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VIAJE APOSTÓLICO A ARGENTINA

MISA PARA LA NACIÓN ARGENTINA

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Buenos Aires, 12 de junio de 1982

 

 Queridos hermanos y hermanas,

1. En este lindo lugar del monumento a los españoles, en Buenos Aires, nos encontramos reunidos para tributar un homenaje de fe y veneración a Cristo en la Eucaristía; al amor que une, reconcilia y eleva la dignidad del hombre.

Es un lugar que no sólo está ligado al recuerdo del primer centenario de vuestra independencia o que constituye un centro importante en la vida cotidiana de los habitantes, adultos y chicos, de la ciudad capital de la nación.

Por encima de todo ello, esta plaza está unida a la memoria del XXXII Congreso Eucarístico Internacional del año 1934. Un acontecimiento que tanto significó para el resurgimiento de la vida católica en Argentina. Y que vio la presencia, como Legado a Latere, del entonces cardenal Eugenio Pacelli, luego Pío XII.

La gran cruz que tanto se recuerda, y que cubría con sus brazos este monumento, era un símbolo elocuente de la cruz de Cristo que se ha elevado sobre vuestra historia, en los momentos alegres y difíciles, como señal de redención y esperanza.

En este lugar nos disponemos a celebrar hoy la conmemoración del misterio del amor del Cuerpo y Sangre del Señor.

2. Pange lingua gloriosi
Corporis mysterium,
Sanguinisque pretiosi ...

Ayer, en el santuario de la Madre de Dios en Luján, santuario de la nación argentina, hemos meditado, siguiendo la palabra de la liturgia, sobre el misterio de la elevación del hombre en la cruz de Cristo.

Desde lo alto de la cruz llegan a cada uno de nosotros las palabras: “Mujer, he ahí a tu hijo” - “He ahí a tu Madre”; y hemos escuchado estas palabras en los corazones, como preparación a la solemnidad de hoy:
La solemnidad del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

Una vez más miramos a la cruz: al cuerpo de Cristo que sufre con las contracciones de la muerte; y trasladamos nuestra mirada a la Madre: a esta Madre, que los hijos e hijas de la tierra argentina veneran en el santuario de Luján.

Ave verum Corpus natum
de Maria Virgine,
vere passum immolatum
in Cruce pro homine ...

Hoy veneramos precisamente este Cuerpo: Cuerpo Divino del Hijo del hombre, del Hijo de María.

El Santísimo Sacramento de la Nueva Alianza. El mayor tesoro de la Iglesia. El tesoro de la fe de todo el Pueblo de Dios.

3. La solemnidad de este día nos invita a volver al cenáculo del Jueves Santo “¿Dónde está el lugar, en que pueda comer la Pascua con mis discípulos?”. Así preguntaron los discípulos de Jesús de Nazaret a un hombre que encontraron por el camino. Lo hicieron siguiendo las instrucciones del Maestro. Y también según las instrucciones “prepararon la Pascua”. Mientras comían, Jesús “tomó el pan y bendiciéndolo, lo partió, se lo dio y dijo: Tomad, esto es mi cuerpo ...”.

En aquel momento, al obrar según su orden, ¿aparecerían quizás en su memoria las palabras que Jesús pronunció un día cerca de Cafarnaúm: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan vivirá para siempre”?

Aquel día santo, en el Cenáculo, ¿se dieron quizá cuenta de que había llegado el tiempo del cumplimiento de aquella promesa hecha junto a Cafarnaúm, promesa que a tantos parecía muy difícil de aceptar?

Cristo dice: “Tomad, éste es mi cuerpo ...”, dándoles a comer el Pan. Este Pan se convierte en su Cuerpo, Cuerpo que al día siguiente será entregado en el sacrificio de la cruz. Cuerpo martirizado que destilará Sangre.

Cristo en el cenáculo toma el cáliz, y después de haber dado gracias se lo da a beber diciendo: “Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos”.

Bajo la especie del vino los discípulos reciben la Sangre del Señor, y al mismo tiempo participan de la nueva y Eterna Alianza, que es estipulada con la Sangre del Cordero de Dios.

La fiesta del “Corpus Christi” - solemnidad de la Eucaristía - es, al mismo tiempo, la fiesta de la Nueva y Eterna Alianza, que Dios ha sellado con la humanidad en la Sangre de su Hijo.

4. Esta Alianza - Nueva y Eterna - fue anunciada e iniciada en la Alianza Antigua, de la que habla la lectura de hoy, tomada del libro del Éxodo.

Tal Alianza fue establecida mediante la sangre de los animales sacrificados con la que Moisés roció a los hijos de Israel. El pueblo, rociado con esa sangre, prometió fidelidad a la palabra del Señor, contenida en el libro de la Alianza: “Todo cuanto dice el Señor lo cumpliremos y obedeceremos”.

La Nueva y Eterna Alianza, cuyo Sacramento ha sido instituido en el cenáculo pascual, no se funda sobre la palabra escrita en el Libro.

El Verbo se hizo Carne. La Nueva Alianza se cumple por medio del Divino Cuerpo del Hijo del hombre. Se cumple por medio de la Sangre derramada en la cruz y durante la pasión. La Nueva Alianza se convierte en el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. El Cuerpo entregado a la pasión y a la muerte, y la Sangre derramada, son el sacrificio expiatorio. En este sacrificio del Hijo Predilecto ha sido sellada la Alianza definitiva con Dios: Alianza nueva y eterna.

Hoy celebramos, de manera particular, los signos de esta Alianza: el Cuerpo y la Sangre del Señor.

5. Aquella Alianza realizada una sola vez en la cruz, instituida una sola vez como Sacramento en el cenáculo, permanece incólume.

