TOMA DE POSESIÓN DE LA CÁTEDRA DE OBISPO DE ROMA
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
DURANTE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN SAN JUAN DE LETRÁN
Domingo 12 de noviembre de 1978
Queridos hermanos y hermanas:
1. Ha llegado el día en que el Papa Juan Pablo II viene a la basílica de San Juan de Letrán a tomar posesión de la cátedra de Obispo de Roma. Deseo arrodillarme en este lugar y besar el umbral de este templo que desde hace tantos siglos es «morada de Dios entre los hombres» (Ap 21, 3), Dios Salvador con el Pueblo de la Ciudad Eterna, Roma. Con todos los aquí presentes repito las palabras del Salmo:
«Alegreme cuando me dijeron: / "Vamos a la casa de Yavé". / Estuvieron nuestros pies / en tus puertas, ¡oh Jerusalén! / Jerusalén, edificada como ciudad, / bien unida y compacta; / adonde suben las tribus, / las tribus de Yavé. / según la norma (dada) a Israel / para celebrar el nombre de Yavé» (Sal 122/121).
¿No es ésta una imagen del acontecimiento de hoy? Las generaciones antiguas llegaban a este lugar; generaciones de romanos y generaciones de Obispos de Roma, Sucesores de San Pedro; y cantaban este himno de gozo que repito hoy aquí con vosotros. Me uno a estas generaciones yo, nuevo Obispo de Roma Juan Pablo II, polaco de origen. Me detengo en el umbral de este templo y os pido que me acojáis en el nombre del Señor. Os ruego que me acojáis como habéis acogido a mis predecesores a lo largo de todos los siglos; como habéis acogido apenas hace unas semanas a Juan Pablo I, tan amado del mundo entero. Os ruego que me acojáis también a mí.
Dice el Señor: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15, 16). Esto es todo lo que puedo apelar: no estoy aquí por mi voluntad. El Señor me ha elegido. Por tanto, en el nombre del Señor os pido: ¡acogedme!
2. Al mismo tiempo dirijo un saludo cordial a todos. Saludo a los señores cardenales y a los hermanos en el Episcopado que han querido tomar parte en esta ceremonia; y deseo saludar en particular a ti, querido hermano cardenal Vicario, a mons. vicegerente, a los obispos auxiliares de Roma; a vosotros, queridos sacerdotes de esta diócesis mía; a vosotros, hermanas y hermanos de tantas órdenes y congregaciones religiosas. Dirijo un saludo respetuoso a las autoridades gubernativas y civiles, con agradecimiento especial a las delegaciones aquí presentes. Os saludo a todos, y este "todos". quiere decir "a cada uno en particular". Aunque no pronuncie vuestros nombres uno por uno, quiero saludar a cada uno llamándole por su nombre. ¡Vosotros, romanos! ¿A cuántos siglos se remonta este saludo? Es un saludo que nos lleva a los difíciles comienzos de la fe y de la Iglesia, la cual precisamente aquí, en la capital del antiguo Imperio, durante tres siglos superó su prueba de fuego: prueba de vida. Y de ella salió victoriosa. ¡Gloria a los mártires y confesores! ¡Gloria a Roma santa! ¡Gloria a los Apóstoles del Señor! ¡Gloria a las catacumbas y a las basílicas de la Ciudad Eterna!
3. Entrando hoy en la basílica de San Juan de Letrán se me presenta ante los ojos el momento en que María traspasa el umbral de la casa de Zacarías para saludar a Isabel, madre de Juan. Escribe el Evangelista que ante este saludo «el niño... exultó en su seno» (Lc 1, 41); y ya desde los tiempos más remotos, muchos Padres y escritores añaden que en aquel instante. Juan recibió la gracia del Salvador. Y por ello, él mismo lo anunció el primero. El, el primero con todo el pueblo de Israel, le esperó a orillas del Jordán. Y ha sido él quien lo ha mostrado al pueblo con las palabras: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29). Cordero de Dios significa Redentor, significa ¡Salvador del mundo!
