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VIAJE APOSTÓLICO A PARÍS Y LISIEUX

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA
ANTE LA BASÍLICA DE SANTA TERESITA DEL NIÑO JESÚS

Lisieux, lunes 2 de junio de 1980

 

Antes de comenzar la ceremonia, el obispo de la diócesis presentó al Papa la bienvenida de la gente de provincias, en especial de Bretaña, y recordó la visita a este lugar del joven sacerdote Wojtyla recién acabada la segunda guerra mundial. Juan Pablo II respondió improvisando estas palabras:

Al terminar mi viaje con esta peregrinación a Lisieux, doy gracias a Dios por haber concedido a la Iglesia a la joven carmelita que llegó a ser patrona de las misiones y de los misioneros, Teresa del Niño Jesús, que vino a ayudarnos a encender de nuevo el fervor misionero por la oración y la acción. Tenemos necesidad todos, quienquiera que seamos, de encontrar nuestro puesto en la Iglesia. Es lo que quería Teresa: que pudiéramos exclamar como ella: Si, he encontrado mi puesto en la Iglesia, y este puesto me lo habéis dado Vos, Dios mío; yo seré el amor. Si Teresa realizó su vocación con fidelidad constante a pesar de sus debilidades, es porque tuvo confianza en la misericordia incansable de Dios. Creemos como ella que el perdón de Dios es más potente que nuestro pecado. Por ello, preparémonos con confianza a celebrar esta Eucaristía reconociéndonos pecadores.

* * *

1. Experimento una gran alegría al haber podido venir a Lisieux con ocasión de mi visita a la capital de Francia. Aquí me encuentro como peregrino con todos vosotros, queridos hermanos y hermanas que, desde muchas regiones de Francia, habéis venido también junto a "Teresita", a quien tanto queremos y cuyo camino hacia la santidad está tan estrechamente ligado al carmelo de Lisieux. Si los estudiosos de la ascética y la mística, y las personas que aman a los santos, acostumbran a llamar a este itinerario de Sor Teresa del Niño Jesús "el caminito", está fuera de toda duda que el Espíritu de Dios que la ha guiado en este camino, lo ha hecho con la misma generosidad con que guió en otro tiempo a su patrona, la "gran Teresa" de Ávila, y con que ha guiado —y continúa guiando— a tantos santos en su Iglesia. ¡Gloria a El por siempre!

La Iglesia se goza en esta maravillosa riqueza de dones espirituales, tan espléndidos y variados, como son todas las obras de Dios en el universo visible e invisible. Cada uno de ellos refleja el misterio interior del hombre y corresponde, a la vez, a las necesidades de los tiempos en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Esto debe decirse de Santa Teresa de Lisieux quien, hasta una época reciente, fue efectivamente nuestra santa "contemporánea". Personalmente así lo veo yo en el marco de mi vida. Pero, ¿continúa siendo la santa "contemporánea"? ¿No ha dejado de serlo para la generación que actualmente está llegando a la madurez en la Iglesia? Habría que preguntárselo a los hombres de esta generación. Permítaseme, en todo caso, decir que los santos no envejecen prácticamente nunca, que los santos no "prescriben" jamás. Continúan siendo los testigos de la juventud de la Iglesia. Nunca se convierten en personajes del pasado, en hombres y mujeres "de ayer". Al contrario: son siempre los hombres y mujeres del "mañana", los hombres del futuro evangélico del hombre y de la Iglesia, los testigos del "mundo futuro".

2. "Los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba! ¡Padre!" (Rom 8, 14-15).

Sería quizá difícil encontrar palabras más sintéticas, y al mismo tiempo más subyugantes, para caracterizar el carisma particular de Teresa Martin, es decir, lo que constituye el don absolutamente especial de su corazón, y que, a través de su corazón, se ha convertido en un don particular para la Iglesia. El don maravilloso en su sencillez, universal y único al mismo tiempo. De Teresa de Lisieux se puede decir con seguridad que el Espíritu de Dios permitió a su corazón revelar directamente, a los hombres de nuestro tiempo, el misterio fundamental, la realidad del Evangelio: el hecho de haber recibido realmente "el espíritu de adopción por el que clamamos: ¡Abba! ¡Padre! "El caminito" es el itinerario de la "infancia espiritual". Hay en él algo único, un carácter propio de Santa Teresa de Lisieux. En él se encuentra, al mismo tiempo, la confirmación y la renovación de la verdad más fundamental y más universal. ¿Qué verdad hay en el mensaje evangélico más fundamental y más universal que ésta: Dios es nuestro Padre y nosotros somos sus hijos?

