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VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

MISA CON ORDENACIONES SACERDOTALES

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Valencia, 8 de noviembre de 1982

 

Queridos hermanos en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

1. Somos hoy testigos de un gran acontecimiento. 141 diáconos, procedentes de toda España, van a recibir la ordenación sacerdotal. A esta celebración eucarística se asocian numerosos sacerdotes de las diversas diócesis de vuestra Patria. Han sido invitados a esta ciudad para vivir de nuevo la jornada de su ordenación.

Permitidme que salude ante todo al Pastor de esta Iglesia particular, a los obispos presentes, a los sacerdotes y seminaristas, a los que se han dedicado a Dios con una especial consagración, a todo el noble pueblo de Valencia, de su región y de toda España, y a cuantos os habéis reunido en este paseo de La Alameda. Saludo con afecto particular, junto con sus familiares, a todos los ordenandos. Pero permitidme sobre todo que renueve desde aquí mi más afectuoso recuerdo a las personas y familias que en los días pasados han sufrido las consecuencias de devastadoras inundaciones y han perdido seres queridos. Confío en que la necesaria solidaridad y ayuda cristiana les llegará eficazmente.

Este día sacerdotal tiene como marco la ciudad de Valencia, de arraigadas tradiciones eucarísticas y sacerdotales, con su belleza y colorido, su personalidad y rica historia romana, árabe y cristiana; sobre todo en sus grandes figuras sacerdotales: San Vicente Ferrer, Santo Tomás de Villanueva, San Juan de Ribera. A ellos habría que añadir numerosos santos sacerdotes, entre ellos San Juan de Ávila, patrono del clero español. Todos ellos nos acompañan con su intercesión.

2. ¿En qué consiste la gracia del sacerdocio que hoy van a recibir estos ordenandos?

Lo sabéis bien vosotros, queridos diáconos, que os habéis preparado con esmero para este momento sacramental. Lo conocéis vosotros, queridos sacerdotes, que lleváis el peso gozoso y la carga ligera (Mt 11, 30) del sacerdocio. También lo sabéis vosotros, cristianos de Valencia y de España, que acompañáis a vuestros sacerdotes y con ellos vivís el gozo de vuestro sacerdocio común, distinto pero no separado del sacerdocio ministerial.

En este acto hablaré ante todo a los ordenandos. Pero en ellos veo la ordenación, reciente o lejana, de cada uno de vosotros, sacerdotes de España, y os exhorto a revivir la gracia que tenéis por la imposición de las manos (cf. 2Tm 1, 6).

El sacramento del orden está profundamente radicado en el misterio de la llamada que Dios hace al hombre. En el elegido se realiza el misterio de la vocación divina. Nos lo revela la primera lectura tomada del profeta Jeremías.

Dios manifiesta al hombre su voluntad: “Antes que te formara en el vientre, te conocí; antes de que tú salieses del seno materno, te consagré y te designé para profeta de los gentiles” (Jr 1, 5).

La llamada del hombre está primero en Dios: en su mente y en la elección que Dios mismo realiza y que el hombre tiene que leer dentro de su corazón. Al percibir con claridad esta vocación que viene de Dios, el hombre experimenta la sensación de su propia insuficiencia. El trata de defenderse ante la responsabilidad de la llamada. Dice como el Profeta: “¡Ah, Señor Yavé! He aquí que no sé hablar, pues soy un niño” (Jr 1, 6). Así, la llamada se convierte en el fruto de un diálogo interior con Dios, y es a veces como el resultado de una contienda con El.

Ante las reservas y dificultades que con razón el hombre opone, Dios indica el poder de su gracia. Y con el poder de esta gracia consigue el hombre la realización de su llamada: “Irás a donde te envíe yo, y dirás lo que yo te mande. No tengas temor ante ellos, que yo estaré contigo para salvarte . . . He aquí que yo pongo en tu boca mis palabras” (Ibíd., 1, 7-9).

