JUAN PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 29 de agosto de 1990
La revelación del Espíritu Santo como Persona
1. Después de su resurrección, Jesús se apareció a los once Apóstoles y les dijo: “Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19). El Apóstol y evangelista Mateo es quien, al final de su evangelio, refiere esta orden con que Jesucristo envía a los Apóstoles por todo el mundo para que sean sus testigos y continúen su obra de salvación. A esas palabras corresponde nuestra antiquísima tradición cristiana, según la cual el bautismo se suele administrar en el nombre de la Santísima Trinidad. Pero en el texto de Mateo se halla contenido también el que podemos considerar como último testimonio de la revelación de la verdad trinitaria, que comprende la manifestación del Espíritu Santo como Persona igual al Padre y al Hijo, consustancial a ellos en la unidad de la divinidad.
Esta revelación pertenece al Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento el Espíritu de Dios, en los diversos modos de acción que hemos ilustrado en las catequesis anteriores, era la manifestación del poder, de la sabiduría y de la santidad de Dios. En el Nuevo Testamento se pasa claramente a la revelación del Espíritu Santo como Persona.
2. En efecto, la expresión evangélica de Mateo (28, 19) revela claramente al Espíritu Santo como Persona, porque lo nombra junto a las otras dos Personas de modo idéntico, sin sugerir ninguna diferencia al respecto: “el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo”. Del evangelio de Mateo resulta evidente que el Padre y el Hijo son dos Personas distintas: “el Padre” es aquel a quien Jesús llama “mi Padre celestial” (Mt 15, 13; 16, 17; 18, 35); “el Hijo” es Jesús mismo, designado así por una voz venida del cielo en el momento de su bautismo (Mt 3, 17) y de su transfiguración (Mt 17, 5), y reconocido por Simón Pedro como “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). A estas dos Personas divinas es ahora asociado, de modo idéntico, “el Espíritu Santo”. Esta asociación se hace aún más estrecha por el hecho de que la frase habla del nombre de los Tres, ordenando bautizar a todas las gentes “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. En la Biblia la expresión “en el nombre de” normalmente sólo se usa para referirse a personas. Además, es notable el hecho de que la frase evangélica use el término “nombre” en singular, a pesar de mencionar a varias personas. De todo ello se deduce, de modo inequívoco, que el Espíritu Santo es una tercera Persona divina, estrechamente asociada al Padre y al Hijo, en la unidad de un solo “nombre” divino.
El bautismo cristiano nos coloca en relación personal con las tres Personas divinas, introduciéndonos así en la intimidad de Dios. Y, cada vez que hacemos el signo de la cruz, repetimos la expresión evangélica para renovar nuestra relación con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.
Reconocer al Espíritu Santo como Persona es una condición esencial para la vida cristiana de fe y de caridad.
3. La palabra de Cristo resucitado acerca del bautismo (Mt 28, 19) no carece de preparación en el evangelio de Mateo, pues está en relación con el relato del bautismo de Jesús mismo, donde se nos presenta una teofanía trinitaria: Mateo nos refiere que, cuando Jesús salió del agua, “se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz que salía de los cielos decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3, 16-17). Los otros dos evangelios sinópticos narran la escena de la misma manera (Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22). En ella hallamos una revelación de las tres Personas divinas: la persona de Jesús está indicada con la calificación de Hijo; la persona del Padre se manifiesta por medio de la voz que dice: “Este es mi Hijo amado”; y la persona del Espíritu de Dios aparece diferente del Padre y del Hijo, y en relación con el uno y el otro; con el Padre celeste, porque el Espíritu desciende de los cielos; y con el Hijo, porque viene sobre él. Si en una primera lectura esta interpretación no cobra toda la fuerza de la evidencia, la confrontación con la frase final del evangelio (Mt 28, 19) garantiza su solidez.
4. La luz que nos proporciona la frase final de Mateo nos permite descubrir también en otros textos al Espíritu Santo como Persona. La revelación del Espíritu Santo en su relación con el Padre y con el Hijo se puede ver también en el relato de la anunciación (Lc 1, 26-38).
Según la narración de Lucas, el ángel Gabriel, enviado por Dios a una virgen que llevaba por nombre María, le anunció la voluntad del Padre eterno con las siguientes palabras: “Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo” (Lc 1, 31-32). Y, cuando María preguntó cómo se realizaría eso en su condición virginal, el ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 34-35).
De por sí, este texto no dice que el Espíritu Santo sea una Persona; sólo muestra que es un ser de algún modo distinto del Altísimo, es decir, de Dios Padre, y del Hijo del Altísimo, pero leído, como hacemos espontáneamente, a la luz de la fe “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19), nos revela la unión de las tres Personas divinas en la realización del misterio que se llama Encarnación del Verbo. La Persona del Espíritu Santo contribuyó a esta realización según el designio del Padre, plenamente aceptado por el Hijo. Por obra del Espíritu Santo, el Hijo de Dios, consustancial al Padre eterno, fue concebido como hombre y nació de la Virgen María. En las catequesis precedentes ya hemos hablado de este misterio, que es a la vez cristológico y pneumatológico. Baste aquí poner de relieve que en el acontecimiento de la anunciación se manifiesta el misterio trinitario y, en particular, la Persona del Espíritu Santo.
5. En este punto podemos subrayar también un reflejo de este misterio en la antropología cristiana. En efecto, existe un vínculo entre el nacimiento del Hijo eterno de Dios en la naturaleza humana y el “renacer” de los hijos en el género humano por la adopción divina mediante la gracia. Este vínculo pertenece a la economía de la salvación. Con vistas a él, en la economía sacramental, fue instituido el bautismo.
Por consiguiente, la revelación del Espíritu Santo como Persona subsistente en la unidad trinitaria de la divinidad es puesta de relieve de modo especial en el misterio de la Encarnación del Hijo eterno de Dios y en el misterio de la “adopción” divina de los hijos del género humano. Y en este misterio halla su constante cumplimiento el anuncio de Juan con respecto a Cristo, en el Jordán: “Él os bautizará en Espíritu Santo” (Mt 3, 11). Esta “adopción” sobrenatural se realiza en el orden sacramental precisamente mediante el bautismo “de agua y de Espíritu” (Jn 3, 5).
Saludos
Amadísimos hermanos y hermanas:
Me es grato saludar a los sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los peregrinos de América Latina y España presentes en esta Audiencia. Mi más cordial saludo se dirige también a los grupos de México y Venezuela. A todos agradezco vuestra presencia, a la vez que os aliento a dejaros guiar en todos los momentos de la vida por los designios de Dios, quien siempre busca nuestro bien.
Os imparto de corazón mi bendición apostólica.
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