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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SANTA GALA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

 III domingo del tiempo ordinario, 25 de enero de 1981

 

1. "El Señor es mi luz y mi salvación" (Sal 26, [27], 1).

Estas palabras del Salmo responsorial son, a la vez, confesión de fe y expresión de júbilo: fe en el Señor y en lo que El representa de luminoso para nuestra vida; júbilo por el hecho de que El es esta luz y esta salvación, en la que podemos encontrar seguridad e impulso para nuestro camino cotidiano.

Nos podemos preguntar: ¿de qué modo es el Señor nuestra luz y nuestra salvación? Cristo se convierte para nosotros en luz y salvación a partir de nuestro bautismo, en el que se nos aplican los frutos infinitos de su bendita muerte en la cruz: entonces viene a ser "para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención" (1 Cor 1, 30). Precisamente para los bautizados, conscientes de su identidad de salvados, valen con plenitud las palabras de la Carta a los Efesios: "Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; andad, pues, como hijos de la luz. El fruto de la luz es todo bondad, justicia y verdad" (Ef 5, 8-9).

Pero la vida cristiana, queridos hermanos y hermanas, no es sólo un hecho individual y privado. Tiene necesidad de desarrollarse a nivel comunitario e incluso público, puesto que la salvación del Señor "está preparada ante la faz de todos los pueblos; luz para iluminación de las gentes" (Lc 2, 31-32). Pues bien, la parroquia es la comunidad en la que el Señor se convierte en luz y salvación de cada uno y de todos para un testimonio común ante la sociedad.

Por tanto, quiero dirigir aquí mi saludo cordial a todos vosotros de la parroquia de Santa Gala en la Garbatella, que sois parte viva de la gran familia diocesana de Roma. Juntamente con el cardenal Vicario y el obispo de la zona, Clemente Riva, saludo a los celosos pastores de vuestras almas: al párroco y a sus colaboradores. También con ellos a los beneméritos miembros de las familias religiosas, masculinas y femeninas, que residen y trabajan en la parroquia. De modo particular quiero mencionar a los miembros de todas las asociaciones católicas, comprometidos en la cura pastoral y en el crecimiento espiritual de toda la comunidad: las mujeres, los hombres, los jóvenes. Sobre todo estos últimos, sepan cuánto espera siempre el Papa de ellos: de su entusiasmo, de su generosidad, de su inteligencia. La parroquia de Santa Gala es muy numerosa; por lo tanto, hay lugar para el trabajó de todos, especialmente de los que están más disponibles a conformarse de lleno con Cristo Señor, que es luz y salvación para todos los hombres. Mientras me complazco, pues, por vuestras varias actividades, os animo también paternalmente a proseguir con gran fraternidad y perseverancia en su realización para beneficio común.

2. El Evangelio de este domingo nos manifiesta cómo Cristo se ha convertido históricamente, al comienzo de su vida pública, en la luz y en la salvación del pueblo al que ha sido enviado. Citando al Profeta Isaías (9, 1), el Evangelista Mateo nos dice que este pueblo "habitaba en tinieblas..., en tierra y sombras de muerte"; pero finalmente "vio una luz grande". Después que la gloria del Señor había envuelto de luz, ya en Belén, a los pastores en la noche (cf. Lc 2, 9), con ocasión del nacimiento de Jesús, ésta es la primera vez que el Evangelio habla de una luz que se manifiesta a todos. Efectivamente, cuando Jesús, después de haber dejado Nazaret y haber sido bautizado en el Jordán, va a Cafarnaún para dar comienzo a su ministerio público, es como si se verificase un segundo nacimiento suyo, que consistía en el abandono de la vida privada y oculta, para entregarse al compromiso total e irrevocable de una vida gastada por todos, hasta el supremo sacrificio de sí. Y Jesús, en este momento, se encuentra en un ambiente de tinieblas. que cayeron nuevamente sobre Israel con motivo del encarcelamiento de Juan Bautista, el precursor.

