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ACCIÓN DE GRACIAS EN LA IGLESIA «DEL GESÙ»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Lunes 31 de diciembre de 1979

 

1. "Hijitos, esta es la hora postrera", con estas palabras comienza la primera lectura de hoy, tomada de la Carta de San Juan Apóstol (1 Jn 2, 18). Esta lectura ha sido fijada para el 31 de diciembre, el séptimo día de la octava de Navidad. ¡Qué actuales son estas palabras! ¡Qué eficazmente volvemos a sentir su elocuencia los que estamos reunidos en la iglesia romana de Jesús, en el momento en que suenan las últimas horas de este año que toca a su fin. Cada una de las horas del tiempo humano es en cierto sentido la última, porque es siempre única e irrepetible. Con cada hora pasa una partícula de nuestra vida, una partícula que no volverá más, Y cada una de estas partículas —aunque no siempre nos damos cuenta de ello— nos proyecta hacia la eternidad.

Quizá las últimas horas de este día —cuando el año del Señor 1979, y con él el octavo decenio de nuestro siglo, llegan a su fin— nos hablan de ello mejor que cualquier otra hora ordinaria. Y por esto volvemos a sentir tanto más la necesidad de encontrarnos, en estas últimas horas del año, ante Nuestro Señor, ante Dios que, con su eternidad, abraza y absorbe nuestro tiempo humano; la necesidad de estar ante El, de hablarle con el contenido mismo más profundo de nuestra existencia. Son éstos los momentos a propósito para una meditación profunda sobre nosotros mismos y sobre el mundo; los momentos para "el momento de la verdad" con nosotros mismos y con la generación a la que pertenecemos. Este es el. tiempo propicio para una oración dirigida a obtener el perdón. una oración de agradecimiento y de súplica.

2. "El Verbo estaba en el mundo" (cf. Jn 1, 10). Precisamente ahora ha vuelto el período en que la Iglesia se siente consciente de modo especial de la verdad que expresan estas palabras del Evangelio de Juan. El Verbo estaba en el mundo, ese Verbo que "al principio estaba en Dios" y "todas las cosas fueron hechas por El, y sin El nada se hizo de cuanto ha sido hecho" (Jn 1, 2-3). Este Verbo "se hizo carne y habitó entre nosotros" (1, 14). Vino a habitar aunque "los suyos no le recibieron" (1, 11).

El cómputo de los años, que utilizamos, quiere testimoniar que han pasado precisamente 1979 desde el momento en que aconteció esto. El tiempo testimonia no sólo el pasar del mundo y el pasar del hombre en el mundo; también da testimonio del Nacimiento del Verbo Eterno de la Virgen María, del Nacimiento que, como cada nacimiento del hombre, está determinado por el tiempo: por el año, por el día y la hora.

Sin embargo, en el momento presente, durante este encuentro, nuestra atención está centrada, sobre todo, en la siguiente frase del Evangelio de Juan:

"De su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia" (1, 16). ¿No hay aquí también una clave para comprender el año que está para acabar? ¿No es necesario pensar en él con la perspectiva de cada gracia que hemos recibido de la plenitud de Jesucristo, Dios y hombre? ¿No nos hemos reunido aquí para agradecer cada una de estas gracias y al mismo tiempo todas?

Ciertamente sí.

La gracia es una realidad interior. Es una pulsación misteriosa de la vida divina en las almas humanas. Es un ritmo interior de la intimidad de Dios con nosotros, y por lo tanto también de nuestra intimidad con Dios. Es la fuente de todo verdadero bien en nuestra vida. Y es el fundamento del bien que no pasa. Mediante la gracia vivimos ya en Dios, en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, aunque nuestra vida se desarrolle aún en este mundo. La gracia da valor sobrenatural a cada vida, aunque esta vida sea, humanamente y según los criterios de la temporalidad. muy pobre, no llamativa y difícil.

Es necesario, pues, agradecer hoy cada una de las gracias de Dios que ha sido comunicada a cualquier hombre: no sólo a cada uno de nosotros aquí presentes, sino a cada uno de nuestros hermanos y hermanas en todas las partes de la tierra.

De este modo nuestro himno de acción de gracias unido al último día del año, que está para acabar, se convertirá como en una gran síntesis. En esta síntesis estará presente toda la Iglesia, porque ella es, como nos enseña el Concilio, un sacramento de la salvación humana (cf. Constitución dogmática Lumen gentium, 1, 1).

Cristo, de cuya plenitud recibimos todos gracia sobre gracia, es precisamente el "Cristo de la Iglesia"; y la Iglesia es ese Cuerpo místico que reviste constantemente el Verbo Eterno nacido de la Virgen en el tiempo.

