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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 16 de agosto de 1989

 

Pentecostés, Pueblo de Dios, pueblo santo

1. El día de Pentecostés en Jerusalén los Apóstoles, y con ellos la primera comunidad de los discípulos de Cristo, reunidos en el Cenáculo en compañía de María, Madre del Señor, reciben el Espíritu Santo. Se cumple así por ellos la promesa que Cristo les confió al partir de este mundo para volver al Padre. Ese día se revela al mundo la Iglesia, que había brotado de la muerte del Redentor. Hablaré de esto en la próxima catequesis.

Ahora quisiera mostrar que la venida del Espíritu Santo, como realización de la Nueva Alianza “en la sangre de Cristo”, da inicio al nuevo Pueblo de Dios. Este Pueblo es la comunidad de aquellos que han sido “santificados en Cristo Jesús” (1 Co 1, 2); de aquellos de los que Cristo hizo “un reino de sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 1, 6; cf. 5, 10; 1 P 2, 9). Todo esto sucedió en virtud del Espíritu Santo.

2. Para captar plenamente el significado de esta verdad, anunciada por los apóstoles Pedro y Pablo y por el Apocalipsis, es preciso volver un momento a la institución de la Antigua Alianza entre Dios-Señor e Israel, representado por su jefe Moisés, tras la liberación de la esclavitud de Egipto. Los textos que nos hablan de ella indican claramente que la alianza establecida entonces no se reducía sólo a un pacto fundado sobre compromisos bilaterales: Dios-Señor es quien elige a Israel como su pueblo, de forma que el pueblo se convierte en su propiedad, mientras Él mismo será de ahora en adelante “su Dios”.

Por tanto, leemos: “Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra: seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex 19, 5). En el libro del Deuteronomio encontramos la repetición y la confirmación de lo que Dios proclama en el Éxodo. “Tú (Israel) eres un pueblo consagrado a Yahvé; él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra” (Dt 7, 6; análogamente 26, 18). (Conviene notar que la expresión ‘segullah’ significa ‘tesoro personal del rey’).

3. Esta elección por parte de Dios brota total y exclusivamente de su amor: un amor del todo gratuito. Leemos: “No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahvé de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres, por eso os ha sacado Yahveh con mano fuerte y os ha librado de la casa de servidumbre” (Dt 7, 7-8). Lo mismo expresa con lenguaje imaginativo el Libro del Éxodo: “Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí” (Ex 19, 4).

Dios actúa por amor gratuito. Este amor vincula a Israel con Dios-Señor de modo especial y excepcional. Por él Israel se ha convertido en propiedad de Dios. Pero este amor exige la reciprocidad, y por tanto una respuesta de amor por parte de Israel: “Amarás a Yahvé tu Dios” (Dt 6, 5).

4. Así, en la Alianza nace un nuevo pueblo, que es el Pueblo de Dios. Ser “propiedad” de Dios-Señor quiere decir estar “consagrado” a Él, ser un “pueblo santo”. Y lo que, por intermedio de Moisés, Dios-Señor hace saber a toda la comunidad de los israelitas: “Sed santos, porque Yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo” (Lv 19, 2). Con la misma elección Dios se da a su pueblo en lo que le es más propio, la santidad, y la pide a Israel como cualidad de vida.

Como pueblo “consagrado” a Dios, Israel está llamado a ser un “pueblo de sacerdotes”: “Vosotros seréis llamados ‘sacerdotes de Yahvé’, ‘ministros de nuestro Dios se os llamará’ ” (Is 61, 6).

5. La Nueva Alianza ―nueva y eterna― es establecida “en la sangre de Cristo” (Cfr. 1 Co 11, 25). En virtud de este sacrificio redentor, el “nuevo Consolador” (Parákletos) (cf. Jn 14, 16) ―el Espíritu Santo― es dado a aquellos “que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos” (1 Co 1, 2). “A todos los amados de Dios... y santos por vocación” (Rm 1, 7), como escribe San Pablo al dirigir su Carta a los cristianos de Roma. De igual forma se expresará también con los corintios: “...a la Iglesia de Dios que está en Corinto, con todos los santos que están en toda Acaya” (2 Co 1, 1 ); con los filipenses: “a todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos” (Flp 1, 1); con los colosenses: “a los santos de Colosas, hermanos fieles en Cristo” (Col 1, 2); o con los de Éfeso: “a los santos y fieles en Cristo Jesús” (Ef 1, 1).

Encontramos el mismo modo de hablar en los Hechos de los Apóstoles: “Pedro... bajó también a visitar a los santos que habitaban en Lida” (Hch 9, 32; cfr. 9, 41; y también 9, 13 “a tus santos en Jerusalén”).

En todos estos casos se trata de los cristianos, o de los “fieles”, es decir, de los “hermanos” que han recibido el Espíritu Santo. Es precisamente Él, el Espíritu Santo, el artífice directo de aquella santidad, sobre la que ―mediante la participación en la santidad de Dios mismo―, se edifica toda la vida cristiana: “...habéis sido santificados... en el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co 6, 11; cf. 2 Ts 2, 13; 1 P 1, 2).

6. Lo mismo hay que decir de la consagración que, en virtud del Espíritu Santo, hace que los bautizados se conviertan en “un reino de sacerdotes para su Dios y Padre” (cf. Ap 1, 6; 5, 10; 20, 6). La primera Carta de Pedro desarrolla ampliamente esta verdad: “También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo” (1 P 2, 5). “ ...Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, par anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz” (1 P 2, 9). Y sabemos que “los ha llamado” con la voz del Evangelio “en el Espíritu Santo, enviado desde el cielo” (1 P 1, 12).

7. La Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II ha enunciado esta verdad con las siguientes palabras: “Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5, 1-5), de su nuevo pueblo hizo... un reino y sacerdotes para Dios, su Padre (Ap 1, 6; cf. 5, 9-10). Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan a sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2, 4-10)” (n. 10).

Tocamos aquí la esencia más íntima de la Iglesia como “Pueblo de Dios” y comunidad de santos, sobre la cual volveremos en la próxima catequesis. Los textos citados, sin embargo, aclaran desde ahora que en la condición de santidad y de consagración del “Pueblo nuevo” se expresa “la unción”, es decir, el poder y la acción del Espíritu Santo.


Saludos

Me es grato saludar a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los peregrinos de América Latina y España presentes en esta Audiencia.

De modo especial, mi cordial saludo se dirige a las Religiosas Franciscanas Misioneras de María. También saludo con afecto a la peregrinación mexicana de Tepa, a los profesores y a los alumnos del Centro Universitario de México, al Grupo de Folklore “Ciudad de Guadalajara”, así como a las jóvenes quinceañeras. Como recuerdo de vuestra visita a la tumba del Apóstol Pedro, os animo a amar cada vez más a Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, nuestro Amigo por excelencia. El intercede constantemente por todos ante el Padre. ¡Amadlo de verdad y seguidlo con decisión!

A vosotros y a vuestras familias imparto complacido la bendición apostólica.



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