Esta verdad, la más universal de todas, esta realidad, ha sido igualmente "releída" de nuevo con la fe, la esperanza y el amor de Teresa de Lisieux. Ha sido en cierto sentido redescubierta con la experiencia interior de su corazón y por la forma que tomó su vida, sólo los veinticuatro años de su vida. Cuando ella murió aquí, en el carmelo, víctima de la tuberculosis que venía incubando desde mucho antes, era casi una niña. Dejó el recuerdo del niño: de la infancia espiritual. Y toda su espiritualidad confirmó una vez más la verdad de estas palabras del Apóstol: "Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción...". Sí. Teresa fue la niña. La niña que "confiaba" hasta el heroísmo, y por consiguiente, "libre" hasta el heroísmo. Pero justamente porque lo fue hasta el heroísmo, conoció en la soledad el sabor interior y también el precio interior de esta confianza que impide "recaer en el temor"; de esta confianza que, hasta en las más profundas oscuridades y sufrimientos del alma, permite clamar: "¡Abba! ¡Padre!".

Sí, ella conoció este sabor y este precio. Para quien lee atentamente su "Historia de un alma", es evidente que este sabor de la confianza filial proviene, como el perfume de las rosas, del tallo que tiene también espinas. "Pues, si somos hijos, somos también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con El para ser con El glorificados" (Rom 8, 17). Por esto precisamente, la confianza filial de Teresita, Santa Teresa del Niño Jesús, pero también "de la Santa Faz", es tan "heroica", porque proviene de la ferviente comunión con los sufrimientos de Cristo.

Y cuando veo ante mí a todos estos enfermos, pienso que también ellos, como Teresa de Lisieux, están asociados a la pasión de Cristo y que, gracias a su fe en el amor de Dios, gracias a su propio amor, su ofrenda espiritual obtiene misteriosamente para la Iglesia, para todos los demás miembros del Cuerpo místico de Cristo, un aumento de fuerza. Que no olviden nunca esta bella frase de Santa Teresa: "En el corazón de la Iglesia mi Madre, yo seré el amor". Pido a Dios que conceda a cada uno de estos amigos enfermos, por los que siento un especial afecto, el consuelo y la esperanza.

3. Tener confianza en Dios como Teresa de Lisieux quiere decir seguir el "caminito" por el que nos guía el Espíritu de Dios: El guía siempre hacia la grandeza en la que participan los hijos e hijas de la adopción divina. Siendo niño todavía, un niño de doce años, el Hijo de Dios dijo que su vocación era ocuparse de las cosas de su Padre (cf. Lc 2, 49). Ser niño, hacerse como un niño, quiere decir entrar en el mismo centro de la más grande misión a la que el hombre es llamado por Cristo, una misión que penetra el corazón mismo del hombre. Teresa lo sabía perfectamente. Esta misión tiene su origen en el amor eterno del Padre. El Hijo de Dios como hombre, de una manera visible e "histórica", y el Espíritu Santo, de manera invisible y "carismática", lo realizan en la historia de la humanidad.

Cuando, en el momento de abandonar el mundo, Cristo dice a los Apóstoles: "Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15), por la fuerza de su misterio pascual, los inserta en la gran corriente de la misión eterna. A partir del momento en que los dejó para ir hacia el Padre, comienza al mismo tiempo a venir "de nuevo en la potencia del Espíritu Santo" que el Padre envía en su nombre. El Concilio Vaticano II ha puesto de relieve esta verdad en la conciencia de nuestra generación más profundamente que todas las otras verdades sobre la Iglesia. Gracias a ello todos nosotros hemos comprendido mejor que la Iglesia está constantemente "en estado de misión", lo cual quiere decir que toda la Iglesia es misionera. También hemos comprendido mejor este misterio particular del corazón de Teresita de Lisieux, la cual, a través de su "caminito", fue llamada a participar en la más elevada misión de manera tan plena y tan fructuosa. Precisamente esta "pequeñez" que tanto amaba, la pequeñez del niño, le abrió generosamente toda la grandeza de la misión divina de la salvación, que es la misión eterna de la Iglesia.

Aquí, en su carmelo, en la clausura del convento de Lisieux, Teresa se sintió especialmente unida a todas las misiones y a los misioneros de la Iglesia en el mundo entero. Se sintió ella misma "misionera", presente por la fuerza y la gracia especial del Espíritu de amor en todos los centros misioneros, cercana a todos los misioneros, hombres y mujeres, en el mundo. La Iglesia la proclamó Patrona de las misiones, como a San Francisco Javier, que viajó de modo incansable por Extremo Oriente: sí, ella, Teresita de Lisieux, encerrada en la clausura carmelitana, aparentemente separada del mundo. Y gracias a ella, Lisieux se ha convertido en un lugar de donde parten los esfuerzos por las misiones extranjeras, y también interiores, en Francia.

