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ENCUENTRO «EUCARÍSTICO» CON LOS SEMINARISTAS DE ROMA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Domingo 19 de noviembre de 1978

 

1. Nuestro encuentro de hoy tiene el carácter de una audiencia especial. Es —si se puede decir así— una audiencia eucarística. No la "damos", pero la "celebramos". Esta es una sagrada liturgia. Concelebran conmigo, nuevo Obispo de Roma, y con el señor cardenal Vicario, los superiores de los seminarios de esta diócesis y participan en esta Eucaristía los alumnos del Seminario Romano, del Seminario Capránica y del Seminario Menor.

El Obispo de Roma desea visitar sus seminarios; pero, mientras tanto, hoy habéis venido vosotros a él para esta sagrada audiencia.

La Santa Misa es también una audiencia. Quizá la comparación sea muy atrevida, quizá poco conveniente, quizá demasiado "humana"; sin embargo, me permito emplearla: ésta es una audiencia que el mismo Cristo concede continuamente a toda la humanidad —que Él concede a una determinada comunidad eucarística— y a cada uno de nosotros que constituimos esta asamblea.

2. Durante la audiencia escuchamos al que habla. Y también nosotros intentamos hablarle de modo que Él pueda escucharnos.

En la liturgia eucarística Cristo habla ante todo con la fuerza de su Sacrificio. Es un discurso muy conciso y a la vez muy ardiente. Se puede decir que sabernos de memoria este discurso; sin embargo, cada vez resulta nuevo, sagrado, revelador. Contiene en sí todo el misterio del amor y de la verdad, porque la verdad vive del amor y el amor de la verdad. Dios, que es Verdad y Amor, se ha manifestado en la historia de la creación y en la historia de la salvación; Él propone de nuevo esta historia mediante el sacrificio redentor que nos ha transmitido en el signo sacramental, no sólo para que lo meditemos en el recuerdo, sino para que lo renovemos, lo volvamos a celebrar.

Celebrando el sacrificio eucarístico, somos introducidos cada vez en el misterio de Dios mismo y también en toda la profundidad de la realidad humana. La Eucaristía es anuncio de muerte y de resurrección. El misterio pascual se expresa en ella como comienzo de un tiempo nuevo y como esperanza final.

Es Cristo mismo el que habla, y nosotros no cesamos jamás de escucharle. Deseamos continuamente esta fuerza suya de salvación, que se ha convertido en "garantía" divina de las palabras de vida eterna.

Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6. 68).

3. Lo que nosotros queremos decirle a Él es siempre nuestro, porque brota de nuestras experiencias humanas, de nuestros deseos; pero también de nuestras penas. Es frecuentemente un lenguaje de sufrimiento, pero también de esperanza. Le hablamos de nosotros mismos, de todos los que esperan de nosotros que los recordemos ante el Señor.

Esto que decimos se inspira en la Palabra de Dios. La liturgia de la palabra precede a la liturgia eucarística. En relación a la palabra escuchada hoy, tendremos muchísimas cosas que decir a Cristo, durante esta sagrada audiencia.

Queremos, pues, hablarle ante todo del talento singular —y quizá no uno solo, sino cinco— que hemos recibido: la vocación sacerdotal, la llamada a encaminarnos hacia el sacerdocio, entrando en el seminario. Todo talento es una obligación. ¡Cuánto más nos sentiremos obligados por este talento, para no echarlo a perder, no "esconderlo bajo tierra", sino hacerlo fructificar! Mediante una seria preparación, el estudio, el trabajo sobre el propio yo, y una sabia formación del "hombre nuevo" que, dándose a Cristo sin reserva en el servicio sacerdotal, vivido en el celibato, podrá llegar a ser de modo particular "un hombre nuevo para los demás".

Queremos hablar también a Cristo del camino que nos conduce a cada uno al sacerdocio, hablarle cada uno de su propia vida. En ella buscamos perseverar con temor de Dios, como nos invita a hacer el Salmista. Este es el camino que nos hace salir de las tinieblas para llevarnos hacia la luz, como escribe San Pablo. Queremos ser "hijos de la luz". Queremos velar, queremos ser moderados, sobrios y responsables para nosotros y para los demás.

Ciertamente cada uno de nosotros tendrá todavía muchas cosas que decir durante esta audiencia —cada uno de vosotros, superiores, y cada uno de vosotros, queridísimos alumnos—.

Y, ¿qué diré a Cristo yo, vuestro Obispo?

Antes de nada, quiero decirle: Te doy gracias por todos los que me has dado.

Quiero decirle una vez más (se lo repito continuamente): ¡La mies es mucha! ¡Envía obreros a tu mies!

Y además quiero decirle: Guárdalos en la verdad y concédeles que maduren en la gracia del sacramento del sacerdocio, para el que se preparan.

Todo esto quiero decírselo por medio de su Madre, a la que veneráis en el Seminario Romano, contemplando la imagen de la "Virgen de la Confianza", de la cual el siervo de Dios Juan XXIII era especialmente devoto.

Os confío, pues, a esta Madre: a cada uno de vosotros y a todos y a los tres Seminarios de mi nueva diócesis. Amén.

 



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