Dirigiendo nuestros corazones hacia este misterio, la liturgia de hoy se convierte en fuente de la oración más profunda de nuestro agradecimiento.

3. Sin embargo, la misma liturgia nos presenta ante los ojos también la existencia del mal en la historia del hombre y de la humanidad. Y si todo bien modela esta historia en la forma del Cuerpo de Cristo, el mal, en cambio, como contradicción del bien, toma en el lenguaje de la Carta de Juan el nombre de "anti-Cristo". En este sentido el Apóstol escribe: "Muchos se han hecho anticristos, por lo cual conocemos que es la hora postrera" (1 Jn2, 18).

Por lo tanto, esta hora postrera del año no puede pasar sin una reflexión sobre el tema del mal, sobre el tema del pecado, del que cada uno de nosotros se siente partícipe, puesto que a cada uno le habla de él la propia conciencia.

La última hora se une, de modo especial, con la perspectiva del juicio que vuelve a sonar en la voz de la conciencia humana, y al mismo tiempo, con la perspectiva del juicio de Dios, del Señor que viene a juzgar la tierra, como anuncia el salmo responsorial de la liturgia de hoy (cf. Sal 95 [96], 13). Y añade: "juzgará al orbe con justicia y a los pueblos con fidelidad" (ib.).

La misma reflexión sobre el mal, para la que nos ofrece ocasión la última hora del año, nos exige sobrepasar en cierto sentido los límites de nuestra conciencia, y de la responsabilidad moral personal. El mal que existe en el mundo, que nos circunda y que amenaza al hombre, a las naciones, a la humanidad, parece ser más grande, mucho más grande, que el mal de que se siente responsable personalmente cada uno de nosotros. Es como si el mal creciese según la propia dinámica inmanente y superase las intenciones del hombre; como si saliese de nosotros, pero no fuera nuestro, para utilizar una vez más las expresiones del Apóstol.

¿Acaso nuestra vida no nos manifiesta estas dimensiones del mal? ¿Acaso no nos ha demostrado el último año un grado de amenaza tal, que, pensando en ella, el hombre se siente obligado a preguntarse si es todavía a medida del hombre, a medida de su voluntad y de su conciencia?

¿Qué decir, por lo demás, de todas las manifestaciones de odio y de crueldad que se ocultan bajo el nombre del terrorismo internacional, o bajo la forma del terrorismo, de que es víctima Italia?

Y ¿qué decir de los gigantescos y amenazadores arsenales militares que, especialmente en el último período de este año, han reclamado la atención del mundo entero y en particular de Europa, desde el Oriente hasta el Occidente?

Se tendría gana de decir, siguiendo al Apóstol, que ese mal que se perfila sobre el horizonte "ha salido de nosotros, pero no era nuestro", no es nuestro. Y justamente. En la historia del hombre actúa no sólo Cristo, sino también el anticristo. Sin embargo es necesario, sí, es cada vez más necesario que el hombre, cada uno de los hombres, que de algún nodo se siente responsable de esta amenaza sobrehumana que pesa sobre la humanidad, se sitúe ante el juicio de la propia conciencia; se coloque ante el juicio de Dios.

4. En el mundo estaba el Verbo... / "En El estaba la vida, / y la vida era la luz de los hombres, / la luz luce en las tinieblas, / pero las tinieblas no la abrazaron" (Jn 1, 4-5).

Acabamos así nuestra meditación en este final del año con una afirmación del Evangelio de Juan. Esta lleva en sí el mensaje de Navidad; lleva consigo la manifestación de la esperanza, la voz del optimismo cristiano.

El Verbo está en el mundo. La luz brilla en las tinieblas. Sólo es necesario que nosotros prestemos oídos a esta Palabra. Es necesario que nos abracemos a Cristo, que nos adhiramos a El con toda el alma y con toda la vida.

Entonces podemos encaminarnos confiadamente al encuentro de todo tiempo, por muy amenazador que sea. su rostro. "La gracia y la verdad que vinieron por Jesucristo" (cf. Jn 1, 17) no cesan de ser la fuente de que el hombre prevalezca sobre el mal. Y aun en nuestra época está creciendo la cantidad de hechos —de hechos concretos— que lo confirman. Hechos que tal vez nos asombran con su elocuencia. Cada año termina con el esplendor de la octava de Navidad y cada año nuevo comienza con este esplendor.

Este es un signo evidente de la inmutable presencia de la gracia y de la verdad en nuestro tiempo humano.

 



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