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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 22 de noviembre de 1989

 

Pentecostés y presencia del único Reino de Cristo en la historia humana

1. Como hemos visto en el progresivo desarrollo de las catequesis pneumatológicas, en el día de Pentecostés el Espíritu Santo se revela en su potencia salvífica. Se revela como “otro Paráclito” (Jn 14, 16) que “procede del Padre” (Jn 15, 26) y “que el Padre enviará en el nombre del Hijo” (Jn 14, 26). Se revela como “Alguien” distinto del Padre y del Hijo, y al mismo tiempo de la misma sustancia que ellos. Se revela por obra del Hijo, aunque permanece invisible. Se revela por medio de su potencia con una acción propia, distinta de la del Hijo y al mismo tiempo íntimamente unida a Él. Así es el Espíritu Santo según el anuncio de Cristo la víspera de su pasión: “Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16, 14); “no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir” (Jn 16, 13).

El Paráclito-Consolador no sustituye a Cristo, viene después de Él en virtud de su sacrificio redentor. Viene para que Cristo pueda permanecer en la Iglesia y actuar en Ella como Redentor y Señor.

2. Escribí en la Encíclica Dominum et vivificantem : “Entre el Espíritu Santo y Cristo subsiste... en la economía de la salvación una relación íntima por la cual el Espíritu actúa en la historia del hombre como ‘otro Paráclito’, asegurando de modo permanente la transmisión y la irradiación de la Buena Nueva revelada por Jesús de Nazaret. Así, resplandece la gloria de Cristo en el Espíritu Santo Paráclito, que en el misterio y en la actividad de la Iglesia continúa incesantemente la presencia histórica del Redentor sobre la tierra y su obra salvífica, como lo atestiguan las siguientes palabras de Juan: ‘Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros’” (n. 7).

3. La verdad contenida en esta promesa de Jesús en Pentecostés resulta transparente: el Espíritu Santo “revela” plenamente el misterio de Cristo, su misión mesiánica y redentora. La Iglesia primitiva tiene conciencia de este hecho, como se deduce del primer kerygma de Pedro y de muchos episodios sucesivos, anotados en los Hechos de los Apóstoles.

En el día de Pentecostés es significativo el hecho de que Pedro, respondiendo a la pregunta de sus oyentes “¿Qué hemos de hacer?” los exhorta: “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo” (Hch 2, 38). Ya se sabe que Jesús, enviando a los Apóstoles a todo el mundo, les había ordenado que administraran el bautismo “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). Pedro se hace eco fiel de aquella palabra del Maestro y el resultado es que, en la circunstancia, “unas tres mil almas” (Hch 2, 41) son bautizadas “en el nombre de Jesucristo” (Hch 2, 38). Esta expresión, “en el nombre de Jesucristo”, representa la clave para entrar con la fe en la plenitud del misterio trinitario y llegar a ser posesión de Cristo, como personas consagradas a Él. En este sentido los Hechos hablan de la invocación del nombre de Jesús para recibir la salvación (cf. 2, 21; 3, 16; 4, 10-12; 8, 16; 10, 48; 19, 5; 22, 16), y San Pablo en sus Cartas insiste en la misma exigencia de orden salvífico (cf. Rm 6, 3; 1 Co 6, 11; Ga 3, 27; cf. también St 2, 7). El bautismo “en el Espíritu Santo”, conferido “en el nombre de Cristo”, hace concreto el don trinitario que Jesús mismo prometió la tarde de la Última Cena, cuando dijo a los Apóstoles: “El Espíritu de la verdad... me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16, 13-15).

4. También en todas las acciones realizadas después de Pentecostés bajo el influjo del Espíritu Santo, los Apóstoles se refieren a Cristo como a razón, a principio, a potencia operante. Así, en la curación del tullido que se encontraba “junto a la puerta del Templo llamada Hermosa” (Hch 3, 2), Pedro le dice: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar” (Hch 3, 6). Este signo atrae bajo el pórtico a muchas personas, y Pedro les habla, como el día de Pentecostés, del Cristo crucificado que “Dios... resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello” (Hch 3, 15). Es la fe en Cristo la que curó al tullido: “Y por la fe en su nombre, este mismo nombre ha restablecido a éste que vosotros veis y conocéis; es, pues, la fe dada por su medio la que le ha restablecido totalmente ante todos vosotros” (Hch 3, 16).

5. Cuando los Apóstoles fueron convocados por primera vez ante el Sanedrín, “Pedro, lleno del Espíritu Santo”, en presencia de los “jefes del pueblo y de los ancianos” (cf. Hch 4, 8) dio una vez más testimonio de Cristo crucificado y resucitado, y concluyó su respuesta a los sanedritas de la siguiente manera: “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4, 12). Cuando fueron “puestos en libertad”, el autor de los Hechos narra que volvieron “a los suyos” y con ellos dieron gloria al Señor (Hch 4, 23-24). Luego hubo una especie de Pentecostés menor: “Acabada su oración, retembló el lugar donde estaban reunidos, y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y predicaban la Palabra de Dios con valentía” (Hch 4, 31). Y también a continuación, en la primera comunidad cristiana y ante el pueblo, “los Apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía” (Hch 4, 33).

Manifestación particular de este intrépido testimonio de Cristo será el diácono Esteban, el primer mártir, del que leemos, en la narración de su muerte: “Él, lleno del Espíritu Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en pie a la diestra de Dios; y dijo: ‘Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de Dios’. Entonces, gritando fuertemente, se taparon sus oídos y se precipitaron todos a una sobre él” (Hch 7, 55-59).

