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VISITA PASTORAL A OTRANTO

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 5 de octubre de 1980

 

1. El recuerdo de los Mártires nos ha hecho venir hoy aquí, a Otranto. Nos ha hecho venir aquí la veneración hacia el martirio, sobre el cual se construye, desde el comienzo, el Reino de Dios, proclamado e iniciado en la historia humana por Jesucristo.

La verdad sobre el martirio tiene en el Evangelio una elocuencia llena de penetrante profundidad y, al mismo tiempo, de transparente sencillez. Cristo no promete a sus discípulos éxitos terrenos o prosperidad material; no presenta ante sus ojos una "utopía", como ha sucedido mas de una vez, y como sucede siempre, en la historia de las ideologías humanas. El dice sencillamente a sus discípulos: "os perseguirán". Os entregarán a los organismos de las diversas autoridades, os meterán en la cárcel, os llevarán ante los diversos tribunales. Todo esto "por amor de mi nombre" (Lc 21, 12).

¡La substancia del martirio está vinculada, desde el comienzo y en el curso de todos los siglos, con este nombre! Nosotros llamamos mártires a los cristianos que, en el curso de la historia, han padecido sufrimientos, frecuentemente terribles por su crueldad, "in odium fidei". A aquellos a quienes "in odium fidei" se les infligía finalmente la muerte. Por lo tanto, a aquellos que aceptando, en este mundo, los sufrimientos y padeciendo la muerte, dieron un testimonio particular de Cristo.

Poniendo ante los ojos de sus discípulos la imagen de los sufrimientos que les esperan, a causa de su nombre, el Maestro dice: "Será para vosotros ocasión de dar testimonio" (Lc 21, 13).

2. Hace 500 años, aquí, en Otranto, 800 discípulos de Cristo dieron precisamente este testimonio, aceptando la muerte por el nombre de Cristo. A ellos se refieren las palabras que el Señor Jesús pronunció sobre el martirio: "seréis aborrecidos de todos a causa de mi nombre" (Lc 21, 17). Sí. Fueron objeto de odio. Bebieron, por el nombre de Cristo, el cáliz de este odio hasta el fondo, a semejanza de su Maestro, que, desde la Cena pascual se trasladó directamente a Getsemaní y allí oraba: "Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz" (Lc 22, 42). Sin embargo, el cáliz del odio humano, de la crueldad y de la cruz no se alejó; Cristo, obediente al Padre, lo vació hasta el fondo: "no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42).

El testimonio de Getsemaní y de la cruz es un sello definitivo, impreso sobre todo lo que Jesús ha hecho y enseñado. El, aceptando la muerte, dio su vida por la salvación del mundo. Los Mártires de Otranto, aceptando la muerte, dieron su vida por Cristo. Y de este modo dieron un testimonio particular de Cristo.

El testimonio de los mártires los introduce de modo particular también en el misterio pascual de Cristo. "Por vuestra paciencia —dice Jesús— salvaréis vuestras almas" (Lc 21, 19). Como El mismo conquistó la nueva vida, aceptando la muerte, así los mártires, aceptando la muerte, conquistan la vida, a la que Cristo con su resurrección dio comienzo.

3. "Esa" Vida: la Vida nueva y plena desmiente, en cierto sentido, la experiencia de la muerte. Desmiente, sobre todo, la certeza de aquellos que, al infligir la muerte, creían haber quitado la vida a los mártires, haberlos privado de la vida y haberles arrancado, de manera definitiva, de la tierra de los vivientes.

"A los ojos de los necios parecen haber muerto, y su partida es reputada por desdicha. Su salida de entre nosotros, por aniquilamiento". Así proclamaba el autor del Libro de la Sabiduría (3, 2-3), ya mucho tiempo antes de que Cristo pronunciase sus palabras sobre el martirio.

"...pero gozan de paz" (Sab 3-3). ¡Pero ellos viven en la paz!

En el acto del martirio, pues, tiene lugar, por decirlo así, una radical contraposición de los criterios y de los fundamentos mismos del pensar. La muerte humana de los mártires, la muerte unida al sufrimiento y al tormento —así como la muerte de Cristo en la cruz— cede, en cierto sentido, ante otra realidad superior. El autor del Libro de la Sabiduría escribe: "Las almas de los justos están en las manos de Dios, y el tormento no los alcanzará" (Sab 3. 1).

