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VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

CELEBRACIÓN  DE LA PALABRA 
EN EL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Guadalupe, Cáceres
Jueves 4 de noviembre de 1982

 

Queridos hermanos en el Episcopado, 
queridos hermanos y hermanas:

1. Acabamos de escuchar la palabra de Yahvé dirigida a Abraham: “Sal de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que yo te indicaré. Yo te haré un gran pueblo” (Gn 12, 1s)). Abraham respondió a esta llamada divina y afrontó las incertidumbres de un largo viaje que iba a convertirse en signo característico del Pueblo de Dios.

La promesa mesiánica hecha a Abraham va unida al mandato de abandonar su país natal. En su camino hacia la tierra prometida, comienza también el inmenso cortejo histórico de la humanidad entera hacia la meta mesiánica. La promesa se cumplirá precisamente entre los descendientes de Abraham, y por eso a ellos correspondió la misión de preparar, dentro del género humano, el lugar para el Ungido de Dios, Jesucristo. Haciéndose eco de estas imágenes bíblicas, el Concilio Vaticano II explica que “la comunidad cristiana se compone de hombres que, reunidos en torno a Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en peregrinación hacia el reino del Padre” (Gaudium et spes, 1).

Escuchada aquí, junto al santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, esta lectura del Antiguo Testamento evoca la imagen de tantos hijos de Extremadura y de España entera salidos como emigrantes desde su lugar de origen hacia otras regiones y países.

2. En la Encíclica Laborem Exercens he subrayado que “este fenómeno antiguo” de los movimientos migratorios ha continuado a lo largo de los siglos y ha adquirido en los últimos tiempos mayores dimensiones a causa de las “grandes implicaciones en la vida contemporánea” (Laborem Exercens, 23).

El trabajador tiene derecho a abandonar el propio país en búsqueda de mejores condiciones de vida, como también a volver a él (cf. Ibid.). Pero la emigración comporta aspectos dolorosos. Por eso la he llamado “un mal necesario”, pues constituye una pérdida para el país que ve marchar hombres y mujeres en la plenitud de su vida.

Ellos abandonan su comunidad cultural y se ven trasplantados a un ambiente nuevo con tradiciones diferentes y a veces lengua distinta. Y a sus espaldas, dejan quizá lugares condenados a un envejecimiento rápido de la población, como sucede en algunas de las provincias españolas.

Sería tantas veces más humano que los responsables del orden económico, como indicaba mi predecesor el Papa Juan XXIII, procuraran que el capital buscara al trabajador, y no viceversa, “para ofrecer a muchas personas la posibilidad concreta de crearse un porvenir mejor, sin verse obligadas a pasar de su ambiente propio a otro distinto, mediante un trasplante que es casi imposible se realice sin rupturas dolorosas y sin períodos difíciles de acoplamiento humano y de integración social” (Pacem in terris, 46).

Tal objetivo representa un verdadero desafío a la inteligencia y eficacia de los gobernantes, para tratar de evitar graves sacrificios a tantas familias, obligadas “a una separación forzosa que pone a veces en peligro la estabilidad y cohesión de la familia, y con frecuencia las coloca frente a situaciones de injusticia” (A los Obispos de Galicia en visita "ad limina Apostolorum", 14 de diciembre de 1981) . Un desafío para los responsables del orden nacional o internacional, que han de acometer programas de equilibrio entre regiones ricas y pobres.

3. Hay que tener en cuenta que el sacrificio de los emigrantes representa también una contribución positiva para los lugares receptores y aun para la pacífica convivencia internacional, pues abre posibilidades económicas a grupos sociales deprimidos y descarga la presión social que el paro produce, cuando alcanza cotas elevadas.

Desgraciadamente, los reajustes de mano de obra no se ven muchas veces impulsados por propósitos noblemente humanos, ni buscan el bien de la comunidad nacional e internacional; sólo responden con frecuencia a movimientos incontrolados según la ley de la oferta y la demanda.

Las regiones o países receptores olvidan con demasiada frecuencia que los trabajadores inmigrantes son seres que vienen arrancados, por las necesidades, de su tierra natal. No les ha movido el mero derecho a emigrar, sino el juego de unos factores económicos ajenos al propio emigrante. En muchas ocasiones se trata de personas culturalmente desvalidas, que han de pasar graves dificultades antes de acomodarse al nuevo ambiente, donde quizá ignoran hasta el idioma. Si se les somete a discriminaciones o vejaciones, caerán víctimas de peligrosas situaciones morales.

Por otra parte, las autoridades políticas y los mismos empresarios tienen la obligación de no colocar a los emigrantes en un nivel humano y laboral inferior a los trabajadores del lugar o país receptor. Y la población general ha de evitar muestras de hostilidad o rechazo, respetando las peculiaridades culturales y religiosas del emigrante. A veces éste es forzado a ocupar viviendas indignas, a recibir retribuciones salariales discriminatorias o a soportar una segregación social y afectiva penosa, que le hace sentirse ciudadano de segunda categoría. De modo que pasan meses, incluso años, antes de que la nueva sociedad le muestre un rostro verdaderamente humano. Esta crisis existencial incide fuertemente sobre la religiosidad de los emigrantes, cuya fe cristiana disponía quizá de apoyos sólo sentimentales, que fácilmente se desmoronan en un clima adverso.

4. Ante estos peligros y amenazas, la Iglesia debe tratar de ofrecer su colaboración para que se halle una respuesta eficaz.

Las soluciones no dependen principalmente de ella. Pero puede y debe ayudar mediante el trabajo coordinado de la comunidad eclesial del lugar de destino. Yo mismo, en años anteriores, tuve la oportunidad de encontrarme con muchos compatriotas míos emigrados a varios países del mundo; y pude comprobar cuánto les ayuda y consuela una asistencia religiosa venida con el calor de la patria lejana.

