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VIAJE APOSTÓLICO A LA REPÚBLICA FEDERAL DE ALEMANIA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA EN EL ESTADIO
«BUTZWEILER HOF» DE COLONIA


Sábado 15 de noviembre de 1980

 

1. "El reino de Dios es semejante a una red..." (Mt 13, 47). Permitidme, ilustre Pastor de la venerable Iglesia de Colonia, ilustres hermanos, cardenales y obispos, permitidme vosotros, queridos hermanos y hermanas, que en esta celebración eucarística intente explicar el significado de nuestro extraordinario encuentro en este día con ayuda de esta parábola, con la ayuda de las palabras de Cristo, que siempre aclaraba y explicaba el Reino de Dios por medio de parábolas, anunciando así El la presencia de este Reino en medio del mundo.

También nosotros debemos encontrarnos en esta dimensión. Este es en cierto sentido el objetivo esencial de la visita que en estos días el Sucesor del Apóstol Pedro en la sede episcopal de Roma realiza a vuestra Iglesia en Alemania, a vosotros aquí en Colonia, que representáis la Iglesia de Dios, desde que hace muchos siglos se formó sobre la "Colonia Agrippina" romana. El más noble símbolo de esta Iglesia ha sido siempre su magnífica catedral, de cuya significación espiritual también vosotros os hacéis conscientes ahora en el jubileo de este año: anuncia magníficamente el Reino de Dios entre nosotros.

Nosotros, que ahora formamos la Iglesia de Cristo sobre la tierra, en este trozo de la tierra alemana, deberíamos encontrarnos en la dimensión de la verdad del Reino de Dios: Cristo ha venido para revelar este Reino y para introducirlo en la tierra, en cada lugar de la tierra, en los hombres y entre los hombres.

Este Reino de Dios se encuentra en medio de nosotros (cf. Lc 17, 21), del mismo modo como lo ha estado en todas las generaciones de vuestros padres y antepasados. Como ellos, también nosotros rezamos cada día en el Padrenuestro: "Venga tu reino". Estas palabras testimonian que el Reino de Dios está siempre delante de nosotros, que nosotros caminamos a su encuentro y que, por ello, vamos madurando en medio de ese camino intrincado, e incluso a veces errado, de nuestra existencia mundana. Nosotros testimoniamos con esas palabras que el Reino de Dios se va realizando y se nos va acercando constantemente, aun cuando con tanta frecuencia lo perdamos de vista y ya no percibamos la figura concreta que de él nos presenta el Evangelio. A menudo parece como si la única y exclusiva dimensión de nuestra existencia fuera "este mundo", "el reino de este mundo" con su figura visible, con su sofocante progreso en ciencia y técnica, en cultura y economía..., sofocante y no pocas veces exasperante. Sin embargo, cuando cada día o al menos de vez en cuando nos hincamos de rodillas para rezar, siempre repetimos, en medio de esa atmósfera en que vivimos, las mismas palabras: "Venga a nosotros tu reino".

Queridos hermanos y hermanas: Estas horas en las que aquí se desarrolla nuestro encuentro, este tiempo que yo puedo pasar entre vosotros, gracias a vuestra invitación y hospitalidad, es el tiempo del Reino de Dios: del reino que ya "está aquí" y a la vez de ese reino que todavía "viene". Por ello, todo lo esencial de esta visita tenemos que explicarlo con la ayuda de esa parábola que en el Evangelio de hoy hemos escuchado: "El reino de Dios es semejante...".

2. ¿A quién se asemeja?

Según las palabras de Jesús, tal cómo nos las han transmitido los cuatro Evangelistas, este Reino de Dios viene esclarecido a través de múltiples parábolas y comparaciones. La comparación de hoy es una de ellas. Nos parece unida de un modo singularmente estrecho a aquel trabajo que desempeñaban los Apóstoles de Cristo, entre ellos Pedro, y muchos de sus oyentes a la orilla del mar de Genesaret. Cristo dice: el reino de los cielos es semejante "a una red barredera, que se echa en el mar y recoge peces de toda suerte" (Mt 13, 47). Estas sencillas palabras transforman por completo la imagen del mundo, la imagen de nuestro mundo de hombres, tal como nosotros lo forjamos con nuestra experiencia y nuestra ciencia. Pero experiencia y ciencia no pueden traspasar en modo alguno esas fronteras inherentes al "mundo" y a la existencia humana, esas fronteras necesariamente unidas al "mar del tiempo", las fronteras de un mundo en el que el hombre nace y muere, de acuerdo con las palabras del Génesis: "polvo eres, y al polvo volverás" (Gén 3, 19). La comparación de Cristo habla, por el contrario, del traspaso del hombre a un "mundo" distinto, a una nueva dimensión de su existencia. El Reino de los cielos es precisamente esa nueva dimensión que se abre sobre el "mar del tiempo" y es, simultáneamente, la "red" que actúa en ese mar para conseguir el definitivo destino del hombre y de todos los hombres en Dios.