Esta otra realidad superior no anula el hecho del tormento y de la muerte, así como no anuló el hecho de la pasión y de la muerte de Cristo. Ella, la "mano" invisible de Dios solamente transforma este hecho humano. Lo transforma ya incluso en su trama terrestre, mediante la potencia de la fe, que se revela en las almas de los mártires ante el tormento y el sufrimiento:

"Aunque a los ojos de los hombres fueran atormentados, su esperanza está llena de inmortalidad" (Sab 3, 4).

La fuerza de esta fe y la fuerza de la esperanza que proviene de Dios son más potentes que el castigo y que la misma muerte. Los mártires dan testimonio de Cristo precisamente por esta fuerza de la fe y de la esperanza. En efecto, ellos, semejantes a El en la pasión y en la muerte, proclaman, al mismo tiempo, la potencia de su resurrección. Basta recordar aquí cómo moría el primer mártir de Cristo, el diácono Esteban; se consumió gritando: "Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre en pie a la diestra de Dios" (Act 7, 56).

Así, pues, gracias a la fuerza de la fe y a la potencia de la esperanza, cambian, en cierto sentido, las proporciones: las proporciones de la vida y de la muerte, de la derrota y de la victoria, del despojamiento y de la elevación. El autor del Libro de la Sabiduría escribe a continuación: "Después de un breve castigo serán colmados de bendiciones, porque Dios los probó y los halló dignos de sí" (Sab 3, 5).

4. Aquí tocamos un punto especialmente importante en el hecho del martirio. El martirio es una gran prueba, en cierto sentido, es la prueba definitiva y radical. Es la prueba mayor del hombre, la prueba de la dignidad del hombre delante de Dios mismo. Es difícil, a este propósito, decir más de lo que afirma precisamente el Libro de la Sabiduría: "Dios los probó y los halló dignos de sí" (Sab 3, 5). No existe una medida mayor de la dignidad del hombre que la que se halla en Dios mismo, en los ojos de Dios. El martirio es, pues, "la" prueba del hombre que tiene lugar ante los ojos de Dios, una prueba en la que el hombre, ayudado por la potencia de Dios, obtiene la victoria.

A través de ésta prueba han pasado, en el curso de la historia, numerosos confesores y discípulos de Cristo. A través de esta prueba pasaron los Mártires de Otranto, hace 500 años. A través de esta prueba han pasado y pasan los mártires de nuestro siglo, mártires frecuentemente desconocidos, o poco conocidos, aun cuando no se hallan lejos de nosotros.

Y así en estas circunstancias de hoy no puedo menos de dirigir mi mirada, más allá del mar, a la no distante heroica Iglesia en Albania, sacudida por dura y prolongada persecución, pero enriquecida por el testimonio de sus mártires: obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y simples fieles.

Además de a ellos, mi pensamiento se dirige también a los hermanos cristianos y a todos los creyentes en Dios, que sufren una parecida suerte de privaciones en esa nación.

Es un deber especial de todos los cristianos, según la tradición heredada de los primeros siglos, estar espiritualmente cercanos a todos aquellos que sufren violencia a causa de su fe. Diría más: aquí se trata también de una solidaridad debida a las personas y a las comunidades, cuyos derechos fundamentales son violados o incluso totalmente conculcados. Debemos orar para que el Señor sostenga a estos hermanos nuestros con su gracia en estas difíciles pruebas. Y queremos orar también por quien los persigue, repitiendo la invocación de Cristo en la cruz, dirigida al Padre: "Perdónalos, porque no saben lo que hacen".

Muy frecuentemente se trata de calificar a los mártires como "culpables de reatos políticos". También Cristo fue condenado a muerte aparentemente por este motivo: porque afirmaba que era rey (cf. Lc  23, 2). Por esto, no olvidemos a los mártires de nuestro tiempo. No nos comportemos como si no existieran. Demos gracias a Dios porque ellos han superado victoriosamente la prueba. Imploremos la fuerza del Espíritu Santo para los perseguidos que todavía deben medirse con esta prueba. Que se cumplan en ellos las palabras del Maestro: "Yo os daré un lenguaje y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios" (Lc 21, 15).