Considero por ello fundamental que los emigrantes se vean acompañados por capellanes, a ser posible de su propio lugar o país, sobre todo en los sitios donde existe la barrera lingüística: El sacerdote constituye para los inmigrantes, sobre todo los recién llegados, una referencia confortante y además puede prestarles orientaciones valiosas en los inevitables conflictos iniciales.

A este propósito, quiero alentar asimismo el esfuerzo que la Iglesia en España realiza, por medio de los secretariados de pastoral especializada, para integrar la comunidad gitana y eliminar cualquier huella de discriminación.

A las autoridades de la nación o lugar de origen, corresponde prestar el apoyo posible a los ciudadanos emigrados, especialmente si han ido a países extranjeros. Un porcentaje grande de los emigrados al extranjero, tarde o temprano regresarán a la patria, y nunca deben sentirse desamparados por la nación a la que pertenecen y a la cual proyectan volver. Entre los medios imprescindibles para el cultivo de este contacto patrio destacan las remesas de material informativo, el sistema de enseñanza bilingüe para los niños, la facilidad en el ejercicio del voto, las visitas bien organizadas de grupos culturales o artísticos y otras iniciativas semejantes.

Pero, más que nadie, los responsables del país receptor han de volcar generosamente sus iniciativas en favor de los emigrantes, con auxilios laborales, económicos y culturales; evitando que se conviertan en simples ruedas del engranaje industrial, sin referencia a valores humanos. Apenas hay una señal más eficaz para medir la verdadera estatura democrática de una nación moderna que ver su comportamiento con los inmigrados.

5. Desde luego, también al emigrante le toca poner por su parte un esfuerzo leal para la convivencia en el nuevo ambiente, en el que se le ofrezca la posibilidad de trabajo estable y justamente retribuido. Muchas veces, de su comportamiento depende disipar recelos y tender puentes de diálogo y simpatía.

Con un cuidado particular deben coordinar su conducta, el emigrante y las autoridades locales, en el caso de familias que, llegadas de otra región española, tengan el propósito de quedar definitivamente asentadas en su territorio. Las dificultades pueden aparecer cuando entre el lugar de origen y el receptor existe diferencia de lengua.

Al emigrante corresponde aceptar con lealtad su situación real, exponer su voluntad de permanencia, y procurar insertarse en los modos culturales del lugar o región que le acoge. Por su parte, a las autoridades incumbe no forzar el ritmo de inserción de estas familias, ofrecer la posibilidad de una entrada gradual y serena en la nueva atmósfera, mostrar voluntad pública de no discriminar por motivos de idioma, prestar las facilidades escolares precisas para que los niños no se sientan desamparados o humillados en la escuela, ofreciéndoles enseñanza bilingüe, sin imposiciones; y respaldar iniciativas que permitan a los emigrados conservar la savia cultural de su región de origen. De este modo, en vez de enfrentamientos penosos e inútiles, el acervo cultural de la zona receptora, a la vez que da, se enriquecerá silenciosamente con matices aportados desde otros ambientes.

Una especial palabra merece el nuevo drama que plantea a los emigrantes la crisis económica mundial, forzándoles a regresar despedidos antes de tiempo. Las naciones poderosas deben un justo trato a estos trabajadores, que con gran sacrificio han contribuido al desarrollo común. Han sido especialmente útiles, más allá de lo que pueda pagarse con un simple salario. Ellos, que son los más débiles, merecen una atención particular que evite cerrar un capítulo de su vida con un fracaso.

Al pensar en tantas personas lejanas de su hogar, me viene al recuerdo la situación de los detenidos en centros penitenciarios. Muchos de ellos me escribieron antes de mi viaje a España.

Deseo enviarles mi cordial saludo y asegurarles mi oración por ellos, sus intenciones y necesidades.

6. La liturgia de la Palabra —como hemos escuchado antes— nos coloca delante de la figura de Abraham, nuestro padre en la fe. Y también a María, que se pone en camino desde Nazaret a Galilea, a “una ciudad de Juda” llamada Ain Karin, según la tradición. Allí, entrada “en casa de Zacarías, saludó a Isabel”, que pronunció las palabras de la conocida bendición.

Junto con los hombres, junto con las generaciones de esta tierra extremeña y de España, caminaba también María, la Madre de Cristo. En los nuevos lugares de habitación Ella saludaba, en el poder del Espíritu Santo, a los nuevos pueblos, que respondían con la fe y la veneración a la Madre de Dios.

De esta manera, la promesa mesiánica hecha a Abraham se difundía en el Nuevo Mundo y en Filipinas. ¿No es significativo que hoy nos encontremos en el santuario mariano de Guadalupe de la tierra española, y que contemporáneamente el santuario homónimo de México se haya convertido en el lugar de peregrinación para toda Hispanoamérica? También yo he tenido la dicha de ir como peregrino al Guadalupe mexicano al principio de mi servicio en la Sede de Pedro.

Y he aquí que, como en otras lenguas, pero sobre todo en español —ya que en esta lengua se expresa la gran familia de los pueblos hispánicos— resuenan constantemente las palabras con las que un día Isabel saludó a María:

“¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque así que sonó la voz de tu salutación en mis oídos, exultó el niño en mi seno. Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor”.

¡Bendita tú! Este saludo une a millones de corazones; de estas tierras, de España, de otros continentes, acomunados en torno a María, a Guadalupe, en tantas partes del mundo.

Y así María no es sólo la Madre solícita de los hombres, de los pueblos, de los emigrantes. Es también el modelo en la fe y en la virtudes que hemos de imitar durante nuestra peregrinación terrena. Que así sea, con mi bendición apostólica para todos.

 



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