Nuestra parábola de hoy nos invita a reconocer el Reino de los cielos como la definitiva realización de esa justicia a la que el hombre aspira con el incesante deseo que el Señor ha puesto en su corazón, de esa justicia que el mismo Jesús obró y anunció, de esa justicia, por fin, que Cristo selló con su propia sangre en la cruz.

En el Reino de los cielos, el "reino de la justicia, del amor y la paz" (Prefacio de la fiesta de Cristo Rey), el hombre se encontrará también a sí mismo realizado, pues el hombre es el ser que, surgiendo de la profundidad de Dios, esconde en sí una profundidad tal que sólo Dios puede colmar. El, el hombre, es con todo su ser una imagen y semejanza de Dios.

3. Jesús ha fundamentado su Iglesia sobre los doce Apóstoles, de los que la mayoría eran pescadores. La imagen de la red les era bien familiar. Jesús quería hacerlos pescadores de hombres. También la Iglesia es una red, una red ensamblada por el Espíritu, entretejida por la misión apostólica, operante por la unidad en la fe, vida y amor.

Pienso en estos momentos en la espaciosa red de toda la Iglesia universal. Ante mis ojos está al mismo tiempo cada una de las Iglesias de vuestro país, especialmente la gran Iglesia en Colonia y los obispados circundantes. Ante mis ojos tengo, finalmente, la más pequeña de las Iglesias, la "Ecclesiola", la iglesia doméstica, a la que el reciente Sínodo de los Obispos en Roma ha prestado tan profunda atención en el tema sobré la " Misión de la familia cristiana".

La familia: Iglesia doméstica, comunidad única e irreemplazable de personas, sobre la que San Pablo nos hablaba en la segunda lectura de hoy. El tiene presente, naturalmente, el aspecto de la familia cristiana de su tiempo; lo que él dice tenemos, pues, que aplicarlo nosotros a los intereses de las familias en nuestro tiempo: lo que dice a los maridos, lo que dice a las mujeres, a los hijos, a los padres y, finalmente, lo que él nos dice a todos: "Vosotros, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos y perdonándoos mutuamente... Pero por encima de todo esto, vestíos de la caridad, que es vínculo de perfección. Y la paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados en un solo cuerpo. Sed agradecidos" (Col 3, 12-15); ¡Qué gran lección para la espiritualidad matrimonial y familiar!

Nosotros, sin embargo, no debemos cerrar los ojos al otro aspecto; los padres sinodales se han ocupado de él muy en serio: estoy pensando en las dificultades que hoy supone el alto ideal de la comprensión y del comportamiento cristiano de la familia. La moderna sociedad industrial ha modificado básicamente las condiciones de vida del matrimonio y de la familia. Matrimonio y familia eran antes no sólo comunidad de vida, sino también comunidad de producción y economía. Vivían desplazados de las múltiples funciones públicas. El clima de hoy, abierto al exterior, no siempre resulta acogedor para el matrimonio y la familia. En nuestra anónima civilización de masas, ellos aparecen sin embargo como el lugar de refugio ante la búsqueda constante de seguridad y felicidad. Matrimonio y familia son hoy, pues, más importantes que nunca: célula germinal para la renovación de la sociedad; fuente de energía por la que la vida se hace más humana y, tomando de nuevo la imagen, red que da firmeza y unidad, emergiendo de las corrientes del abismo.

No permitamos que esta red se destroce. El Estado y la sociedad inician su propia ruina en el momento en que no promuevan ya activamente el matrimonio y la familia, en el momento en que no los protejan, equiparándolos a otras comunidades de vida no matrimoniales. Todos los hombres de buena voluntad, especialmente nosotros, los cristianos, estamos llamados a descubrir de nuevo la dignidad y el valor del matrimonio y de la familia, viviendo ante los demás de una manera que convenza. La Iglesia ofrece desde la luz de la fe su consejo y su servicio espiritual.