Es muy acertado que esta basílica dedicada a San Juan Bautista, además de a San Juan Evangelista, esté consagrada al Santísimo Salvador. Es como si también hoy oyéramos resonar esta voz a orillas del Jordán, al igual que a través de los siglos. La voz del Precursor, la voz del Profeta, la voz del Amigo, del Esposo. Así dijo Juan: «Preciso es que El crezca y yo mengüe» (Jn 3, 30). Esta primera confesión de la fe en Cristo Salvador fue como la llave que cerró la Antigua Alianza, tiempo de esperanza, y abrió la Alianza Nueva, tiempo de cumplimiento. Esta primera confesión fundamental de la fe en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, la habían oído ya a orillas del Jordán los futuros Apóstoles de Cristo. También la oyó probablemente Simón Pedro. Ello le ayudó a proclamar más tarde en los comienzos de la Nueva Alianza: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Es justo, por tanto, que los Sucesores de Pedro se lleguen a este lugar para recibir la confesión de Juan, como una vez la recibió Pedro: «He aquí el Cordero de Dios», y transmitirla a la nueva era de la Iglesia proclamando: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».
4. En el marco de este maravilloso encuentro de lo antiguo con lo nuevo, hoy, como nuevo Obispo de Roma, deseo dar comienzo a mi ministerio para con el Pueblo de Dios de esta Ciudad y de esta diócesis, que por la misión de Pedro ha llegado a ser la primera en la gran familia de la Iglesia, en la familia de las diócesis hermanas. El contenido esencial de este ministerio es el mandamiento de la caridad: este mandamiento que hace de nosotros los hombres, los amigos de Cristo: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando» (Jn 15, 14). «Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9).
¡Oh Ciudad Eterna, oh queridos hermanos y hermanas, oh ciudadanos de Roma! Vuestro nuevo Obispo desea sobre todo que permanezcamos en el amor de Cristo y que este amor sea siempre más fuerte que nuestras debilidades. Que este amor nos ayude a modelar el rostro espiritual de nuestra comunidad para que ante él desaparezcan los odios y envidias, toda malicia y perversidad, en las cosas grandes y en las pequeñas, en las cuestiones sociales y en las interpersonales. Que lo más fuerte sea el amor. Con qué alegría y cuánto agradecimiento a la vez, he seguido estos últimos días los muchos episodios (la televisión me los ha hecho cercanos) en los que a consecuencia de falta de personal en los hospitales, muchos se ofrecieron voluntarios, adultos y jóvenes en especial, para servir con generosidad a los enfermos. Si tiene su valor la búsqueda de la justicia en la vida profesional, tanto más atento debe estar el amor social. Por tanto, deseo para esta nueva diócesis mía, para Roma, este amor que Cristo ha querido para sus discípulos.
El amor construye, ¡sólo el amor construye!
El odio destruye. El odio no construye nada. Lo único que puede hacer es disgregar. Puede desorganizar la vida social: a lo más. puede hacer presión en los débiles, pero sin edificar nada.
Para Roma, para mi nueva diócesis y, al mismo tiempo, para toda la Iglesia y para el mundo, deseo amor y justicia. Justicia y amor para que podamos construir.
En relación con esta construcción, en la segunda lectura de hoy San Pablo nos enseña, como enseñó hace tiempo a los cristianos de Efeso cuando escribía: «(Cristo) constituyó a los unos apóstoles, a los otros profetas, a éstos evangelistas, a aquéllos pastores y doctores... para la edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12). Y continuando este pensamiento a la luz del Concilio Vaticano II, con referencia en particular al Decreto sobre el Apostolado de los Laicos, yo añadiría que Cristo nos llama para que lleguemos a ser padres, madres de familia, hijos e hijas. ingenieros, abogados, técnicos, científicos, educadores, estudiantes, alumnos. ¡Lo que sea! Cada uno tiene su puesto en esta construcción del Cuerpo de Cristo, del mismo modo que cada uno tiene su puesto y su tarea en la construcción del bien común de los hombres, de la sociedad, la nación, la humanidad. La Iglesia se construye en el mundo. Se construye con hombres vivos. Al dar comienzo a mi servicio episcopal, pido a cada uno de vosotros que encuentre y defina su propio puesto en la empresa de esta construcción.
Y pido además a todos vosotros romanos, sin excepción, a cuantos estáis aquí presentes hoy, y a todos aquellos a quienes llegará la voz de vuestro nuevo Obispo: Acudid en espíritu a orillas del Jordán, allí donde Juan Bautista enseñaba; Juan, Patrono precisamente de esta basílica, catedral de Roma. Escuchad una vez más lo que dijo señalando a Cristo: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».
¡He aquí el Salvador!
Creed en El con fe renovada, con una fe tan ardiente como la de los primeros cristianos romanos que aquí han perseverado durante tres siglos de pruebas y persecuciones.
Creed con fe renovada, como es necesario que creamos nosotros, cristianos del segundo milenio que está para terminar; creed en Cristo Salvador del mundo. Amén.
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