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VISITA PASTORAL A VÉNETO

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Canale d'Agordo
Domingo 26 de agosto de 1979

 

Carísimos hermanos y hermanas de Canale d'Agordo:

Me siento especialmente feliz al encontrarme hoy entre vosotros, en el aniversario de la elevación al Supremo Pontificado de vuestro conciudadano, el amadísimo e inolvidable Papa Juan Pablo I. Pero me siento también profundamente conmovido. Todos, en efecto, recordamos todavía con intacta emoción —y especialmente el Papa que os habla y los cardenales que participaron en aquel Cónclave que duró poco más de un día—, todos recordamos el extraordinario fenómeno constituido por la elección, el pontificado y la muerte de aquel Papa; todos conservamos en el corazón su figura y su sonrisa; todos tenemos grabado en el alma el recuerdo de las enseñanzas, que multiplicó con incansable celo y amabilísimo estilo pastoral en los 33 breves días de ministerio universal. Y todos sentimos todavía en el corazón la sorpresa y preocupación por su muerte inesperada, que de improviso lo arrebató a la Iglesia y al mundo, poniendo fin a un pontificado que había ya conquistado todos los corazones. El Señor nos lo dio como para mostrarnos la imagen del Buen Pastor, que él siempre se esforzó en personificar, siguiendo la doctrina y los ejemplos de su predilecto modelo y maestro el Papa S. Gregorio Magno. Y al sustraérnoslo de nuestra mirada, aunque no ciertamente de nuestro amor, quiso darnos una gran lección de abandono y de confianza únicamente en El que guía y rige la Iglesia aun cuando cambien los hombres y se sucedan, a veces incomprensiblemente, los acontecimientos terrenos.

En recuerdo de aquel paso tan rápido y tan impresionante, he querido venir hoy entre vosotros, al cumplirse exactamente un año desde que la figura de Juan Pablo I apareció por primera vez en el balcón central de la Basílica Vaticana. Repito que me siento conmovido al encontrarme aquí en la apacible aldea dolomítica donde él vio la luz, en una familia sencilla y laboriosa que bien puede considerarse emblema de las buenas familias cristianas de estos valles montañeros; conmovido al celebrar los Santos Misterios aquí, donde él sintió la vocación al sacerdocio, siguiendo el ejemplo de numerosos conciudadanos vuestros que, a través de los siglos, acogieron la llamada divina; aquí, donde él recibió el santo bautismo y la confirmación, aquí donde celebró por primera vez la Santa Misa el 8 de julio de 1935 y donde volvió después, siendo obispo de Vittorio Véneto, patriarca de Venecia y cardenal de la Santa Iglesia Romana. Y me complazco en recordar que quiso volver aquí, todavía en febrero del pasado año —pocos meses antes de su elevación a la Cátedra de Pedro— para predicaros una breve misión de preparación para la Pascua.

Y aquí está también hoy, en medio de nosotros. Sí; queridos hermanos y hermanas de Canale d'Agordo. El está aquí, con sus enseñanzas, con su ejemplo, con su sonrisa.

1. Ante todo, él nos habla de su grande, firmísimo amor a la Santa Iglesia. En la segunda lectura de la Santa Misa hemos oído que San Pablo, trazando a los efesios un sublime programa de amor conyugal escribe: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua con la palabra, a fin de presentársela a Sí gloriosa sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable" (Ef 5, 25 y ss.). Pues bien; al oír estas palabras, mi pensamiento volaba a la majestuosa Capilla Sixtina, al momento aquel en que, al anunciar ante el mundo, con voz límpida y clara, su programa pontificio, el Papa Luciani había dicho: "Nos ponemos enteramente, con todas nuestras fuerzas físicas y espirituales, al servicio de la misión universal de la Iglesia" (27 de agosto 1978; Enseñanzas de Juan Pablo I al Pueblo de Dios, pág. 36).

¡La Iglesia! El había aprendido a amarla aquí, entre sus montes la había visto, como en imagen, en la propia humilde familia, había escuchado su voz en el catecismo del párroco, se había alimentado de su savia profunda a través de la vida sacramental que se le dispensaba en la parroquia. Amar a la Iglesia, servir a la Iglesia fue el programa constante de su vida. Ya en aquel primer radio-mensaje al mundo había dicho, con palabras que hoy nos parecen realmente proféticas: "La Iglesia, llena de admiración y simpatía hacia las conquistas del ingenio humano, pretende además salvar al mundo, sediento de vida y amor, de los peligros que le acechan... En este momento solemne, pretendemos consagrar todo lo que somos y podemos a este fin supremo, hasta el último aliento, consciente del encargo que Cristo mismo nos ha confiado" (ib., pág. 57).