Permanezcamos en comunión con los mártires. Ellos abren el cauce más profundo del río divino de la historia. Ellos construyen los fundamentos más consistentes de esa ciudad divina que se eleva hacia la eternidad. El autor del Libro de la Sabiduría proclama: "(Dios) los probó como el oro en el crisol, y le fueron aceptados como sacrificio de holocausto" (Sab 3, 6).

5. En la Iglesia terrena permanece el recuerdo y la veneración de los Santos Mártires, como aquí en Otranto, y en tantos otros lugares de Italia, de Europa y del mundo. En el Reino de Dios reciben junto a Cristo una particular fuerza y poder en el misterio de la Comunión de los Santos y en toda la economía divina de la verdad y del amor.

"Dominarán sobre los pueblos, y su Señor reinará por los siglos. Los que confían en El conocerán la verdad, y los fieles a su amor permanecerán con El, porque la gracia y la misericordia son la parte de sus elegidos" (Sab 3, 8-9).

Los mártires, ante la Majestad de la divina justicia, podrán gritar, tal como leemos en el Apocalipsis: "¿Hasta cuándo, Señor, Santo, Verdadero, no juzgarás y vengarás nuestra sangre en los que moran sobre la tierra?" (Ap 6, 10). Sin embargo, en la luz eterna de la Santísima Trinidad, unidos en la suprema Verdad y en el perfecto amor, ellos se convertirán en portavoz de la gracia y de la misericordia para sus hermanos y hermanas en la tierra. Aún más, lo serán para sus mismos perseguidores. Lo serán sobre todo para la Iglesia, que, según los designios misericordiosos de Dios, debe ser la "ciudad divina" elevada entre los pueblos, debe ser "en Cristo como un sacramento, o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium, 1).

Y por eso precisamente, esta Iglesia, reunida hoy en Otranto, ante la insigne tumba de los Mártires, desea elevar, por medio de ellos, en el espíritu de la misión que le es propia, su plegaria a Dios. En esta plegaria se colocan en el primer lugar los problemas que hoy nosotros, desde esta insigne tumba de los Mártires de Otranto, después de 500 años, vemos de modo nuevo y con una nueva claridad, en la perspectiva de la cruz de Cristo y de la misión de la Iglesia.

6. El Concilio Vaticano II, el cual ha afirmado que "la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium, 1), ha manifestado también su actitud coherente con esta profesión en relación a esos acontecimientos que, en el pasado, contrapusieron recíprocamente a musulmanes y cristianos como enemigos: "Si en el transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y enemistades entre cristianos y musulmanes, el sagrado Concilio exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, procuren sinceramente una mutua comprensión, defiendan y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad (Nostra aetate, 3).

Para nosotros tienen una importancia decisiva estas palabras. En el mismo espíritu ya he tenido ocasión de hablar más de una vez: en Ankara, capital de Turquía, durante mi visita a ese país el año pasado, y también en Nairobi, en Acra, en Uagadugú y en Abiyán, durante mi reciente viaje a tierra africana.

Hoy, junto a las tumbas gloriosas de los Mártires de Otranto, invoco la intercesión de aquellos cuyas "almas están en las manos de Dios", y, juntamente con toda la Iglesia, elevo una oración ferviente para que las palabras de la enseñanza. del Concilio Vaticano II lleguen a ser cada vez más una realidad. En este momento dirijo un deferente y cordial recuerdo a la Iglesia de Bizancio, que tuvo vínculos históricos con la Iglesia local de Otranto.

