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CARTA APÓSTOLICA
«PLURIMUM SIGNIFICANS»
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN EL XVI CENTENARIO DE LA ELEVACIÓN
DE SAN GREGORIO MAGNO AL PONTIFICADO

 

 

A todos los obispos, sacerdotes y fieles de la Iglesia
con ocasión del XIV centenario de la elevación
de san Gregorio Magno al pontificado

El ya cercano décimo cuarto centenario de la elección de san Gregorio Magno como Obispo de Roma es una circunstancia significativa y digna de ser recordada a todos los fieles de la Iglesia y, especialmente, a los obispos y a los sacerdotes. Su título de honor, que ha transmitido su grandeza a la historia; su intenso sentido pastoral, que en él siempre prevaleció, como criterio primario de referencia y como deber irrenunciable, sobre las ocupaciones y las atribuciones civiles que tuvo que desempeñar; el envío de Agustín y de sus monjes a los Anglos para llevar a cabo una valiente y fecunda misión evangelizadora: son algunos de los aspectos más destacados de su personalidad singular que merecen una especial mención, pues resultan ejemplares aún hoy a pesar de los muchos siglos que han transcurrido desde su tiempo.

La figura de Gregorio en sus aspectos humanos y sacerdotales despierta también hoy nuestra admiración y, a pesar del clima sociocultural tan cambiado, por no decir nuevo, se presenta como válido testimonio de fidelidad evangélica y estímulo poderoso a nuestro celo y a nuestra inventiva de pastores de almas.

Servus servorum Dei: es sabido que este título, escogido por él desde que era diácono y usado en muchas de sus cartas, se convirtió a continuación en un título tradicional y casi una definición de la persona del Obispo de Roma. Y también es cierto que por sincera humildad él lo hizo lema de su ministerio y que, precisamente por razón de su función universal en la Iglesia de Cristo, siempre se consideró y se mostró como el máximo y primer siervo, siervo de los siervos de Dios, siervo de todos a ejemplo de Cristo mismo, quien había afirmado explícitamente que "no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mt 20, 28). Profundísima fue, por tanto, la conciencia de la dignidad del Papado, que aceptó con gran temor tras haber intentado en vano evitarla permaneciendo escondido; pero, al mismo tiempo, fue clarísima la conciencia de su deber de servir, pues estaba convencido de que toda autoridad, sobre todo en la Iglesia, es esencialmente un servicio; convicción que trató de infundir a los demás.

Esa concepción de su propia función pontificia y, por analogía, de todo ministerio pastoral se resume en la palabra responsabilidad: quien desempeña algún ministerio eclesiástico debe responder de lo que hace no sólo ante los hombres, no sólo ante las almas que le fueron confiadas, sino también y en primer lugar ante Dios y ante su Hijo, en cuyo nombre actúa cada vez que distribuye los tesoros sobrenaturales de la gracia, anuncia las verdades del Evangelio y realiza actividades directivas o de gobierno.

Encontramos una confirmación de esta misma concepción, que es conciencia vigilante de responsabilidad personal, no sólo en el trabajo realizado durante los años de su pontificado, sino también en sus escritos, especialmente en aquel que fue durante siglos y sigue siendo aún hoy un texto incomparable para los pastores de almas, muy recomendado por muchos sínodos y concilios. Algunas afirmaciones de la Regla pastoral de san Gregorio nos resultan familiares, como su definición de la dirección de las almas como "la más elevada de las artes"; y no se han de olvidar las severas palabras de amonestación que la preceden y la siguen. "¿Por qué, pues, algunos osan asumir sin preparación el magisterio pastoral?... Con frecuencia uno que no ha conocido nunca las leyes del espíritu no teme presentarse como médico de las almas". Y también: "Nadie comete un mal mayor en la Iglesia, que quien vive en la inmoralidad, habiendo recibido un nombre santo y orden sagrado" (cf. Regla pastoral, I, cc. 1. 2).

A veinticinco años de distancia de la conclusión del Concilio Vaticano II, que no tanto por un juicio reductivo ni superficial, sino más bien por una precisa elección operativa como respuesta a las instancias de los tiempos modernos, se definió "pastoral", y por tanto se orientó propiamente al servicio del Evangelio de la salvación, será muy útil y oportuno volver a tomar en las manos este libro realmente áureo, para sacar de él enseñanzas aún válidas y directrices prácticas de experiencia pastoral y, por decir así, los sectores mismos de un arte que es indispensable aprender para poderlo luego ejercitar.

La misión a la "gens Anglorum" querida con feliz intuición pastoral por Gregorio y realizada por el monje Agustín, me brinda la ocasión de hacer una consideración de carácter ecuménico, que deseo proponer no sólo a los fieles de la Iglesia católica, sino también a los hermanos y a las hermanas de la Comunión anglicana. ¡Con cuánta conmoción se leen en la obra histórica de san Beda el Venerable las páginas dedicadas a la llegada del siervo de Dios Agustín y de sus monjes a Bretaña, y a las continuas solicitudes que mostraba hacia ellos y hacia su empresa el pontífice de Roma, siguiéndolos con mirada amorosa y vigilante! "Peregrinación peligrosa, laboriosa e incierta", que los misioneros incluso habían pensado interrumpir, pero que continuaron gracias a la palabra de aliento de quien los había enviado y los impulsaba a que "con todo empeño y fervor" llevaran a cabo la obra ya comenzada. La empresa, auxiliante Domino, tuvo pleno éxito, y su desenlace fue la pacífica conquista de la isla para el reino de Cristo. Así se explica el recuerdo, inspirado en la gratitud y en el afecto, que en el mismo escrito se dedica a la muerte del santo: " Con razón —dice el texto— podemos y debemos considerarlo como nuestro apóstol, porque... de nuestra nación, antes sometida a los ídolos, él hizo una Iglesia de Cristo; por consiguiente, es lícito aplicarle las palabras del Apóstol (cf. 1Co 9, 2): Si para otros no es apóstol, para nosotros sí que lo es. En efecto, somos nosotros, en el Señor, el sello de su apostolado» (cf. Historia ecclesiastica gentis Anglorum, I, c. 23 ss.; II, c. 1).