Me llena de alegría el poder venir aquí poco después de mi visita al continente africano y, ante esta admirable "misionera", ofrecer al Padre de la verdad y del amor eternos todo lo que, por la fuerza del Hijo y del Espíritu Santo, es ya fruto del trabajo misionero de la Iglesia entre los hombres y los pueblos del continente negro. Querría al mismo tiempo, si puedo hablar así, que Teresa de Lisieux me prestara la mirada perspicaz de su fe, su sencillez y confianza, en una palabra, la "pequeñez" juvenil de su corazón, para proclamar ante toda la Iglesia cuan abundante es la mies, y para pedir como ella, para pedir al Dueño de la mies, que envíe, con mayor generosidad aún, obreros a su mies (cf. Mt 9, 37-38). Que El los envíe a pesar de todos los obstáculos y de todas las dificultades que encuentra en el corazón del hombre, en la historia del hombre.

En África he pensado muchas veces: ¡Qué fe, qué energía espiritual tenían estos misioneros del siglo pasado o de la primera mitad de este siglo, y todos estos institutos misioneros que se fundaron, para marchar sin dudarlo a estos países, desconocidos entonces, con el único fin de dar a conocer el Evangelio, de hacer surgir la Iglesia! Veían en ello con toda razón una obra indispensable para la salvación. Sin su audacia, sin su santidad, no habrían existido jamás las Iglesias locales cuyo centenario hemos celebrado recientemente y que son conducidas ya en su mayoría por obispos africanos. Queridos hermanos y hermanas: ¡No perdamos este impulso!

Me consta que de ninguna manera queréis perderlo. Saludo a los ancianos obispos misioneros que se encuentran entre vosotros, testigos del celo del que hablaba. Francia tiene aún muchos misioneros por todo el mundo, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, y algunos institutos se han abierto a las misiones. Aquí veo a los miembros del capítulo de las Misiones Extranjeras de París, y evoco al beato Teófano Vénard, cuyo martirio en Extremo Oriente fue una luz y una llamada para Teresa. Pienso también en todos los sacerdotes franceses que consagran por lo menos algunos años al servicio de las jóvenes Iglesias en el marco de "Fidei donum". Por otra parte, se comprende mejor hoy la necesidad de un intercambio fraternal entre las jóvenes y las antiguas iglesias, en beneficio de las dos. Sé, por ejemplo, que las Obras Misionales Pontificias, en coordinación con la comisión episcopal de las Misiones en el exterior no intentan suscitar sólo la ayuda material, sino formar el espíritu misionero de los cristianos de Francia, y eso me alegra. Este impulso misionero no puede nacer y dar fruto más que a partir de una gran vitalidad espiritual, de la irradiación de la santidad.

4. "Lo bello existe a fin de que nos sintamos atraídos hacia el trabajo", ha escrito Cyprian Norwid, uno de los más grandes poetas y pensadores que ha producido la tierra polaca, y que la tierra francesa ha acogido y conservado en el cementerio de Montmorency...

Demos gracias al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo por los santos. Demos gracias por Santa Teresa de Lisieux. Demos gracias por la belleza profunda, simple y pura que en ella se manifestó a la Iglesia y al mundo. Esta belleza encanta. Y Teresa de Lisieux tiene un don especial para encantar por la belleza de su alma. Aun sabiendo todos nosotros que esta belleza fue difícil y que creció en el sufrimiento, no por eso deja de alegrar con su encanto especial los ojos de nuestras almas.

Nos seduce esta belleza, esta flor de santidad que creció en este suelo; y su encanto estimula constantemente nuestros corazones al trabajo: "Lo bello existe a fin de que nos sintamos atraídos hacia el trabajo". Hacia el trabajo más importante, en el que el hombre aprende a fondo el misterio de su humanidad. Descubre en él mismo lo que significa haber recibido "un espíritu de adopción", radicalmente distinto de "un espíritu de esclavitud", y comienza a clama con todo su ser: "¡Abba! ¡Padre!" (cf. Rom 8, 15).

Por los frutos de este magnífico trabajo interior se construye la Iglesia, el Reino de Dios en la tierra, en su sustancia más profunda y más fundamental, el grito "¡Abba! ¡Padre!", que resuena a lo ancho de todos los continentes de nuestro planeta, torna en su eco a la silenciosa clausura carmelitana, a Lisieux, haciendo siempre vivo el recuerdo de Teresita, quien en su vida breve y oculta pero tan rica, pronunció con una fuerza particular "¡Abba! ¡Padre!". Gracias a ella, la Iglesia entera ha vuelto a encontrar toda la sencillez y toda la lozanía de este grito, que tiene su origen y su fuente en el corazón del mismo Cristo.

 



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