Desde esta antigua tierra de Pulla, extendida como una cabeza de puente hacia levante, miramos con atención y simpatía a las regiones de Oriente y particularmente allá donde tuvieron origen histórico las tres grandes religiones monoteístas, es decir, el cristianismo, el judaísmo y el islamismo. Tenemos presente en la memoria lo que el Concilio dice de "aquel pueblo que recibió los testamentos y las promesas y del que nació Cristo según la carne (cf. Rom 9, 45). Por causa de los padres es un pueblo amadísimo en razón de la elección, pues Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación (cf. Rom 11, 28-29)". Y a continuación leemos en la misma página del Concilio Vaticano II: "Pero el designio de salvación abarca también a los que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que, confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día postrero" (Lumen gentium, 16).

Al mismo tiempo no podemos cerrar los ojos ante situaciones particularmente delicadas que allí se han creado y todavía subsisten. Han estallado durísimos conflictos; la región de Oriente Medio está invadida por tensiones y contiendas, con el peligro siempre amenazador de que vuelvan a explotar nuevas guerras. Es doloroso advertir que frecuentemente los choques se han producido siguiendo las líneas de división entre grupos confesionales diversos, de manera que ha sido posible para algunos, por desgracia, alimentarlos artificiosamente apoyándose en el sentimiento religioso.

Son conocidos los términos del drama medio-oriental: el pueblo judío, después de experiencias trágicas, unidas al exterminio de tantos hijos e hijas, impulsado por el ansia de seguridad, dio vida al Estado de Israel; al mismo tiempo se creó la dolorosa condición del pueblo palestino, excluido en parte muy notable de su tierra. Son hechos que están ante los ojos de todos. Y otros países, como el Líbano, sufren por una crisis que amenaza con volverse crónica. Finalmente, en estos días, un encarnizado conflicto tiene lugar en una región cercana, entre Irak e Irán.

Reunidos hoy aquí, junto a las tumbas de los Mártires de Otranto, meditemos sobre las palabras de la liturgia, que proclaman su gloria y su potencia en el Reino de Dios: "Dominarán sobre los pueblos, y su Señor reinará por los siglos". En unión, pues, con estos Mártires, presentemos al Dios único, al Dios viviente, al Padre de todos los hombres los problemas de la paz en Oriente Medio y también el problema, que nos resulta tan entrañable, del acercamiento y del verdadero diálogo con aquellos a los que nos une —a pesar de las diferencias— la fe en un solo Dios, la fe heredada de Abraham. Que el espíritu de unidad, de recíproco respeto y entendimiento se manifieste más potente que lo que divide y contrapone.

Líbano, Palestina, Egipto, la Península Arábica, Mesopotamia nutrieron desde milenios las raíces de tradiciones sagradas para cada uno de los tres grupos religiosos; allí también, durante siglos, han convivido en los mismos territorios comunidades cristianas, judías e islámicas; en esas regiones; la Iglesia católica se gloría de comunidades insignes, por antigüedad de historia, vitalidad; variedad de ritos, características espirituales propias.

Destaca en alto sobre todo este mundo, como un centro ideal, un cofre precioso que guarda los tesoros de las memorias más venerandas, y ella misma es el primero de estos tesoros, la Ciudad Santa, Jerusalén, objeto hoy de una disputa que parece sin solución, mañana —¡si se quiere!—, mañana, encrucijada de reconciliación y de paz.

Sí, recemos para que Jerusalén, en vez de ser, como es hoy, objeto de contienda y división, se convierta en el punto de encuentro hacia el que continúen dirigiéndose las miradas de los cristianos, de los judíos y de los musulmanes, como al propio hogar común, en torno al cual se sientan hermanos, ninguno superior, ninguno deudor de los otros; hacia el cual vuelvan a dirigir sus pasos los peregrinos, seguidores de Cristo, o fieles de la ley mosaica, o miembros de la comunidad del Islam.

7. Y ahora nuestro pensamiento se dirige una vez más hacia la liturgia de los mártires. Miremos con los ojos del autor del Apocalipsis y veamos en el insigne cementerio de Otranto, y, al mismo tiempo, en la perspectiva de la Jerusalén eterna... veamos "bajo el altar las almas de los que habían sido degollados por la Palabra de Dios y por el testimonio que guardaban... Y a cada uno le fue dada una túnica blanca, y les fue dicho que estuvieran callados un poco de tiempo aún, hasta que se completara el número de sus consiervos y hermanos" (Ap 6, 9. 11).

 



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