciones rusa, ucrania y bielorrusa. Nos unimos a cuantos viven en la propia patria, así como a cuantos residen en América, en Europa occidental y en otras partes del mundo.

15. De modo especial ésta es ciertamente la fiesta de la Iglesia ortodoxa rusa que tiene su centro en Moscú y que nosotros llamamos con gozo «Iglesia hermana». Precisamente ella ha asumido en gran parte la herencia de la antigua Rus' cristiana, permaneciendo unida y fiel a la Iglesia de Constantinopla. Esta Iglesia, al igual que las otras Iglesias ortodoxas, tiene verdaderos sacramentos, particularmente —en virtud de la sucesión apostólica— la eucaristía y el sacerdocio, gracias a los cuales permanece unida a la Iglesia católica con vínculos estrechísimos [23]. Y junto con las Iglesias mencionadas hace intensos esfuerzos por «conservar las relaciones fraternas en la comunión de la fe y de la caridad, que entre las Iglesias locales, como entre las hermanas, deben tener vigencia»[24].

En este solemne momento histórico la comunidad católica participa en la oración y la meditación sobre las «maravillas de Dios» (cf. Hech 2, 11) y, mediante el Obispo de Roma, envía a la milenaria Iglesia hermana el beso de la paz como manifestación del ardiente deseo de la comunión perfecta querida por Cristo e impresa en la naturaleza de la Iglesia.

Las celebraciones milenarias de todos los herederos del bautismo de Vladimiro y nuestra participación, que nace de una necesidad del corazón, en su gozo y acción de gracias llevará a todos —estamos profundamente convencidos— una nueva luz, capaz de penetrar las tinieblas del difícil pasado secular: la misma luz que nace constantemente llega hasta nosotros desde el misterio pascual, desde la mañana de Pascua y de Pentecostés.

16. Una expresión particular de nuestra unión y participación en el Milenio del bautismo de la Rus' —así como del ardiente deseo de llegar a la plena y perfecta comunión con las Iglesias hermanas de Oriente— lo constituye la proclamación misma del Año Mariano, como se afirma explícitamente en la encíclica Redemptoris Mater: «Aunque experimentamos todavía los dolorosos efectos de la separación, acaecida algunas décadas más tarde, podemos decir que ante la Madre de Cristo nos sentimos verdaderos hermanos y hermanas en el ámbito de aquel pueblo mesiánico, llamado a ser una única familia de Dios en la tierra» [25].

El Verbo encarnado, que ella dio a luz, permanece para siempre en su corazón, como bien lo manifiesta el famoso icono Znamenie, que representa a la Virgen orante con el Verbo de Dios grabado sobre su corazón. La oración de María se apoya de modo singular en el poder mismo de Dios: es una ayuda y una fuerza de orden superior para la salvación de los cristianos. «¿Por qué, pues, no mirar hacia ella todos juntos como a nuestra Madre común, que reza por la unidad de la familia de Dios y que «precede» a todos al frente del largo séquito de los testigos de la fe en el único Señor, el Hijo de Dios, concebido en su seno virginal por obra del Espíritu Santo?» [26].

A nuestros hermanos y hermanas en la fe deseamos que el patrimonio milenario del evangelio, de la cruz, de la resurrección y de Pentecostés no deje de ser «camino verdad y vida» (cf. Jn 14, 6) para todas las generaciones futuras.

Por esto elevamos con todo el corazón nuestra plegaria a la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.

Dado en Roma, junto a san Pedro, el día 25 de enero, fiesta de la Conversión del apóstol san Pablo, del año 1988 décimo de mi Pontificado.

IOANNES PAULUS PP. II


Notas

[1] Cf. Carta al Card. Eugenio Tisserant, Secretario de la S. Congregación para la Iglesia Oriental (12 de mayo de 1939): AAS 31 (1939), pp. 258-259.

[2] Oración para la bendición del agua bautismal, cuyo testimonio más antiguo se halla en el cód. Vat. Barberini griego 336, p 201. Véase, además, en el Trebnik (éd. synodale, Moscou, 1906, 2éme partie, fol. 209 v.-220, cf. fol. 216) la bendición solemne del agua bautismal en el día de la Epifanía.

[3] Cf. el Típico de la Grande Iglesia, ed. J. Mateos en "Orientalia Christiana Analecta" 116, Roma, 1963, pp. 86-88. No era menor el esplendor del rito del bautismo en Roma, como se puede ver en los Ordines romani de la Alta Edad Media.

[4] Cf. la Carta encíclica con la que el patriarca Focio, el año 867 anuncia que la gente llamada Rhos había aceptado un obispo: ep. I 13: PG 102, 736-737; cf. también Les regestes des actes du patriarcat de Constantinople I, II (Les regestes de 715 a 1043) de V. Grumel, París, 1936, n. 481, pp. 88-89.

[5] Povest' Vremennykh Let, ed. D.C. Likhacev, Moscú-Leningrado, 1950, pp. 235ss.

[6] Cf. Filaret Gumilevskyj, Vidas de los Santos, t. julio, San Petersburgo, 1900, p. 106 (en ruso).

[7] Véase, al respecto, la narración de la Povest' Vremennykh Let, citada anteriormente.

[8] 8 Carta enc. Slavorum apostoli, 12: AAS 77 (1985), p. 793.

[9] Cf. enc. Slavorum apostoli, nn. 11-13: AAS 77 (1985). PP. 791-796.

[10]  La noticia aparece en algunas fuentes alemanas: por ejemplo, Lamperti Monachi Hersfeldensis opera, ed. O. Holder-Egger, 1894, p.38.

[11] Cf. la Nikonovskaja Letopis ad 6494, en "Polnoe sobranie russkich letopisej", IX, San Petersburgo, 1862, p. 57.

[12] Cf. Petri Damiani Vita beati Romualdi, c. XXVII: PL 144, 978 (edición crítica de G. Tabacco, en "Fonti per la storia d'Italia", 94, Roma, 1957, p. 58).

[13] Cf. Gregorii VII registrum, II, 74, ed. E. Caspar, en "Epistulae selectae in usum scholarum ex Monumentis Germaniae Historicis separatim editae", t. II, reedición 1955, pp. 236-237.

[14] Decr. Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, 14.

[15] Decr. Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, 15.

[16]  Decr. Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, 17.

[17] Cf. Acta Sanctorum, Septembris 2, Venecia, 1756. pp. 633-644.

[18] Antonio de Kiev (983-1074). Padre del monaquismo ruso. Fundó el monasterio de las Grutas en Kiev, floreciente hasta la revolución bolchevique.

[19] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 13.

[20]  Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 14.

[21] Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 16.

[22] Cf. Carta enc. Redemptoris Mater, 34: AAS 79 (1987), p. 406.

[23] Cf. decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 15.

[24] Cf. decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 14.

[25] Carta enc. Redemptoris Mater, 50: AAS 79 (1987), p. 429.

[26] Carta enc. Redemptoris Mater, 30: AAS 79 (1987), p. 402.

 



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