5. El matrimonio y la familia están profundamente, vinculados a la dignidad personal del hombre. Nacen no sólo del impulso instintivo y la pasión, no sólo del afecto; nacen ante todo de una libre decisión de voluntad, de un amor personal, por el que los cónyuges llegan a ser no sólo una misma carne, sino también un único corazón y una sola alma. La unión corporal y sexual es algo grande y hermoso. Pero solamente es digna del hombre si ella es integrada en una vinculación personal, reconocida por la sociedad civil y eclesiástica. Toda unión carnal entre hombre y mujer tiene, por tanto, su legítimo lugar sólo dentro del recinto de fidelidad personal, exclusiva y definitiva, en el matrimonio. El carácter definitivo de la fidelidad matrimonial, que muchos hoy parecen no comprender ya, es igualmente una expresión de la dignidad incondicional del hombre. No se puede vivir solamente de prueba; no se puede morir solamente de prueba.

No se puede amar sólo de prueba, aceptar a una persona sólo de prueba y por un tiempo determinado.

6. Así, pues, el matrimonio está orientado hacia la permanencia, hacia el futuro. Mira siempre hacia adelante. Es el único lugar adecuado para la procreación y educación de los hijos. El amor cristiano está, por tanto, orientado esencialmente también a la fecundidad. En esta tarea de transmitir la vida humana, los esposos son colaboradores del amor de Dios creador. Yo sé que también aquí las dificultades son grandes en la sociedad actual. Cargas sobre todo para la mujer, viviendas reducidas, problemas económicos e higiénicos, inconvenientes que se crean, a veces ex profeso, a las familias numerosas, todo esto constituye un obstáculo para un mayor número de hijos. Yo apelo a todos los que tienen responsabilidad y poder en la sociedad: haced cuanto sea posible para crear recursos. Pero apelo sobre todo a vuestra propia conciencia y a vuestra responsabilidad personal, queridos hermanos y hermanas. En vuestra conciencia tenéis que tomar la decisión ante Dios sobre el número de vuestros hijos.

Como esposos, estáis llamados a una paternidad responsable. Pero esto significa que vuestra planificación familiar debe ser tal que respete las normas y criterios éticos. Es lo que ha subrayado el último Sínodo de los Obispos. Con gran vehemencia quisiera recordaros hoy especialmente, dentro de este contexto, las siguientes palabras: Eliminar una vida que aún está por nacer, no es un medio legitimo de planificación familiar. Os repito lo que dije a los trabajadores, el 31 de mayo del presente año, en el suburbio parisiense de Saint-Denis: "El primer derecho del hombre es el derecho a la vida. Hemos de defender este derecho y este valor. De lo contrario, toda la lógica de la fe en el hombre, todo el programa del progreso verdaderamente humano, se tambaleará y se vendrá abajo". Se trata, en efecto, de servir a la vida (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 de junio de 1980, pág. 7).

7. Queridos hermanos y hermanas: Sobre la base y el presupuesto indispensable de lo dicho hasta aquí tornemos ahora al profundo misterio del matrimonio y la familia. El matrimonio es, en la perspectiva de nuestra fe, un sacramento de Jesucristo. El amor y la fidelidad matrimonial son protegidos y encauzados por el amor y la fidelidad de Dios en Jesucristo. La fuerza de su cruz y su resurrección guía y santifica el matrimonio cristiano.

Como ha puesto de relieve el reciente Sínodo de los Obispos en su mensaje a las familias cristianas en el mundo contemporáneo, la familia cristiana está llamada de un modo singular a colaborar en el plan salvífico de Dios ayudando a sus miembros "a ser, a su vez, agentes de la historia de la salvación y signos vivos del plan amoroso de Dios sobre el mundo" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 2 de noviembre de 1980, pág. 10).

El matrimonio y la familia, constituidos por el sacramento en una "iglesia en pequeño" o iglesia doméstica, tienen que ser una escuela de fe y un lugar de oración común. Yo confiero precisamente una gran importancia a la oración en la familia. Ella da fortaleza para superar los múltiples problemas y dificultades. En el matrimonio y la familia tienen que crecer y madurar las principales virtudes humanas y cristianas, sin las cuales no puede subsistir ni la Iglesia ni la sociedad. Aquí se encuentra el primer espacio del apostolado laico-cristiano y del sacerdocio común de todos los bautizados. Tales matrimonios y familias, impregnados de espíritu cristiano, son también los auténticos seminarios, es decir, el lugar donde se siembra la llamada espiritual al estado sacerdotal y religioso.

