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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 12 de mayo de 1982

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. ¡Os doy la bienvenida! Me siento feliz de poderme encontrar con vosotros también esta mañana, antes de emprender la peregrinación a Fátima (Portugal), donde pienso llegar esta tarde para estar en aquel santuario mañana, aniversario de la primera aparición de la Virgen, en el ya lejano 1917, y aniversario del percance, para mí especialmente significativo, que tuvo lugar en esta plaza el 13 de mayo de 1981.

Os saludo a todos cordialmente y, mientras invoco sobre cada uno los dones de alegría y de paz que Cristo resucitado ha traído al mundo, os invito a uniros a mí en la plegaria, para obtener de Dios copiosas bendiciones sobre este viaje apostólico, que me llevará a un pueblo de antigua y profunda tradición católica, y que ha ofrecido, a lo largo de los siglos, tantas expresiones vivas de civilización y santidad.

Voy al encuentro de los generosos hijos de Portugal, impulsado por el deseo de testimoniar mi estima y mi afecto, y al mismo tiempo, de "comunicarles algún don espiritual, para que queden confirmados" (cf. Rom 1, 11). Especialmente, voy como peregrino de fraternidad y de paz a la tierra que la Virgen eligió para lanzar al mundo su apremiante llamada a la oración, a la conversión y a la penitencia.

2. Efectivamente, no voy en peregrinación a Fátima únicamente para manifestar mi gratitud a la Virgen. También voy a ese lugar bendito para escuchar de nuevo en nombre de toda la Iglesia, el mensaje que resonó, hace ya 65 años, en los labios de la Madre común, preocupada por la suerte de sus hijos. Ese mensaje se revela hoy más actual y más urgente que nunca. En efecto, ¿cómo no sentirnos preocupados ante la inundación del secularismo y permisivismo, que tan gravemente inciden los valores fundamentales de la norma moral cristiana?

Nos oprime, además, la triste visión de tantos hermanos y hermanas que en la tierra mueren por el hambre, la enfermedad y la droga; nos amarga la constatación de la fascinación que todavía ejercen en el espíritu humano las varias formas de violencia; nos conturba de modo especial el tener que constatar la facilidad con que, incluso hoy, se cede a la ilusión que de la guerra pueda nacer una paz justa y duradera. ¿Cuándo llegarán los hombres a comprender que su dignidad se degrada cada vez que no se hace todo lo posible a fin de que la paz triunfe y reine entre los pueblos y las naciones?

Con estos pensamientos y estos anhelos en el corazón me arrodillare a los pies de María, para implorar su intercesión materna y para ofrecerle, al mismo tiempo, en nombre de todos los hijos de la Iglesia, la promesa de la oración, del arrepentimiento y de la reparación. Confío que este gesto mío sirva para despertar en los creyentes un renovado sentido de responsabilidad, impulsando a cada uno a preguntarse lealmente sobre la propia coherencia con los valores del Evangelio.

Al impartiros ahora mi bendición a todos los que os encontráis aquí y a todos vuestros seres queridos, os exhorto a todos a intensificar la propia devoción a la Virgen, especialmente durante este mes de mayo, que la piedad de los fieles ha querido consagrarle.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

¡Seáis bienvenido todos, queridos peregrinos de lengua española! Me alegro de encontrarme con vosotros, horas antes de emprender mi peregrinación a Portugal.

Os invito a uniros conmigo en acción de gracias y en oración para que, con la ayuda del Señor, este viaje apostólico redunde en frutos de fraternidad y de paz, de conversión y penitencia para los hombres, abriendo confiadamente los corazones al apremiante mensaje de la Virgen de Fátima.

¡A todos mi bendición apostólica!



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