6. De estas y de otras narraciones de los Hechos resulta claramente que la enseñanza impartida por los Apóstoles bajo el influjo del Espíritu Santo tiene su punto de referencia, su clave de bóveda en Cristo. El Espíritu Santo permite a los Apóstoles y a sus discípulos penetrar en la verdad del Evangelio anunciado por Cristo, y en particular en su misterio pascual. Enciende en ellos el amor a Cristo hasta el sacrificio de su vida. Hace que la Iglesia realice, desde el principio, el Reino traído por Cristo. Y este Reino, bajo la acción del Espíritu Santo y con la colaboración de los Apóstoles, de sus sucesores y de toda la Iglesia, se desarrollará en la historia hasta el fin de los tiempos.

En los Evangelios, en los Hechos y en las Cartas de los Apóstoles no hay trazas de utopismo pneumatológico, para el que al Reino del Padre (Antiguo Testamento) y de Cristo (Nuevo Testamento) debería suceder un Reino del Espíritu Santo, representado por los pretendidos “espirituales” libres de toda la ley, incluso de la ley evangélica predicada por Jesús. Como escribe Santo Tomás de Aquino, “la antigua ley no era sólo del Padre, sino también del Hijo, puesto que la antigua ley prefiguraba a Cristo... Así también la nueva ley no es sólo de Cristo, sino también del Espíritu Santo, según la expresión paulina: ‘La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús’ (Rm 8, 2). Por esto no hay que esperar otra ley que sea del Espíritu Santo” (I-II, q. 106, a. 4, ad 3). Fueron algunos medievales los que soñaron y predijeron, sobre la base de las especulaciones apocalípticas del piadoso monje calabrés Joaquín de Fiore († 1202), el acontecimiento de un “tercer Reino”, en el que se llevaría a cabo la renovación universal que preparará el fin del mundo predicha por Jesús (cf. Mt 24, 14). Pero Santo Tomás hace también notar que “desde el principio de la predicación evangélica, Cristo afirmó: ‘el Reino de los cielos ha llegado’ (Mt 4, 17). Por eso es algo realmente ridículo decir que el Evangelio de Cristo no es el Evangelio del Reino” (I-II, q. 106, a. 4, ad 4). Es uno de los rarísimos casos en que el Santo Doctor usó palabras severas al juzgar una opinión errónea, porque en el siglo XIII estaba viva la polémica suscitada por las elucubraciones de los “espirituales”, que abusaban de la doctrina de Joaquín de Fiore, y por otra parte él percibía toda la peligrosidad de las pretensiones de los “carismas”, en perjuicio de la causa del Evangelio y del verdadero “Reino de Dios”. Por ello, recordaba la necesidad de la “predicación del Evangelio en todo el mundo con pleno éxito, es decir, con la fundación de la Iglesia en toda nación. Y en tal sentido... el Evangelio no se ha predicado en todo el mundo: y el fin del mundo sucederá después de esta predicación” (I-II, q. 106, a. 4, ad 4).

Esta línea de pensamiento ha sido propia de la Iglesia desde el principio, basándose en el kerygma de Pedro y de los demás Apóstoles, en el que no hay ni sombra siquiera de una dicotomía entre Cristo y el Espíritu Santo, sino más bien confirmación de cuanto Jesús había dicho del Paráclito en la Última Cena: “Él no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16, 13-14).

7. En este punto no podemos menos de alegrarnos del amplio espacio reservado por la teología de nuestros hermanos de Oriente a la reflexión sobre la relación entre Cristo y el Espíritu Santo, relación que encuentra su expresión más íntima en el Cristo-Pneuma después de la resurrección y Pentecostés, según lo que decía San Pablo acerca del “último Adán, espíritu que da vida” (1 Co 15, 45). Es un campo abierto al estudio y a la contemplación del misterio, que es al mismo tiempo cristológico y trinitario. En la Encíclica Dominum et vivificantem se dice: “La suprema y completa autorrevelación de Dios, que se ha realizado en Cristo, atestiguada por la predicación de los Apóstoles, sigue manifestándose en la Iglesia mediante la misión del Paráclito invisible, el Espíritu de la verdad. Cuán íntimamente esta misión esté relacionada con la misión de Cristo y cuán plenamente se fundamente en ella misma, consolidando y desarrollando en la historia sus frutos salvíficos, está expresado con el verbo ‘recibir’: ‘recibirá de lo mío y os lo comunicará’. Jesús, para explicar la palabra ‘recibirá’, poniendo en clara evidencia la unidad divina y trinitaria de la fuente, añade: ‘Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: Recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros’. Tomando de lo ‘mío’, por eso mismo recibirá de ‘lo que es del Padre’” (n. 7).

Reconozcámoslo francamente: este misterio de la presencia trinitaria en la humanidad mediante el Reino de Cristo y del Espíritu es la verdad más bella y más letificante que la Iglesia puede dar al mundo.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo de bienvenida a este encuentro a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a las Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús, provenientes de diversos países, reunidas en Roma para la Tercera Probación. Que este nuevo paso en vuestra vida religiosa os afiance más y más en vuestro amor a Cristo y a la Iglesia.

Un saludo igualmente al grupo de Padres de familia y alumnos de los Colegios Maristas de El Salvador. Os aliento a ser siempre constructores de paz y armonía en la vida familiar y social de vuestro sufrido país, particularmente cercano a mi corazón y a mis plegarias.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



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