Pero Mateo nos dice también que Jesús iluminó enseguida eficazmente a algunos hombres, "mientras caminaba junto al lago de Galilea", es decir, en las riberas del lago de Genesaret. Se trata de la llamada a los primeros discípulos, los hermanos Simón y Andrés, y luego a los otros dos hermanos, Santiago y Juan, todos ellos trabajadores dedicados a la pesca. Ellos "inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron". Ciertamente experimentaron la fascinación de la luz secreta que emanaba de El, y sin demora la siguieron para iluminar con su fulgor el camino de su vida. Pero esa luz de Jesús resplandece para todos. En efecto, El se hace conocer por sus paisanos de Galilea, como anota el Evangelista, "enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo". Como se ve, la suya es una luz que ilumina y también caldea, porque no se limita a esclarecer las mentes, sino que interviene también para redimir situaciones de necesidad material. "Pasó haciendo el bien y curando" (Act 10, 38).

3. Una de las mayores conquistas de esta luz fue la de Saulo de Tarso, el Apóstol Pablo, de cuya conversión hace memoria precisamente la liturgia de hoy, 25 de enero. Teniendo presente su propio caso personal, escribió así a los Corintios: "Porque Dios, que dijo: Brille la luz del seno de las tinieblas, es el que ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para que demos a conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo" (2 Cor 4, 6; cf. Act 9, 3). Diría que esta luz brilla particularmente sobre el rostro de Cristo crucificado, "Señor de la gloria" (1 Cor 2, 8), por quien el Apóstol precisamente fue enviado a predicar el Evangelio de la cruz (cf. ib., 1, 17; 2, 2). Esto nos dice lo que es una conversión: una iluminación especial, que nos hace ver de modo nuevo a Dios, a nosotros mismos, y a nuestros hermanos. Así, de maneras diversas, Jesucristo se da a conocer a los distintos hombres y a las sociedades en el curso de los tiempos y en diversos lugares. Los que lo siguen, lo hacen porque han encontrado en El la luz y la salvación: "El Señor es mi luz y mi salvación".

Y también vosotros, queridos hermanos y hermanas, ¿seguís a Cristo? ¿Lo habéis conocido verdaderamente? ¿Sabéis y estáis convencidos a fondo de que El es la luz y la salvación de nosotros y de todos? Este es un conocimiento que no se improvisa; es necesario que os ejercitéis en él cada día, en las situaciones concretas en que está colocado cada uno de vosotros. Se puede, al menos, intentar y llevar esta luz al propio ambiente de vida y de trabajo y dejar que ella ilumine todas las cosas para mirarlo todo a través de esa luz. Esto vale de modo particular para los enfermos y para los que sufren, puesto que, si es verdad que el dolor hunde en la oscuridad, entonces más que nunca se confirma la verdad de la gozosa confesión del Salmista: "Señor, Tú eres mi lámpara; Dios mío, Tú alumbras mis tinieblas" (Sal 18 [17], 29). Pero esto vale para todos: efectivamente, Cristo es luz y salvación de las familias, de los cónyuges, de la juventud, de los niños, y luego también de todos los que se ejercitan en varias profesiones: para los médicos, los empleados, los obreros; cada una de estas categorías, aunque sea en modos diversos, ejercita un servicio para los otros y del conjunto resulta una sociedad bien ordenada y armoniosa. Mas para que todo esto se logre bien, sin roces o conflictos, es preciso que cada uno sepa decir al Señor con humildad y con deseo: "Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero" (Sal 119 [118], 105). Esto es posible si juntamente, y a fondo, se vive la vida parroquial, donde cada uno recibe alimento de todos y todos concurren al crecimiento de cada uno.

4. Volvamos una vez más al Salmo responsorial de la Misa, para hacer un análisis profundo de su contenido.

Desde las primeras palabras aprendemos que la luz y la salvación están en contraste con el temor y el terror.

"El Señor es la defensa de mi vida; ¿quién me hará temblar? El me protegerá en su tienda el día del peligro".

