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ORDENACIÓN EPISCOPAL DE 26 PRESBÍTEROS

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Domingo 27 de mayo de 1979

 

1. "Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra a cuáles escoges" (Act 1, 24).

Así oraron los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén, cuando por vez primera tuvieron que cubrir el puesto que quedó vacío en su comunidad. En efecto, era necesario que los Doce continuaran dando testimonio del Señor y de su resurrección. Cristo había constituido en su momento a los Doce. Y he aquí que ahora, después de la pérdida de Judas, era necesario afrontar por vez primera el deber de decidir en nombre del Señor quién habría de ocupar el puesto vacante.

Entonces los reunidos oraron precisamente así: "Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra a cuál de estos dos escoges, para ocupar el lugar de este ministerio y el apostolado..." (Act 1, 24-25).

Lo que hace tanto tiempo tuvo lugar en la Iglesia primitiva, se repite también hoy. He aquí que han sido elegidos los que deben ocupar los diversos puestos "en el ministerio y en el apostolado". Han sido elegidos después de una ferviente oración de toda la Iglesia y de cada una de las comunidades que tiene necesidad de ellos y a la que servirán.

Así habéis sido escogidos vosotros, queridos hermanos. Hoy os encontráis aquí junto a la tumba de San Pedro para recibir la consagración episcopal. Sin duda también hoy, como durante todo el período precedente de preparación a la ordenación episcopal, cada uno de vosotros repite en esta Basílica: «Señor, Tú conoces los corazones de todos. Tú conoces también mi corazón. Señor, Tú mismo te has complacido en elegirme. Tú mismo dijiste una vez a los Apóstoles, después de haberles llamado: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca" » (Jn 15, 16).

2. "Como dista el oriente del occidente..." (Sal 102 [103], 12).

Verdaderamente, venerables y queridos hermanos, habéis venido aquí de diversas partes del mundo, del oriente y del occidente, del sur y del norte. Vuestra presencia manifiesta la alegría pascual de la Iglesia, que ya puede atestiguar en las distintas partes de la tierra "que el Padre envió a su Hijo por salvador del mundo" (1 Jn 4, 14).

A este propósito, en lenguaje bello y sugestivo y a la vez sencillo, me gustaría describir y como reunir a los países, de los que provenís vosotros ordenandos, comenzando por el Oriente más lejano, Filipinas, India, y luego, a través de África (Sudán y Etiopía), pasar por América del Sur (Brasil, Nicaragua y Chile) y del Norte (Estados Unidos y Canadá), y después llegar también a Europa (Italia, Bulgaria, España y Noruega).

El tiempo, por desgracia, no me lo permite. Sin embargo, la presencia entre los ordenandos de un obispo de Bulgaria, me ofrece la ocasión de dirigir un pensamiento particular a esa noble nación, cristiana desde hace tantos siglos. Aprovecho esta alegre circunstancia para enviar un saludo afectuoso a todos mis hermanos y hermanas católicos, de rito latino y bizantino que, aunque su número no sea grande, dan testimonio de la vitalidad de su fe en el amor hacia la patria y en el servicio a las comunidades a las que pertenecen. Un respetuoso saludo además a la venerable Iglesia ortodoxa búlgara y a todos sus hijos.

Entre los ordenandos hay también tres arzobispos, llamados a servir, de modo especial, la misión universal de la Sede Apostólica: el Secretario del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia y dos Representantes Pontificios. Su mandato brota, como una exigencia natural y necesaria, de la función específica confiada a Pedro en el seno del Colegio Apostólico y de toda la comunidad eclesial. Su tarea es, pues, ser ministros de la unidad "católica", como "siervos de los siervos de Dios", junto con aquel a quien representan.

3. Dentro de poco, pues, mediante la consagración episcopal, recibiréis una singular participación del sacerdocio de Cristo, la participación más plena. De este modo os convertiréis en pastores del Pueblo de Dios en diversos lugares de la tierra, cada uno con su propia función al servicio de la Iglesia.

Y Cristo mismo, como ha recordado el Concilio Vaticano II, quiso que "los sucesores de los Apóstoles, es decir, los obispos, fueran Pastores en la Iglesia hasta el fin de los siglos" (cf. Lumen gentium, 18). Obedientes a esta voluntad de su Maestro, los Apóstoles "no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio, sino que (...) les dieron la orden de que, al morir ellos, otros varones probados se hicieran cargo de su ministerio (...). Así, como atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron instituidos por los Apóstoles obispos y sucesores suyos hasta nosotros, se manifiesta y se conserva la tradición apostólica en todo el mundo (ib. 20).

El Concilio ha ilustrado ampliamente la función esencial que los obispos desarrollan en la vida de la Iglesia. Entre los muchos textos que se refieren a este tema, baste citar la síntesis vigorosa contenida en ese pasaje de la Lumen gentium, donde sobre la base del dato de fe, según el cual "en la persona de los obispos (...) está presente en medio de los fieles el Señor Jesucristo" mismo, se deduce con coherencia lógica: Cristo "a través de su servicio eximio, predica la palabra de Dios a todas las gentes y administra continuamente los sacramentos de la fe a los creyentes, y por medio de su oficio paterno (cf. 1 Cor 4, 15) va incorporando nuevos miembros a su Cuerpo con la regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su sabiduría y prudencia, dirige y ordena al Pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinar hacia la felicidad eterna" (ib. 21).

A la luz de estas límpidas y ricas afirmaciones conciliares, expreso la alegría viva que me proporciona el conferiros hoy, queridos hermanos, la consagración episcopal y el introduciros de este modo en el Colegio de los Obispos de la Iglesia de Cristo: efectivamente, con este gesto puedo demostrar particular estima y amor a vuestros compatriotas, a vuestras naciones, a las Iglesias locales de las que habéis sido escogidos y para cuyo bien sois constituidos pastores (cf. Heb 5, 1).

Medito junto con vosotros las palabras del Evangelio de hoy: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os llamo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Y deseo con todo el corazón congratularme con vosotros por esta amistad. ¿Qué podría haber más grande para vosotros? Y por eso no os deseo más que esto: ¡permaneced en su amistad! Permaneced en El como El permanece en el amor del Padre.

Este amor y esta amistad llenen totalmente vuestra vida y se conviertan en la fuente inspiradora de vuestras obras en el servicio que hoy asumís. Os deseo frutos abundantes y felices en este ministerio vuestro: "que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16), que el Padre os dé todo lo que le pidáis en el nombre de Cristo (cf. Jn 15, 16), su Hijo eterno.

Vuestra misión y vuestro ministerio conduzcan al reforzamiento del amor recíproco, del amor común, de la unión del Pueblo de Dios en la Iglesia de Cristo, porque a través del amor y de la unión se revela el rostro de Dios en toda su luminosa sencillez: Padre, Hijo y Espíritu Santo, Dios que es amor (cf. 1 Jn 4, 16).

¡Y de lo que el mundo, el mundo al que somos enviados, tiene gran necesidad es precisamente del amor!

 



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