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SANTA MISA PARA LOS SEMINARISTAS DE LA DIÓCESIS DE ROMA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Capilla Paulina
Jueves 22 de octubre de 1981

 

Queridísimos alumnos del Seminario mayor romano:

Antes de nada quiero manifestaros la alegría profunda que me invade en este momento al verme entre vosotros que sois la pupila de mis ojos y la esperanza de la Iglesia de Roma. Saludo muy de corazón a todos, tanto a los seminaristas romanos como a los que procedan de otras partes de Italia y también de otros países, entre ellos dos seminaristas polacos. Un saludo cordial especial al cardenal Poletti, al mons. rector y a todos los demás superiores que os han acompañado aquí al comienzo del año escolar.

1. Este encuentro que tenemos en la celebración de la Santa Misa es ocasión sumamente oportuna para confesar juntos nuestra fe en Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y para vivir un momento privilegiado de comunión eclesial intensa, a la que nos han predispuesto ya las lecturas bíblicas que acabamos de escuchar. Pues éstas nos exhortan a renovar en nuestros corazones la expresión de un amor mutuo cada vez más hondo. "Este es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos" (Jn 15, 12-13). Aquí se trata del amor característico del cristiano, del amor redentor que libera de la esclavitud del pecado y llama a la intimidad y amistad con Cristo. "Ya no os llamo siervos... sino amigos" (Jn 15, 15). Sólo el Evangelista Juan, el "discípulo del amor", podía revelarnos en toda su plenitud maravillosa este amor inefable, verdaderamente singular, que se hace visible en la alegría: "...para que me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido" (Jn 15, 11). Este amor confiado se abre a la esperanza venciendo todo temor "...no habéis recibido espíritu de siervos para recaer en el temor" (Rom 8, 15). Es éste un amor que mora en "quienes son movidos por el Espíritu" (Rom 8, 14); en quienes se han asido a la potencia de Dios en su ser y en su acción, y han pasado de la muerte a la vida; en quienes por haber llegado a ser hijos adoptivos, pueden dirigirse a Dios llamándole Padre (cf. Rom 8. 15).

2. Y precisamente este amor extraordinario e inefable parte de Cristo y se difunde en los corazones para hacer prodigios en la Iglesia y seducir el corazón de muchos jóvenes hasta lanzarlos a su seguimiento difícil y sugestivo. Y cabalmente por corresponder a este amor, queridísimos seminaristas, habéis decidido dedicar la vida a Cristo con el deseo de participar en su sacerdocio. Todo esto no puede menos de colmar mi ánimo de honda emoción o intenso afecto hacia vosotros. Si todo obispo encuentra en su seminario lo que da intimidad a un hogar, lo que hace digno un centro de enseñanza, lo que rodea de entusiasmo e ilusión un encuentro; lo que alegra la enseñanza y contagia fervor a la oración; todo esto se da de modo particular cuando este obispo es el de Roma, Pastor universal en quien se posan las miradas del mundo entero.

Como es sabido, el seminario es la expresión de la vitalidad de una diócesis. Es la meta de las celosas fatigas de los párrocos y educadores que actúan en las estructuras parroquiales y en los centros de enseñanza; es una señal clara de que existen comunidades cristianas capaces de hacer madurar en su seno a quienes, revestidos del carácter sacerdotal, continuarán un día la obra de Cristo entre ellos: es un índice de que las familias, ricas en virtudes y espíritu de sacrificio, han merecido la gracia de dar a sus hijos a la Iglesia: es una prueba de que, a pesar de las sombras que a veces ofuscan el mundo, éste es rico en esperanzas y certezas porque puede contar con jóvenes valientes dispuestos a dar la vida por rescatarlo.

Vuestro gran número, si bien no se adecua todavía en la medida requerida a las necesidades del apostolado, ¿acaso no revela que este tiempo postconciliar no se verá privado de sacerdotes valiosos que trabajarán por poner en práctica las enseñanzas y directrices de aquella asamblea ecuménica?

Os será fácil imaginar, por tanto, la emoción que suscita en mi ánimo el teneros aquí ante mis ojos, sabiendo que os habéis comprometido a llegar a ser ministros de Cristo, heraldos del Evangelio y mensajeros de verdad y fraternidad en medio del Pueblo de Dios. Por esto el Papa os ama y sois sus predilectos, y él está continuamente a vuestro lado con el recuerdo y la oración. Por vuestra parte, vosotros también amáis al Papa y a la Iglesia que os disponéis a servir, y tenéis un amor apasionado a Cristo, nuestro Señor bendito, para ser verdaderos discípulos suyos, sus imitadores asiduos, seguidores humildes, amigos fieles, testigos intrépidos y apóstoles infatigables, como pueden y deben ser quienes estén llamados a transformarse en "alter Christus" a través del sacerdocio. Conservad el patrimonio de fe, virtud, saber y santidad que ha acumulado el Seminario mayor romano a lo largo de siglos. El estudio amoroso de Jesús, nuestro Señor, llene vuestras mentes y corazones hasta la plenitud, es decir, hasta que "Cristo sea formado en vosotros" (Gál 4, 19). Para llegar a ser sacerdotes auténticos, es necesario hoy más que nunca testimoniar ante el mundo las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad fraterna, de las que a su vez derivan todas las demás virtudes que deben resplandecer en quien se prepara al sacerdocio.

3. Os sostenga en esta obra de vuestra formación la ayuda de la Virgen de la Confianza, vuestra Patrona celestial. Estoy seguro de que no os cansaréis de invocarla cada día con el rezo del Rosario, siguiendo la tradición piadosa de vuestro Seminario, y con la jaculatoria "Madre mía, confianza mía". Ella no cesará de protegeros y asistiros en las dificultades que encontréis en el largo itinerario que conduce al altar.

Y ahora, prosiguiendo la celebración litúrgica en la que revivimos el drama del amor crucificado y se consuma y sella la unidad eclesial perfecta, roguemos al Señor que encienda en el corazón de muchos jóvenes el ideal del sacerdocio y les dé a gustar la belleza y el gozo de habitar en su casa. según las palabras del Salmista: "¡Cuán amables son tus moradas, oh Yavé Sebaot!" (Sal 83, 1).

 



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