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VISITA AL SANTUARIO MARIANO DE POMPEYA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Domingo 21 de octubre de 1979

 

1. "Misus est Angelus...".

"Fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret" (Lc 1, 26).

Con particular emoción pronunciamos estas palabras hoy, en la plaza del santuario de Pompeya, en el que está rodeada de una singular veneración la Virgen, que se llamaba María (cf. Lc 1, 27) , Aquella Virgen a la que fue enviado Gabriel. Con particular emoción escuchamos esas palabras hoy, en este domingo de octubre, que tiene el carácter de domingo misionero. Pues bien, las palabras del Evangelio de San Lucas hablan del comienzo de la misión.

La misión quiere decir ser enviados estar encargados de desarrollar una función determinada.

Fue mandado por Dios Gabriel a la ciudad de Nazaret para anunciarle a Ella —y en Ella a todo el género humano— la misión del Verbo. Sí; Dios quiere mandar a su Eterno Hijo a fin de que, haciéndose hombre, pueda dar al hombre la vida divina, la filiación divina, la gracia y la verdad.

La misión del Hijo comienza precisamente entonces en Nazaret. cuando María escucha las palabras pronunciadas por boca de Gabriel: "Has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús" (Lc 1, 30-31).

La misión de este Hijo, Verbo Eterno, comienza en ese momento, cuando María de Nazaret, Virgen "desposada con un varón de la casa de David, de nombre José" (Lc 1, 7), al escuchar estas palabras de Gabriel, responde: "He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). En aquel momento inicia la misión del Hijo sobre la tierra. El Verbo, de la misma sustancia del Padre, se hace carne en el seno de la Virgen. La Virgen misma no puede comprender cómo ha de realizarse todo esto. Por tanto, antes de responder "hágase en mí", pregunta: "¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?" (Lc 1, 34). Y recibe la respuesta determinante: "El Espíritu Santo vendrá obre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios... porque nada hay imposible para Dios" (Lc 1, 35-37).

En ese momento, María entiende ya todo. Y no pregunta más. Dice solamente: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Y el Verbo se hace carne (cf. Jn 1, 14). Inicia la misión del Hijo en el Espíritu Santo. Inicia la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo. En esta primera etapa la misión se dirige a Ella sola: a la Virgen de Nazaret. Primero, desciende sobre Ella el Espíritu Santo. Ella, en su humana y virginal sustancia, queda fecundada con la potencia del Altísimo.

Gracias a esta potencia y en virtud del Espíritu Santo, Ella se convierte en Madre del Hijo de Dios, aun permaneciendo Virgen. La misión del Hijo inicia en Ella, bajo su corazón. La misión del Espíritu Santo, que "procede del Padre y del Hijo", llega también primero a Ella, al alma que es su Esposa, la más pura y la más sensible.

2. Este comienzo en el tiempo, este histórico comienzo de la misión del Hijo y del Espíritu Santo debemos tenerlo presente sobre todo hoy, en el anual domingo misionero del mes de octubre. Este comienzo debe tenerlo presente toda la Iglesia, en todas partes, en todo lugar, en todos los corazones. La Iglesia es toda ella, y en todas partes, misionera, porque permanece continuamente en esa misión del Hijo y del Espíritu Santo, que tuvo su comienzo histórico sobre la tierra precisamente en Nazaret, en el corazón de la Virgen.

Al hacerse hombre en su seno, por obra del Espíritu Santo, Dios Hijo entró en la historia del hombre para llevar este Espíritu a todo hombre y a la humanidad entera. La misión, cuyo comienzo bajo el corazón de la Virgen de Nazaret estuvo impulsado por la potencia del Altísimo, fue madurando durante todo el tiempo que estuvo oculto el Hijo de Dios, y luego a través de la viva palabra de su Evangelio y a través del sacrificio de la cruz y el testimonio de la resurrección, hasta aquel día en el Cenáculo; testimonio que nos recuerda también la liturgia de hoy. Era ése el día en que, no sólo María, sino toda la Iglesia, todo el Pueblo de la Nueva Alianza, recibía el Espíritu Santo y, junto con El, se hizo partícipe de la misión de su Señor resucitado y del Único Ungido (Mesías). Obteniendo la participación en su misión sacerdotal, profética y real, el Pueblo de Dios —es decir, la Iglesia— se hizo totalmente misionero,