Es necesario, mis queridos hermanos y amados hijos, meditar con el corazón este diálogo entre Dios y el hombre, para encontrar constantemente el entramado de vuestra vocación. Este diálogo ya se ha realizado en vosotros que vais a recibir la ordenación sacerdotal. Y tendrá que continuar, ininterrumpido, durante toda vuestra existencia a través de la oración, sello distintivo de vuestra piedad sacerdotal.

3. En la conciencia de vuestra llamada por parte de Dios, radica a la vez el secreto de vuestra identidad sacerdotal. Las palabras del profeta Jeremías sugieren esa identidad del sacerdote como llamado por una elección, consagrado con una unción, enviado para una misión. Llamado por Dios en Jesucristo, consagrado por El con la unción de su Espíritu, enviado para realizar su misión en la Iglesia.

Las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia acerca del sacerdocio, inspiradas en la Revelación, recogidas, por así decir, de los labios de Dios, pueden disipar cualquier duda acerca de la identidad sacerdotal.

Ante todo, Jesucristo nuestro Señor, sumo y eterno Sacerdote, es el punto central de referencia. Hay un solo supremo sacerdote, Cristo Jesús (cf. Lumen gentium, 28; Hb 7, 24; 8, 1), ungido y enviado al mundo por el Padre (cf. Presbyterorum ordinis, 2; Jn 10, 36). De este único sacerdocio participan los obispos y los presbíteros, cada cual en su orden y grado, para continuar en el mundo la consagración y la misión de Cristo. Partícipes de la unción sacerdotal de Cristo y de su misión, los presbíteros actúan “in persona Christi” (Lumen gentium, 28).

Para ello reciben la unción del Espíritu Santo. Sí, vais a recibir el Espíritu de santidad, como dice la fórmula de la ordenación, para que un especial carácter sagrado os configure a Cristo sacerdote, para poder actuar en su nombre (cf. Presbyterorum ordinis, 2).

Consagrados por medio del ministerio de la Iglesia, participaréis de su misión salvadora como “cooperadores del orden episcopal” y deberéis estar unidos a los obispos, según la hermosa expresión de San Ignacio de Antioquía, “como las cuerdas a la lira” (S. Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, 4). Enviados a una comunidad particular, congregaréis la familia de Dios, instruyéndola con la palabra, para hacerla “crecer en la unidad” (Presbyterorum ordinis, 2)  y “llevarla por Cristo en el Espíritu al Padre” (Ibíd., 4).

4. Llamados, consagrados, enviados. Esta triple dimensión explica y determina vuestra conducta y vuestro estilo de vida. Estáis “puestos aparte”; “segregados”, pero “no separados” (Ibíd., 3). Así os podéis dedicar plenamente a la obra que se os va a confiar: el servicio de vuestros hermanos.

Comprended, pues, que la consagración que recibís os absorbe totalmente, os dedica radicalmente, hace de vosotros instrumentos vivos de la acción de Cristo en el mundo, prolongación de su misión para gloria del Padre.

A ello responde vuestro don total al Señor. El don total que es compromiso de santidad. Es la tarea interior de “imitar lo que tratáis”, como dice la exhortación del Pontifical Romano de las ordenaciones. Es la gracia y el compromiso de la imitación de Cristo, para reproducir en vuestro ministerio y conducta esa imagen grabada por el fuego del Espíritu. Imagen de Cristo sacerdote y víctima, de redentor crucificado.

En este contexto de entrega total, de unión a Cristo y de comunión con su dedicación exclusiva y definitiva a la obra del Padre, se comprende la obligación del celibato. No es una limitación, ni una frustración. Es la expresión de una donación plena, de una consagración peculiar, de una disponibilidad absoluta. Al don que Dios otorga en el sacerdocio, responde la entrega del elegido con todo su ser, con su corazón y con su cuerpo, con el significado esponsal que tiene, referido al amor de Cristo y a la entrega total a la comunidad de la Iglesia, el celibato sacerdotal.

El alma de esta entrega es el amor. Por el celibato no se renuncia al amor, a la facultad de vivir y significar el amor en la vida; el corazón y las facultades del sacerdote quedan impregnados con el amor de Cristo, para ser en medio de los hermanos el testigo de una caridad pastoral sin fronteras.

