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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN BASILIO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 11 de marzo de 1979

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. En primer lugar, deseo salas claros a todos cordialmente. La visita a vuestra parroquia me da la posibilidad de formular este saludo de viva voz y de recibir también vuestra respuesta de viva voz. Este saludo y esta respuesta provienen de la conciencia de esa particular unidad que formamos en la Iglesia de Jesucristo, y especialmente en la diócesis de Roma. Saludándonos mutuamente, expresamos esta unidad que tiene un valor no sólo "organizativo". Vuestra parroquia, la parroquia de San Basilio es, no sólo una parte constitutiva de toda la diócesis de Roma, sino que se inserta auténticamente en esa unidad que es la Iglesia: hecha ilustre aquí, en Roma, por San Pedro y San Pablo, fue instituida por los Apóstoles de Cristo Señor y hunde las raíces de modo particular en el «fundamento» de nuestra salvación que es Cristo (cf. 1 Cor 3, 10. 11) y en la fe en El. Este fundamento es tal, que fuera de él no existe otro, y «nadie puede poner otro diverso sino el que está puesto» (1 Cor 3, 11). «Porque uno es Dios, uno también es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús» (1 Tim 2, 5).

2. En el espíritu de esta unidad os presento mi saludo y recibo el vuestro, vuestra respuesta, que es una respuesta de fe, particularmente significativa en el tiempo de Cuaresma, en el que todos vivimos más a fondo la realidad misma de nuestro "crecer" sobre el fundamento de Jesucristo, de su pasión, muerte y resurrección. Aquí, en Roma, los indicios de este "crecer" a partir de Cristo son particularmente fuertes y elocuentes.

Con ocasión de este encuentro nuestro, saludo al cardenal Vicario, al obispo mons. Oscar Zanera, que en este período está realizando una visita pastoral más detenida y profunda a vuestra parroquia. Saludo a vuestros Pastores, los sacerdotes que trabajan en medio de vosotros, a las religiosas, a los diversos colaboradores pastorales, a todos los feligreses, también a los que hoy están ausentes, y en particular a quienes forman los diversos grupos de compromiso eclesial. Vosotros, todos juntos, podéis ofrecer un testimonio cristiano cada vez más luminoso en este querido barrio de la periferia de Roma, que necesita aún muchas intervenciones para mejorar el nivel de vida.

Deseo vivir hoy junto con todos vosotros, en este segundo domingo de Cuaresma, la gracia particular de este encuentro en la fe, que es la visita del Obispo a la parroquia.

3. Este es un encuentro en la fe, cuyo contenido nos precisa la Palabra de Dios en la liturgia de hoy. Contenido fuerte, profundo y esencial. Escuchando la Carta de San Pablo a los romanos, encontramos inmediatamente la realidad-clave de la fe. «Si Dios está por nosotros. ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con El todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Siendo Dios quien justifica. ¿quién condenará? Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó. el que está a la diestra de Dios. es quien intercede por nosotros» (Rom 8, 31-34).

¡Dios está con nosotros! ¡Dios con el hombre! Con la humanidad. La prueba única y completa de esto es y permanece siempre ésta: «no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32).

Para poner más de relieve aún esta verdad, la liturgia hace referencia al libro del Génesis, al sacrificio de Isaac. Cuando Dios pidió a Abraham esta ofrenda, quería preparar en cierto modo la conciencia del pueblo elegido para el sacrificio que después realizaría su Hijo. Dios perdonó a Isaac y perdonó también el corazón de su padre Abraham. ¡«Pero no ha perdonado al propio Hijo»! Abraham fue «padre de nuestra fe», porque. con la disposición al sacrificio de su hijo Isaac, preanunció el sacrificio de Cristo, que constituye un momento-cumbre en los caminos de la fe de toda la humanidad. Todos somos conscientes de ello. Esta conciencia vivifica nuestras almas, particularmente durante la Cuaresma. Esta conciencia plasma nuestra vida cristiana desde las raíces más profundas. La plasma desde el principio al fin.