Queridos esposos y padres, queridas familias: En este encuentro eucarístico de hoy, ¡nada podría desearos yo con más afecto que el que todos vosotros y todas y cada una de las familias forméis una "iglesia doméstica" de esa índole, una iglesia en pequeño; que se realice en vosotros la parábola del Reino de Dios; que experimentéis la presencia del Reino de Dios, siendo vosotros mismos una "red" viva que unifica, que lleva y que da seguridad —seguridad para vosotros y para cuantos se encuentren en vuestro entorno—!

Esta es mi bendición, la bendición que yo os expreso como vuestro invitado y peregrino, como servidor de vuestra salvación.

8. Y ahora permitidme que, al final de estas básicas consideraciones sobre el Reino de Dios y la familia cristiana, me refiera una vez más a San Alberto Magno. La festividad de su VII centenario me ha conducido a vuestra ciudad, donde se encuentra la tumba de este hijo ilustre de vuestro país. Nacido en Lauingen, fue un gran hombre de ciencia a lo largo de toda su vida, un hijo espiritual de Santo Domingo y, al mismo tiempo, el maestro de Santo Tomás de Aquino. Siendo uno de los hombres más grandes de espíritu del siglo XIII, como ningún otro supo entretejer la red, trabando unitariamente fe y razón, sabiduría de Dios y sabiduría del mundo. Hoy visitaré también su ciudad natal, al menos en espíritu, cuando aquí en Colonia permanezca junto a su tumba y medite con vosotros las palabras con las que la liturgia de hoy le elogia: "Si le place al Señor soberano, le llenará el espíritu de inteligencia... Dirige su voluntad y su inteligencia a meditar los misterios de Dios. Publica las enseñanzas de su doctrina y se gloriará en conocer la Ley y la divina alianza. De muchos será alabada su inteligencia y jamás será echado en olvido. No se borrará su memoria, y su nombre vivirá de generación en generación. Los pueblos cantarán su sabiduría y la asamblea pregonará sus alabanzas" (Sir 39, 8-14).

Nada es necesario añadir a estas palabras del sabio Jesús Sirach. Pero nada tampoco se debe omitir. Ellas describen perfectamente la figura de este hombre, a quien vuestra patria y vuestra ciudad alaba, de este hombre que es motivo de gozo para toda la Iglesia. Alberto Magno, doctor universal; Alberto Magno, hombre de un saber amplísimo: un verdadero "discípulo del Reino de Dios".

Habiendo reflexionado hoy juntos sobre la vocación de la familia cristiana a la construcción del Reino de Dios sobre la tierra, las palabras de la parábola de Cristo nos deben dar también la más profunda significación de este santo a quien hoy solemnemente recordamos. En efecto, Cristo dice: "Todo escriba instruido en la doctrina del reino de los cielos es como el amo de casa, que de su tesoro saca lo nuevo y lo añejo" (Mt 13, 52).

A un tal amo de casa se asemeja también San Alberto. Que su ejemplo y su intercesión me acompañen cuando en mi peregrinaje por vuestro país intente, como pescador de hombres, hacer más tupida la red y arrojarla una y otra vez para que llegue el Reino de Dios. Amén.

Antes, sin embargo, de proseguir esta celebración litúrgica, es para mí una obligación manifestar, en el curso de nuestras reflexiones sobre la familia y el matrimonio, un sentimiento del corazón, en nombre de todos vosotros: mi consternación por el inhumano secuestro de una niña de once años, Cornelia Becker, que ha tenido lugar recientemente en vuestro país. También nosotros queremos compartir el temor de sus padres por el destino de su hija. De nuevo experimentamos con dolor hasta dónde puede llevar la aberración y la falta de sentimientos de los hombres. En nombre de los sentimientos de humanidad lanzo un llamamiento a los secuestradores: ¡Renunciad a vuestra cruel acción! ¡Dejad libre inmediatamente a la inocente niña Cornelia! Queremos llevar también ahora a la oración a Dios este deseo, pues El tiene acceso al corazón de los hombres, cuando fallan nuestras palabras. Pidamos con los apesadumbrados padres por el feliz y pronto encuentro con su hija.

 



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