5. El secreto de esta caridad pastoral se encuentra en el diálogo que Cristo mantiene con cada uno de sus elegidos, como lo mantuvo con Pedro, según las palabras del Evangelio que hemos proclamado. Es la pregunta acerca del amor especial y exclusivo hacia Cristo, hecha a quien ha recibido una misión particular y ha podido experimentar el desencanto en su propia debilidad humana.

El Señor Resucitado no se dirige a Pedro para amonestarlo o castigarlo por su debilidad o por el pecado que ha cometido al renegar de él. Viene para preguntarle por su amor. Y esto es de una enorme, elocuente importancia para cada uno de vosotros: “¿Me amas?” (Ibíd.). ¿Me amas todavía? ¿Me amas cada vez más? Sí. Porque el amor es siempre más grande que la debilidad y que el pecado. Y sólo él, el amor, descubre siempre nuevas perspectivas de renovación interior y de unión con Dios, incluso mediante la experiencia de la debilidad del pecado.

Cristo, pues, pregunta, examina acerca del amor. Y Pedro responde: “Sí, Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. No responde: Sí, te quiero; más bien se confía al corazón del Maestro y a su conocimiento y le dice: “Tú sabes que te amo”.

Así, por medio de este amor, confesado por tres veces, Jesús Resucitado confía a Pedro sus ovejas. Y del mismo modo os las confía a vosotros. Es necesario que vuestro ministerio sacerdotal se enraíce con vigor en el amor de Jesucristo.

6. El amor indiviso a Cristo y al rebaño que El os va a confiar unifica la vida del sacerdote y las diversas expresiones de su ministerio (cf. Presbyterorum ordinis, 14).

Ante todo, configurados con el Señor, debéis celebrar la Eucaristía, que no es un acto más de vuestro ministerio; es la raíz y la razón le ser de vuestro sacerdocio. Seréis sacerdotes, ante todo, para celebrar y actualizar el sacrificio de Cristo, “siempre vivo para interceder por nosotros” (Hb 7, 35). Ese sacrificio, único e irrepetible, se renueva y hace presente en la Iglesia de manera sacramental, por el ministerio de los sacerdotes.

La Eucaristía se convierte así en el misterio que debe plasmar interiormente vuestra existencia. Por una parte, ofreceréis sacramentalmente el Cuerpo y la Sangre del Señor. Por otra, unidos a El — “in persona Christi”—, ofreceréis vuestras personas y vuestras vidas, para que asumidas y como transformadas por la celebración del sacrificio eucarístico, sean exteriormente también transfiguradas con El, participando de las energías renovadoras de su Resurrección.

Será la Eucaristía culmen de vuestro ministerio de evangelización (cf. Presbyterorum ordinis, 4), ápice de vuestra vocación orante, de glorificación de Dios y de intercesión por el mundo. Y por la comunión eucarística se irá consumando día tras día vuestro sacerdocio.

San Vicente Ferrer, el apóstol y taumaturgo valenciano, decía que “la misa es el mayor acto de contemplación que pueda darse”. Sí, así es en verdad. Por ello todos vosotros estáis invitados a alimentar y vivificar la propia actividad con la “abundancia de la contemplación” (Lumen gentium, 41), que encontrará un manantial inagotable en la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos, en la liturgia de las horas, en la oración mental y cotidiana? y en la meditación amorosa de los misterios de Cristo y de la Virgen con el rezo del Rosario.

7. La consagración que vais a recibir os habilita al servicio, al ministerio de salvación, para ser como Cristo los “consagrados del Padre” y los “enviados al mundo” (Jn 10, 30).

Os debéis a los fieles del Pueblo de Dios, para que también ellos sean “consagrados en la verdad” (Ibíd., 17, 17). El servicio a los hombres no es una dimensión distinta de vuestro sacerdocio: es la consecuencia de vuestra consagración.