Este sagrado "sello" dura aún; y, no sólo por las razones expuestas y las conexiones históricas, sino también por los múltiples vínculos que han quedado tras los acontecimientos que supusieron la dolorosa separación, puede todavía actuar eficazmente e impulsarnos a encontrar de nuevo, según la caridad y la verdad, los caminos benditos de la unión y del entendimiento fraterno. A Gregorio miran, con inalterable admiración y veneración, anglicanos y católicos, los cuales en el camino emprendido hacia la búsqueda ecuménica pueden contemplar su figura de pastor solícito y escuchar de nuevo su palabra que los tranquiliza, los alienta y los anima.

Pero hay tres circunstancias que hacen aún más actual el mensaje de este gran Pontífice. Como su ciudadanía romana y su pertenencia a una de las familias más antiguas e ilustres lo hicieron especialmente sensible a las necesidades de la Urbe, así su vocación cristiana y su misión pontificia lo llevaron a obrar incansablemente por el bien de la Iglesia universal. Esa múltiple solicitud constituye una clara indicación con vistas a tres acontecimientos eclesiales próximos, que ya he anunciado: el Sínodo de la diócesis de Roma, ya en fase bastante avanzada; la celebración, aún más cercana del Sínodo de los obispos, en una sesión dedicada a la formación de los sacerdotes en el mundo de hoy; y la especial Asamblea sinodal de los obispos de Europa.

Valga el recuerdo del gran pastor para sostener el empeño de su sucesor, de los obispos, sus colaboradores, de los párrocos y de todos cuantos —sacerdotes, religiosos y laicos— se ocupan directamente del trabajo pastoral en Roma y en su distrito, y para darles intuición y valentía a fin de afrontar los graves problemas de orden religioso, moral y espiritual, vinculados al crecimiento urbano, a la transformación cultural y a los mismos problemas de orden civil y administrativo. Lo que él hizo por "su" Roma en tiempos muy difíciles nos sugiere un suplemento de celo, nos impulsa a multiplicar las energías para que las iniciativas promovidas o por promover sean bien coordinadas y bien dirigidas, a fin de que en el cuadro de la actual ciudad de Roma permanezca invariable y resplandeciente el rostro de la Roma cristiana.

Con respecto al tema propuesto a la reflexión sinodal de octubre, yo considero que la lección de san Gregorio como maestro de vida pastoral sigue siendo perennemente válida y sumamente útil para la formación de los sacerdotes. En efecto esa lección comprende también y recomienda de forma específica una adecuada y esmerada preparación para el ejercicio del "arte" pastoral; prevé y recomienda igualmente la capacidad de adaptarse a las diversas situaciones, de conocer a fondo las circunstancias internas y externas, personales y ambientales, en las que los pastores están llamados a realizar su obra; y sobre todo subraya y recuerda que el gobierno de las almas con su carga de ocupaciones y preocupaciones, lejos de disipar la vida interior, debe nacer de ella. De este "centro", es decir del corazón del pastor, iluminado por la luz de la fe y sostenido por la llama de la caridad, toma forma cualquier iniciativa de bien. Por tanto, en él deberá inspirarse y a él referirse el trabajo de formación del futuro sacerdote, que sólo así podrá llegar a ser, una vez inmerso en el trabajo del ministerio, un buen pastor de su rebaño.

El especial Sínodo de los obispos europeos —como ya he tenido ocasión de subrayar— deberá responder a dos preguntas principales: la primera, que se refiere al pasado, acerca de los "dones propios" que las Iglesias de la Europa oriental y las de la Europa occidental han podido y pueden intercambiarse recíprocamente (cf. Lumen gentium, 13); la segunda, proyectada hacia el futuro, acerca del modo de favorecer y de llevar a cabo este recíproco "intercambio de dones" para la nueva evangelización del continente.

Con vistas a esta triple cita invoco la especial protección de san Gregorio Magno para que, juntamente con el ejército de los santos pastores de la Iglesia de Roma, me ayude a mí mismo, y junto conmigo a todos los que en las demás Iglesias diseminadas por el mundo comparten la responsabilidad del trabajo pastoral, a descubrir las nuevas exigencias y los nuevos problemas, a aprovechar las ocasiones que se presenten para responder a esos problemas, a preparar medios y métodos que encaminen a la Iglesia hacia el tercer milenio cristiano, manteniendo intacto el eterno mensaje de la salvación y ofreciéndolo, como incomparable patrimonio de verdad y de gracia, a las futuras generaciones.

Que el ejemplo, aunque sea lejano en el tiempo, del gran Pontífice sostenga nuestros esfuerzos y les dé eficacia para la edificación y el desarrollo de la Iglesia de Cristo.

Con mi bendición apostólica.

Vaticano, 29 de junio —solemnidad de los santos Pedro y Pablo— del año 1990, duodécimo de mi pontificado.

 

JOANNES PAULUS PP. II



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