Como párroco, como obispo, como patriarca, como Papa, no hizo otra cosa que esto: dedicarse totalmente a la Iglesia, hasta el último aliento. La muerte le sorprendió así, alerta, en un auténtico y propio servicio ininterrumpido. Así vivió y así murió, dedicándose todo él a la Iglesia con una sencillez cautivadora, pero también con una firmeza inquebrantable, que no tenía temores porque estaba fundada sobre la lucidez de su fe y sobre la promesa indefectible, hecha por Cristo a Pedro y a sus sucesores.

2. Y aquí encontramos otro punto de referencia, otra estructura fundamental de su vida y de su pontificado: el amor a Cristo Señor nuestro. El Papa Juan Pablo I fue el heraldo de Jesucristo, Redentor y Maestro de los hombres, viviendo el ideal que había delineado San Pablo: "Que los hombres vean en nosotros a los ministros de Cristo y a los administradores de los misterios de Dios" (1 Cor 4, 1). Su intento lo había claramente expresado en la audiencia general del 13 de septiembre, hablando de la fe: "Cuando el pobre Papa, cuando los obispos y los sacerdotes presentan la doctrina, no hacen más que ayudar a Cristo. No es una doctrina nuestra; es la de Cristo, sólo tenemos que custodiarla y presentarla" (Enseñanzas de Juan Pablo I al Pueblo de Dios, 1978, pág. 19). La verdad, las enseñanzas, la palabra de Cristo no cambian, aunque exigen ser presentadas de modo que en cada época de la historia, logren ser comprensibles para la mentalidad del momento; es una certeza que no cambia, aunque cambien los hombres y los tiempos y aunque no sea por ellos comprendida e incluso sea rechazada. Es todavía, y seguirá siendo siempre, la actitud irremovible de Jesús que —como dice el Evangelio de este domingo— no disminuyó ni cambió nada de su enseñanza sobre la Eucaristía, aun ante el abandono casi total de sus oyentes y de los propios discípulos; más aún, puso a los Apóstoles ante el severo aut-aut de una decisión, de una elección suprema: "¿Queréis iros vosotros también?" (Jn 6, 67). En la respuesta de Pedro reconocemos la actitud de toda la vida, hasta el fin, de Juan Pablo I: "Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 68). Su fe, su amor a Jesús "confirmaron" realmente de verdad a todos nosotros, sus hermanos, con una altísima y coherente enseñanza de abandono en la omnipotente protección del Señor Jesús: "Teniendo nuestra mano asida a la de Cristo, apoyándonos en El, hemos tomado también Nos el timón de esta nave, que es la Iglesia, para gobernarla; ella se mantiene estable y segura, aun en medio de las tempestades, porque en ella está presente el Hijo de Dios como fuente y origen de consolación y victoria", había proclamado ya al iniciar su pontificado (27 agosto 1978, Enseñanzas al Pueblo de Dios, pág. 35). Y se mantuvo fiel a ese programa, en la línea de las enseñanzas de su amado Maestro y Predecesor San Gregorio Magno, haciendo realidad ante el mundo, la imagen, buena y estimulante, del divino Pastor: "Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29). Y así permanece su imagen grabada para siempre en nuestros. corazones.

3. Pero Jesús vivió por el Padre, vino para hacer la voluntad del Padre (cf. Mt 6, 10; 12, 50; 26, 42; Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38), propuso al hombre la imagen del Padre, que piensa en nosotros y nos ama con amor eterno: Pues bien; encontramos aquí también un rasgo de la figura y de la misión del Papa Albino Luciani: el amor a Dios Padre. Con el mismo profundo sentimiento de fe, anunció también con extraordinaria energía el amor del Padre Celestial hacia los hombres. Como Josué ante Israel, según la primera lectura de la Santa Misa de hoy, recordó enérgicamente la grande y arrebatadora realidad del amor de Dios por su pueblo, la estupenda belleza de la elección a la filiación divina, suscitando como entonces una apasionante emoción en la respuesta de toda la Iglesia: "También nosotros serviremos a Yavé, porque El es nuestro Dios" (Jos 24, 18). Toda su alma se había abierto, en este sentido, ya desde la primera audiencia cuando, hablando del deber de ser buenos, había subrayado: «Ante Dios, la postura justa es la de Abrahán cuando decía: ¡"Soy sólo polvo y ceniza ante ti, Señor"! Tenemos que sentirnos pequeños ante Dios» (6 de septiembre, Enseñanzas al Pueblo de Dios, pág. 13). Encontramos aquí la quinta esencia de la enseñanza evangélica, como fue propuesta por Jesús y comprendida por los Santos, en los cuales el pensamiento de la paternidad de Dios repercute en lo más profundo del alma; pensemos en un San Francisco de Asís o en una Teresa de Lisieux.