Jesucristo - como proclama el autor de la Carta a los Hebreos - entró de una vez para siempre en el santuario . . . después de habernos conseguido una redención eterna.

Se puede decir también que Jesucristo entra incesantemente en este santuario en el que se decide el destino eterno del hombre en Dios, en el cual se completa su elevación definitiva a la dignidad de hijo adoptivo. En esto consiste realmente la “redención eterna”.

Mucho más que cualquier otro sacrificio; exclama a continuación el autor de la Carta a los Hebreos: “¡Cuanto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno a Sí mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo!”.

El Cuerpo Divino lleva consigo la Nueva Alianza en la sangre de Cristo. Esta Sangre, brotando del Cuerpo crucificado en el Gólgota, lleva la muerte y al mismo tiempo da la Vida. ¡La muerte da la Vida! Esta vida tiene su origen, no en el cuerpo que muere, sino en el Espíritu inmortal: en el Espíritu Eterno.

El, que es Dios, de la misma sustancia del Padre y del Hijo, “da la vida” (como profesamos en el Credo desde la época del Concilio de Constantinopla). Con su influjo vivificador se hacen vivas las obras de las conciencias humanas: vivas ante el Dios viviente. De este modo, la sangre del Cordero de Dios derramada una vez en el Gólgota, se convierte en el Santuario eterno de los destinos divinos del hombre; la fuente de la Vida.

Por ello, El: Cristo (Cristo: su Cuerpo y Sangre divinos) es el Mediador de la Nueva Alianza, para que por la muerte (sufrida en el Gólgota) “reciban los que han sido llamados las promesas de la herencia eterna”.

6. He aquí el misterio del Cuerpo de Dios y de su Santísima Sangre. El misterio sobre el que he tenido la gracia de meditar junto a vosotros, queridos hijos e hijas de la nación argentina.

Ayer, en el santuario de la Madre de Dios en Luján, hemos meditado, siguiendo la palabra de la liturgia, sobre la elevación del hombre mediante la cruz de Cristo: la elevación y la dignidad del hijo de la adopción divina.

Hoy, a través de la liturgia del Corpus Christi, encontramos el mismo misterio en el centro de la Nueva y Eterna Alianza. Este misterio es una realidad que permanece siempre y está siempre entre Dios Infinito y cada hombre, sin excepción alguna. Todos somos abrazados por El.

Y todos somos llamados e invitados a recibir el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre en el que está escrita toda la verdad y la realidad de la Nueva y Eterna Alianza.

La elevación del hombre en la cruz de Cristo está ratificada por la comida y bebida, que dan la medida de esta elevación. La Eucaristía nos habla cada vez que se realiza esta elevación en el signo sacramental de la Alianza con el hombre, cuyo precio ha pagado Jesucristo con su propio Cuerpo y Sangre.

Y en la pasión y en la muerte ha puesto el principio de la resurrección y de la vida.

7. ¡Queridos hijos e hijas de la tierra argentina! Medito con vosotros - como peregrino - estas verdades perennes de nuestra fe. Qué hermoso es que nuestro breve encuentro en esta ocasión tenga lugar en el marco de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

He deseado mucho tener este encuentro - independientemente de una normal visita pastoral a la Iglesia en Argentina en la que continúo pensando -; mucho lo he deseado, a la luz de los difíciles e importantes acontecimientos de las últimas semanas.

La verdad sobre el Cuerpo y la Sangre de Cristo - signo de la Nueva y Eterna Alianza - sea luz para todos aquellos hijos e hijas, tanto de Argentina como también de Gran Bretaña, que en el curso de las actividades bélicas han sufrido la muerte, derramado su propia sangre.

Que esta verdad vivificadora y unida a la certeza de la elevación del hombre en la cruz de Cristo, no cese jamás de servir de inspiración a todos los vivientes, hijos e hijas de esta tierra, que desean construir su presente y futuro con la mejor buena voluntad.

Que el Cuerpo y la Sangre de Cristo no cesen de ser el alimento de todos a lo largo de estos caminos, que os conduzcan por la patria terrena en un espíritu de amor y de servicio, para que la dignidad de la nación se base, siempre y en todas partes, en la dignidad de cada hombre como hijo de la adopción divina.

Con este deseo de amor y servicio, antes de terminar este encuentro de fe, no puedo menos de dirigir una palabra especial a los jóvenes argentinos.

Queridos amigos: Ustedes han estado constantemente en mi ánimo durante estos días. He apreciado de manera particular su acogida y actitud. He visto en sus ojos la ardiente imploración de paz que brota de su espíritu.

Únanse también a los jóvenes de Gran Bretaña, que en los pasados días han aplaudido y sido igualmente sensibles a toda invocación de paz y concordia. A este propósito, muy gustoso les transmito un encargo recibido. Ya que ellos mismos me pidieron, sobre todo en el encuentro de Cardiff, que hiciera llegar a ustedes un sentido deseo de paz.

No dejen que el odio marchite las energías generosas y la capacidad de entendimiento que todos llevan dentro. Hagan con sus manos unidas - junto con la juventud latinoamericana, que en Puebla confié de modo particular al cuidado de la Iglesia - una cadena de unión más fuerte que las cadenas de la guerra. Así serán jóvenes y preparadores de un futuro mejor; así serán cristianos.

Y que desde este lugar, donde con el himno del gran Congreso Eucarístico suplicasteis al Dios de los corazones que enseñara su amor a las naciones, se irradie también ahora, a cada corazón argentino y a toda la sociedad, el amor, el respeto a cada persona, la comprensión y la paz. Así sea.



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