3. Y precisamente en este domingo, el Pueble de Dios —es decir, la Iglesia— fija sus ojos con gratitud en el misterio de esta su misión, que tuvo comienzo primero en Nazaret y luego en el Cenáculo de Jerusalén. Meditando, pues, sobre su propio carácter misionero, el Pueblo de Dios —es decir, la Iglesia—se dirige, con la más profunda solicitud y fervor del Espíritu, a todas las dimensiones de su misión contemporánea; a todos los lugares, a todos los continentes y a todos los pueblos, porque Cristo le dijo una vez: "Id, pues; enseñad a todas las gentes..." (Mt 28, 19). "...predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15). Y así, por tanto, la Iglesia, en este domingo misionero, camina sobre las huellas de sus enseñanzas, de su misión, de la evangelización y de la catequesis, tanto entre las naciones y pueblos ya cristianos desde hace mucho tiempo, como también entre los jóvenes y recientes, así como entre aquellos a los que todavía no ha llegado la gracia de la fe y de la verdad de la salvación.

La Iglesia lo hace teniendo ante sus ojos todas las enseñanzas del Vaticano II, tanto la Constitución Lumen gentium, como la Gaudium et spes; tanto el Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, como también el Decreto sobre el ecumenismo, la Declaración sobre la libertad religiosa y la Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Todos estos espléndidos documentos hablan a la Iglesia de nuestro tiempo, a la Iglesia de este siglo XX que está para terminar, le hablan sobre lo que significa ser misionero y tener una misión que desarrollar. Y le mandan, al igual que en una ocasión mandó Cristo a los Apóstoles, que miren los campos de las almas humanas, que siempre, en cierto modo, "ya están blanquecinos para la siega" (Jn 4, 35). ¿Están quizá realmente maduros? ¿Están empezando a madurar? O, por el contrario, ¿aumentan en ellos las objeciones contra la palabra del Evangelio y contra el Espíritu que "sopla donde quiere"? (Jn 3, 8).

Nosotros no podemos jamás perder la esperanza, aunque estamos atravesando períodos de experiencias y pruebas bastante duras. No podemos olvidar que el Señor mismo —Aquel con cuya sangre fuimos liberados (cf. 1 Pe 1, 19; Ef 1, 7)mira estos campos de las almas y nos dice a nosotros, sus discípulos: ¡Rogad! "Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38). Hagámoslo, sobre todo en este domingo.

4. María está siempre en el mismo centro de nuestra oración. Ella es la primera entre los que piden. Y es la Omnipotentia supplex: la Omnipotencia suplicante.

Así era en su casa de Nazaret, cuando conversaba con Gabriel. La sorprendemos allí en lo profundo de su oración. En lo profundo de la oración le habla Dios Padre. En lo profundo de la oración, el Verbo Eterno se hace su Hijo. En lo profundo de la oración desciende sobre Ella el Espíritu Santo.

Y luego, Ella traslada esa profundidad de la oración de Nazaret al Cenáculo de Pentecostés, donde la acompañan, constantes y concordes en la oración, todos los Apóstoles: Pedro y Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo y Simón el Zelote, y Judas de Santiago (cf. Act 1, 13-14).

María traslada también la misma profundidad de su oración sobre este lugar privilegiado en tierra italiana, no lejos de Nápoles, adonde hoy venimos en peregrinación. Es el santuario del Rosario, es decir, el santuario de la oración mariana, de esta oración que María reza con nosotros, al igual que rezaba con los Apóstoles en el Cenáculo.