Sin embargo, ¡cuánto temor pesa sobre los hombres de nuestro tiempo! Es una inquietud múltiple, caracterizada precisamente por el miedo al porvenir, de una posible autodestrucción de la humanidad, y luego también, más en general, por un cierto tipo de civilización materialista, que pone el primado de las cosas sobre las personas, y además por el miedo de ser víctimas de violencias y opresiones que priven al hombre de su libertad interior y exterior. Pues bien, sólo Cristo nos libera de todo esto y permite que nos consolemos espiritualmente, que encontremos la esperanza, que confiemos en nosotros mismos en la medida en que confiamos en El: "Contempladlo y quedaréis radiantes" (Sal 34 [33], 6).

Juntamente con esto, como nos sugiere la segunda estrofa, nace el deseo de poder "habitar en la casa del Señor" (Sal 26 [27], 4).

"Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por todos los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo".

¿Qué quiere decir esto? Significa ante todo la condición interior del alma en la gracia santificante, mediante la cual el Espíritu Santo habita en el hombre; y significa además permanecer en la comunidad de la Iglesia y participar en su vida. En efecto, precisamente aquí se ejercita en abundancia esa "misericordia", de la que habla el Salmo y que ha sido el tema de mi última Carta Encíclica, aquí cada uno puede repetir con el Salmista, seguro de ser escuchado: "Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad. Señor" (Sal 25 [24], 7).

Finalmente, estamos orientados hacia la esperanza última, que da a toda la existencia del cristiano su plena dimensión.

"Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor".

El cristiano es hombre de gran esperanza, y precisamente en ella se refleja esa luz y se realiza esa salvación, que es Cristo. Efectivamente, El "hace caminar a los humildes con rectitud, enseña su camino a los humildes" (Sal 25 [24], 9).

5. Queridos hermanos y hermanas, hoy concluye también la Semana de oraciones por la Unidad de los Cristianos. Estos días hemos orado por la unión de todas las denominaciones cristianas, que se han separado en el curso de los siglos. Sabemos que Cristo es único e "indivisible", como proclama San Pablo en la primera Carta a los Corintios: "...Os ruego en nombre de nuestro Señor Jesucristo: poneos de acuerdo y no andéis divididos. Estad bien unidos con un mismo pensar y sentir" (1 Cor 1, 10). Son palabras que se dirigen particularmente a nosotros el día en que termina este octavario de oraciones. Y debemos ponerlas en práctica ante todo nosotros mismos. Pero es necesario que siempre todas las comunidades y parroquias rueguen juntamente con fervor en este espíritu, ¡todas y cada una! Según el Evangelio de Juan, la oración de Jesús en la última Cena tiene esta invocación central: "Que todos sean uno, como tú, Padre estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado"  (Jn 17, 21). Debemos reconocer que los cristianos, en el curso del tiempo, no han hecho honor a este supremo deseo del Señor, y todavía perduran las divisiones que Jesús temía y que no dan buen testimonio ante el mundo. La intención de las oraciones de la pasada semana se formuló con palabras del Apóstol Pablo: "Hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu... Un solo cuerpo" (cf. 1 Cor 12, 3b-13). Así se nos ha propuesto de nuevo el ideal que se debe perseguir incesantemente, en concreto, cada día: el de formar todos juntos el único Cuerpo de Cristo, que es, al mismo tiempo, uno y múltiple, variadamente compuesto y, sin embargo, armónicamente ordenado. Una cosa es cierta: la realización de esta obra puede manifestar mejor a todos la verdad de las palabras del Salmo de la liturgia de hoy: "El Señor es mi luz y mi salvación".

Sólo en El puede volver a encontrar la Iglesia su propia unidad y, en cierto modo, permanecer indivisa, a pesar de todas las divisiones históricas.

Queridísimos, os deseo, ante todo, esto: que vuestra comunidad parroquial de Santa Gala realice en su propio interior una semejante comunión mutua, hecha de fraternidad y de compromiso dinámico, de manera que experimente la belleza de formar una sola familia para ofrecer un auténtico y eficaz testimonio cristiano. ¡Amén!

 



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