Juan Pablo I recordó con insólito vigor el amor que Dios tiene por nosotros, sus criaturas, comparándolo, en la línea del profetismo del Antiguo Testamento, no sólo al amor de un Padre, sino también a la ternura de una madre hacia sus propios hijos; lo hizo en el Ángelus del 10 de septiembre, con estas palabras que tanto impresionaron a la opinión pública: "Somos objeto de un amor sin fin de parte de Dios. Sabemos que tiene los ojos fijos en nosotros siempre, también cuando nos parece que es de noche" (Enseñanzas al Pueblo de Dios, pág. 5).

Y en la audiencia general del 13 de septiembre: "Dios tiene mucha ternura con nosotros, más ternura aún que la de una madre con sus hijos, como dice Isaías" (Enseñanzas al Pueblo de Dios, pág. 18).

Con este inquebrantable sentido de Dios, se comprende que mi predecesor eligiese como tema para sus catequesis de los miércoles precisamente las virtudes teologales, que son tales porque nacen de Dios y son un don increado que se nos infundió en el bautismo. Y con la enseñanza de la caridad, la virtud teologal que tiene a Dios como fuente y principio, como modelo y como premio y que no conoce ocaso, se cerró la página terrena de Juan Pablo I; o mejor, se abrió para siempre a la eternidad y cara a cara con Dios, a quien tanto amó y nos enseñó a amar.

Queridísimos hermanos y hermanas de Canale d'Agordo:

Las enseñanzas del Papa Luciani, vuestro paisano, se encuentran especialmente en estas realidades que os he recordado: amor a la Iglesia, amor a Cristo, amor a Dios. Son las grandes verdades del cristianismo, que él aprendió aquí, en medio de vosotros, ya siendo sólo niño, luego, de adolescente acostumbrado a la pobreza y a la austeridad y, más tarde, de joven abierto a la llamada de Dios. Conformaron hasta tal punto su vida de sacerdote y de obispo, que las recordaba al mundo entero con la incomparable incisividad de su personalísimo ministerio.

¡Sed fieles a una herencia tan sencilla, pero tan grande! Me dirijo a las familias, que forman el elemento sustancial de estas tierras bendecidas por Dios: sed fieles a las tradiciones cristianas, continuad transmitiéndolas a vuestros hijos, continuad respirando dentro de ellas como en un segundo elemento natural, dando testimonio de ellas en la vida, en el trabajo, en la profesión. ¡Distinguíos siempre por el amor a la Iglesia, a Jesucristo, a Dios!

Y lo repito a los jóvenes, esperanza del mañana y a quienes llevo tan dentro de mi corazón; espero ardientemente que, entre vosotros, continúen floreciendo las vocaciones sacerdotales y religiosas, según los ejemplos recibidos; lo repito a los emigrantes, que buscan fuera de la patria, pero con el corazón puesto en sus queridos montes nativos, un porvenir más seguro para sí y para sus propias familias; lo digo a los trabajadores y a todos los carísimos hermanos y hermanas que me escuchan. Sólo así, en la adhesión fiel a Dios que nos ama y que nos ha hablado por medio de su Hijo y nos guía y sostiene por medio de la Iglesia, podremos encontrar aquella nobleza, aquella rectitud, aquella grandeza que ninguna otra cosa en el mundo puede darnos. De ahí nace la verdadera prerrogativa de la gente italiana, cuyo carácter y virtudes vosotros encarnáis tan bien, y sólo así puede garantizarse la continuidad de aquel patrimonio espiritual, que ha dado a la patria y a la Iglesia figuras tan nobles y grandes, cual ha sido para todo el mundo un hombre y un Papa como Juan Pablo I.

He sentido el deber de venir aquí, precisamente para recordaros a vosotros. habitantes de Canale d'Agordo y belluneses todos, así como al entero pueblo italiano, la belleza y la grandeza de vuestra vocación cristiana. Lo he hecho como continuador de la misión de mi Predecesor, la cual se iniciaba hace un año como una aurora llena de esperanza. Como he escrito en mi primera Encíclica Redemptor hominis, «ya el día 26 de agosto de 1978, cuando él declaró al Sacro Colegio que quería llamarse Juan Pablo —un binomio de este género no tenía precedentes en la historia del Papado— divisé en ello un auspicio elocuente de la gracia para el nuevo pontificado. Dado que aquel pontificado duró apenas 33 días, me toca a mí no sólo continuarlo, sino también, en cierto modo, asumirlo desde su mismo punto de partida» (n. 2, AAS, 71, 1979, pág. 259; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 18 de marzo, 1979, pág. 3).

Mi presencia aquí, hoy, no expresa solamente mi sincero amor hacia vosotros, sino que es también el signo público y solemne de este deber mío y quiere testimoniar ante el mundo que la misión y el apostolado de mi Predecesor continúan brillando como luz clarísima en la Iglesia, con una presencia que la muerte no pudo truncar. Más aún, le dio un impulso y una continuidad que nunca conocerán el ocaso.

 



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