5. Esta oración se llama el Rosario. Y es nuestra oración predilecta, que le dirigimos a Ella, a María. Ciertamente; pero no olvidemos que, al mismo tiempo, el Rosario es nuestra oración con María. Es la oración de María con nosotros, con los sucesores de los Apóstoles, que han constituido el comienzo del nuevo Israel, del nuevo Pueblo de Dios. Venimos, por tanto, aquí, para rezar con María; para meditar, junto con Ella, los misterios que Ella, como Madre, meditaba en su corazón (cf. Lc 2, 19), y sigue meditando, sigue considerando. Porque ésos son los misterios de la vida eterna. Todos tienen su dimensión escatológica. Están inmersos en Dios mismo. En ese Dios que "habita una luz inaccesible" (1 Tim 6, 16), están inmersos esos misterios, tan sencillos y tan accesibles. Y tan estrechamente ligados a la historia de nuestra salvación.

Por eso, esta oración de María, inmersa en la luz del mismo Dios, sigue al mismo tiempo abierta siempre hacia la tierra. Hacia todos los problemas humanos. Hacia los problemas de cada hombre y, a la vez, de todas las comunidades humanas, de las familias, de las naciones; hacia los problemas internacionales de la humanidad, como, por ejemplo los que me tocó suscitar ante la Asamblea de las Naciones Unidas, el 2 de octubre. Esta oración de María, este Rosario, está abierto constantemente hacia toda la misión de la Iglesia, hacia sus dificultades y esperanzas, hacia las persecuciones e incomprensiones, hacia cualquier servicio que ella cumple en relación con los hombres y los pueblos. Esta oración de María, este Rosario es precisamente así porque desde el principio ha estado invadida por la "lógica del corazón". En efecto, la madre es corazón. Y la oración se formó en ese corazón mediante la experiencia más espléndida de que fue partícipe: mediante el misterio de la Encarnación.

Dios nos ha dado, desde hace mucho tiempo, un signo: "He aquí que una Virgen concebirá y dará a luz un hijo que llamará Emmanuel" (Is 7, 14). Emmanuel, "que significa Dios con nosotros" (Mt 1 23). Con nosotros y para nosotros "para reunir en uno todos los hijo: de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52).

6. Vengo, pues, aquí, al santuario de Pompeya, con el espíritu de esta oración, para vivir junto con vosotros ese signo de la profecía de Isaías. Y mientras participo en la oración de la Madre de Dios, que es "Omnipotentia supplex", deseo expresar, en unión de todos los peregrinos, el agradecimiento por esa múltiple misión, que últimamente he debido realizar entre los meses de septiembre y octubre. He hablado de ello más de una vez. He repetido las palabras y las ideas que Jesús había enseñado a los Apóstoles:

"Cuando hiciereis estas cosas que os están mandadas, decid: somos siervos inútiles. Lo que teníamos que hacer, eso hicimos" (Lc 17, 10). De ahí que sienta la necesidad de expresar mi agradecimiento, con mayor motivo, aquí, en este santuario a María y con María.

Y si mi gratitud se extiende a mismo tiempo a los hombres, lo hago sobre todo porque este mi servicio de Pedro, servicio papal, ha sido muy bien preparado por ellos, de rodillas; porque le han dado un profundo carácter de oración, carácter sacramental, eucarístico. ¿Podría pensar, sin emoción, en tantos hombres, muchos de ellos jóvenes, que con sacrificios y vigilias nocturnas han abierto camino al Espíritu que debía hablar? Debemos ciertamente acordarnos de esto. Porque en ello está el corazón mismo de este mi misterio; lo demás, es solamente una manifestación que humanamente se puede a veces leer con demasiada superficialidad. Cristo, en cambio nos enseña que el tesoro —es decir el valor esencial— está en el corazón (cf. Lc 12, 34).

Vengo, por tanto, aquí para da gracias por todo esto. Y si vengo también para pedir —¡cuánto hay que pedir y que suplicar!—, lo que principalmente pido es que la misión de la Iglesia, del Pueblo de Dios, la misión iniciarla en Nazaret en el Calvario, en el Cenáculo, se cumpla en nuestra época con toda su originaria claridad, y a la vez en consonancia con los signos d nuestro tiempo. Que, siguiendo e ejemplo de la Sierva del Señor, pueda yo —hasta cuando Dios disponga— permanecer fiel y humilde siervo de esta misión de toda la Iglesia y que sienta y recuerde y repita solamente esto: que soy un siervo inútil.

 



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