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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de julio de 1983

 

1. "La noche va ya muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz" (Rom 13, 12). La redención, misterio que durante este Año Santo queremos meditar y vivir de un modo extraordinario, ha colocado al hombre en un nuevo estado de vida, lo ha transformado interiormente. Él, por tanto, debe despojarse de las "obras de las tinieblas", es decir, debe "comportarse decentemente" caminando en la luz.

¿Cuál es la luz en que debe vivir el que ha sido redimido? Es la ley de Dios: esa ley que Jesús no ha venido a abolir, sino a llevar a su definitivo cumplimiento (cf. Mt 5, 17).

Cuando el hombre oye hablar de ley moral, piensa casi instintivamente en algo que se opone a su libertad y la mortifica. Pero, por otra parte, cada uno de nosotros se encuentra plenamente en las palabras del Apóstol, que escribe: "Me deleito en la ley de Dios según el hombre interior" (Rom 7, 22). Hay una profunda consonancia entre la parte más verdadera de nosotros mismos y lo que la ley de Dios nos manda, a pesar de que, para usar todavía las palabras del Apóstol, "en mis miembros siento otra ley que repugna a la ley de mi mente" (ib., 23). El fruto de la redención es la liberación del hombre de esta situación dramática y su capacitación para un comportamiento honrado, digno de un hijo de la luz.

2. Obsérvese que el Apóstol llama a la ley de Dios "ley de mi mente". La ley moral es, al mismo tiempo, ley de Dios y ley del hombre. Para comprender esta verdad, debemos volver continuamente, en el fondo de nuestro corazón, a la primera verdad del Credo: "Creo en Dios Padre... creador". Dios crea al hombre, y éste, como toda creatura, se encuentra sostenido por la Providencia de Dios, porque el Señor no abandona ninguna de las obras de sus manos creadoras. Esto significa que Él se cuida de su creatura, conduciéndola —con fuerza y suavidad— a su fin propio, en que ella alcanza la plenitud de su ser. Porque Dios no se muestra envidioso de la felicidad de sus creaturas, sino que desea que vivan en plenitud. También el hombre, y sobre todo el hombre, es objeto de la Providencia divina: es guiado por la Providencia divina a su fin último, a la comunión con Dios y con las demás personas humanas en la vida eterna. En esta comunión el hombre alcanza la plenitud de su ser personal.

Es la misma e idéntica la lluvia que fecunda la tierra; es la misma e idéntica la luz del sol que genera la vida de la naturaleza. Sin embargo, una y otra no impiden la variedad de los seres vivientes: cada uno de ellos crece según su propia especie, aunque sean idénticas la lluvia y la luz. Esto es una pálida imagen de la Sabiduría providente de Dios: ella conduce a toda creatura según el modo conveniente a la naturaleza que es propia de cada una. El hombre está sujeto a la Providencia de Dios en cuanto hombre, es decir, en cuanto sujeto inteligente y libre. Como tal, está en disposición de participar en el proyecto providencial descubriendo sus líneas esenciales inscritas en su mismo ser humano. Este proyecto creador de Dios, en cuanto es conocido y participado por el hombre, es lo que llamamos ley moral. La ley moral es, pues, la expresión de las exigencias de la persona humana, que ha sido pensada y querida por la Sabiduría creadora de Dios, como destinada a la comunión con Él.

3. Esta ley es la ley del hombre ("la ley de mi mente", dice el Apóstol), o sea, una ley que es propia del hombre: sólo el hombre está sujeto a la ley moral, y en ello está su dignidad verdadera. En efecto, sólo el hombre, en cuanto sujeto personal —inteligente y libre— es partícipe de la Providencia de Dios, está aliado conscientemente con la Sabiduría creadora. El código de esta alianza no está escrito primariamente en los libros, sino en la mente del hombre ("la ley de mi mente"), es decir, en esa parte de su ser gracias a la cual él es constituido a "imagen y semejanza de Dios".

Vosotros, hermanos —dice el Apóstol Pablo— habéis sido llamados a la libertad; pero cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne, antes servíos unos a otros por la caridad... Pero si mutuamente os mordéis y os devoráis, mirad no acabéis por consumiros unos a otros" (Gál 5, 13 y 15).

La libertad, vivida como poder desvinculado de la ley moral, se revela como poder destructor del hombre: de sí mismo y de los demás. "Mirad no acabéis por consumiros unos a otros", nos advierte el Apóstol. Este es el resultado final del ejercicio de la libertad contra la ley moral: la destrucción recíproca. Por tanto, más que contraponerse a la libertad, la ley moral es la que garantiza la libertad, la que hace que sea verdadera, no una máscara de libertad: el poder de realizar el propio ser personal según la verdad.

Esta subordinación de la libertad a la verdad de la ley moral no debe, por otra parte, reducirse sólo a las intenciones de nuestro obrar. No es suficiente tener la intención de obrar rectamente para que nuestra acción sea objetivamente recta, es decir, conforme a la ley moral. Se puede obrar con la intención de realizarse uno a sí mismo y de hacer crecer a los demás en humanidad: pero la intención no es suficiente para que en realidad nuestra persona o la de otro se reconozca en su obrar. La verdad expresada por la ley moral es la verdad del ser, tal como es pensado y querido no por nosotros, sino por Dios que nos ha creado. La ley moral es la ley del hombre, porque es la ley de Dios.

La redención, restituyendo plenamente al hombre a su verdad y a su libertad, le devuelve la plena dignidad de persona. La redención reconstruye así la Alianza de la persona humana con la Sabiduría creadora.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

En la lectura bíblica de esta Audiencia, tomada de la Carta a los Romanos, San Pablo nos exhortaba a abandonar las obras del mal y a vivir honestamente, como hijos de la luz.

Esto significa que el cristiano, criatura de Dios y redimido por Cristo, ha de ajustar sus acciones a la norma moral que Dios nos da. Lo cual no es contrario a nuestra libertad, sino que nos procura la verdadera libertad interior, que no puede prescindir de las exigencias de nuestro ser íntimo ni de la ley de Dios. Por ello, nuestro obrar será bueno cuando no sólo las intenciones, sino las acciones estén de acuerdo con la ley moral de Dios, que es a la vez la ley de la plena dignidad del hombre redimido por Cristo.

Saludo ahora a todas las personas y grupos de lengua española de las varias diócesis, parroquias, colegios y asociaciones de España y de América Latina.

Un saludo especial a las religiosas, entre ellas a las Agustinas Misioneras que celebran su Capítulo General. También a los componentes de la Escolanía de Moncada, Barcelona. Me alegra este encuentro, que completa el que estaba programado junto a la Sagrada Familia. Gracias por vuestros cantos, y para todos los presentes de lengua española mi cordial Bendición.

 



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