Dios está con nosotros a través de la cruz de su Hijo. Y ésta es también la fuente primera de nuestra fuerza espiritual. Cuando el Apóstol pregunta: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?», con esta pregunta abraza a todo y a todos los que puedan ser un peligro para nuestro espíritu, para nuestra salvación. «¿Quién condenará? Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó, el que está sentado a la diestra de Dios, es quien intercede por nosotros» (Rom 8, 34).

De la fe en Cristo, en su cruz y resurrección, nace la esperanza. ¡Gran confianza! Sea ésta nuestra fuerza, particularmente en los momentos difíciles de la vida.

4. Mi pensamiento y mi palabra se dirigen de modo especial a todos los que se encuentran en dificultades de diverso género: a quienes sufren en el cuerpo y en el espíritu; a quienes sufren pruebas de carácter social, como experiencias negativas en el trabajo, o malentendidos de familia: a los jóvenes que acaso están pasando un momento de crisis: a quienes afrontan con tesón dificultades de naturaleza pastoral, como la incomprensión o la tibieza ante los valores espirituales y la resistencia al Espíritu Santo en Cristo. Todos tienen derecho a esperar.

En el Evangelio de hoy encontramos una manifestación especial de la esperanza que nace de la fe en Jesucristo. Precisamente en el tiempo de Cuaresma la Iglesia nos lee de nuevo el Evangelio de la Transfiguración del Señor. En efecto, este acontecimiento tuvo lugar a fin de preparar a los Apóstoles a las pruebas difíciles de Getsemaní, de la pasión, de la humillación de la flagelación, de la coronación de espinas, del vía crucis, del Calvario. En esta perspectiva Jesús quería demostrar a sus Apóstoles más íntimos el esplendor de la gloria que refulge en El, la que el Padre le confirma con la voz de lo alto, revelando su filiación divina y su misión: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia: escuchadle» (Mt 17, 5).

El esplendor de la gloria de la Transfiguración abraza casi toda la Antigua Alianza y llega a los ojos llenos de estupor de los Apóstoles, que se convertirían en maestros de esa fe que hace nacer la esperanza: de aquellos Apóstoles que deberían anunciar todo el misterio de Cristo.

«Señor, ¡qué bien estamos aquí!» (Mt 17, 4), exclaman Pedro, Santiago y Juan, como si quisieran decir: ¡Tú eres la encarnación de la esperanza que anhelan el alma y el cuerpo humanos! ¡Esperanza que es más fuerte que la cruz y que el Calvario! Esperanza que disipa las tinieblas de nuestra existencia, del pecado y de la muerte.

¡Qué bien estamos aquí: contigo!

Sea vuestra parroquia, y cada vez lo sea más, el lugar, la comunidad donde los hombres, profundizando por medio de la fe en el misterio de Cristo, adquieran más confianza, más conciencia del valor y del sentido de la vida, y repitan a Cristo: «¡Qué bien estamos aquí!»: contigo. Aquí, en este templo. Ante este tabernáculo. Y no sólo aquí, sino acaso en una cama de hospital; acaso en los puestos de trabajo; a la mesa en la comunidad de la familia. En todas partes.

En el próximo mes de octubre tendrá lugar en vuestra parroquia la misión. Se trata de un don especial del Señor en este año en que se celebra el 25 aniversario de la fundación de vuestra comunidad parroquial. Numerosos padres capuchinos, otros grupos de religiosos y laicos, junto con los sacerdotes de la parroquia, tratarán de ponerse en contacto personal con todos los fieles, para proclamar el mensaje de Jesús en su pureza y para ayudar a cada uno de vosotros a realizarlo plenamente en la propia vida de cada día, con generosidad, con diligencia, con entusiasmo. Bastantes almas contemplativas oran ya y se sacrifican por esta maravillosa iniciativa espiritual, que, no dudo, traerá abundantes frutos de gracia. También yo uno mi oración al Señor para que todos los miembros de esta parroquia respondan con plena disponibilidad a la invitación misteriosa del Espíritu Santo, que hará sentir su llamada apremiante a vivir una vida verdaderamente nueva en Cristo, transfigurados en El.

 



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