Ejerced vuestras tareas ministeriales como otros tantos actos de vuestra consagración, convencidos de que todas ellas se resumen en una: reunir la comunidad que os será confiada en la alabanza de Dios Padre, por Jesucristo y en el Espíritu, para que sea la Iglesia de Cristo, sacramento de salvación. Para eso evangelizaréis y os dedicaréis a la catequesis de niños y adultos; para eso estaréis disponibles en la celebración del sacramento de la reconciliación; para eso visitaréis a los enfermos y ayudaréis a los pobres, haciéndoos todo a todos para ganarlos a todos (cf. 1Co 9, 22).

No temáis así ser separados de vuestros fieles y de aquellos a quienes vuestra misión os destina. Más bien os separaría de ellos el olvidar o descuidar el sentido de la consagración que distingue vuestro sacerdocio. Ser uno más, en la profesión, en el estilo de vida, en el modo de vestir, en el compromiso político, no os ayudaría a realizar plenamente vuestra misión; defraudaríais a vuestros propios fieles que os quieren sacerdotes de cuerpo entero: liturgos, maestros, pastores, sin dejar por ello de ser, como Cristo, hermanos y amigos.

Por eso, haced de vuestra total disponibilidad a Dios una disponibilidad para vuestros fieles. Dadles el verdadero pan de la palabra, en la fidelidad a la verdad de Dios y a las enseñanzas de la Iglesia. Facilitadles todo lo posible el acceso a los sacramentos, y en primer lugar al sacramento de la penitencia, signo e instrumento de la misericordia de Dios y de la reconciliación obrada por Cristo (cf. Juan Pablo II, Redemptor hominis, 20), siendo vosotros mismos asiduos en su recepción. Amad a los enfermos, a los pobres, a los marginados; comprometeos en todas las justas causas de los trabajadores; consolad a los afligidos; dad esperanza a los jóvenes. Mostraos en todo “como ministros de Cristo” (2Co 6, 8).

8. En la liturgia de la Palabra han sido proclamadas esas conocidas expresiones de la Primera Carta de San Pedro, dirigidas a los más ancianos, a los “presbíteros”, a todos los sacerdotes aquí presentes.

Precisamente vosotros aquí reunidos, sois los “presbíteros”, los “ancianos”. Y los jóvenes que hoy recibirán esta ordenación se convierten también en “ancianos”, responsables de la comunidad.

Meditad bien qué es lo que os pide a vosotros Pedro, el anciano, “testigo de los sufrimientos de Cristo y participante de la gloria que ha de revelarse” (1P 5, 1). ¿Qué es lo que os pide?

Os ruega que cumpláis el ministerio pastoral que se os ha confiado: “no por fuerza sino espontáneamente, según Dios; no por sórdido lucro, sino con prontitud de ánimo”. Sí; con una entrega generosa. Y como vivos modelos del rebaño (cf. Ibíd., 5, 3).

He aquí el programa apostólico de la vida sacerdotal y del ministerio sacerdotal que un día Dios os confió. Nada ha perdido de su actualidad sustancial. Es un programa vivo, de hoy. Y habéis de ponerlo con frecuencia ante vuestros ojos, en vuestra alma, para ver reflejado en él, como en un espejo, vuestra propia vida y vuestro ministerio.

Si así lo hacéis, como os lo enseña la multitud de sacerdotes santos que en vuestra Patria han sido testigos de Cristo, recibiréis, cuando aparezca “el supremo Pastor”, esa “corona inmarcesible de la gloria” (Ibíd., 4).

9. Mis queridos hermanos en el sacerdocio: El Sucesor de Pedro que os habla, os repite este mensaje; y quisiera que, en el día de esta gran ordenación sacerdotal y en esta celebración de la gracia del sacerdocio para toda España, se grabe en vuestros ánimos, en el corazón de cada sacerdote. ¡Sed fieles a este mensaje que viene de Cristo!

Que esta celebración traiga a toda la Iglesia en España una renovación de la gracia inagotable del sacerdocio católico; una mayor unidad entre todos los que han recibido la misma gracia del presbiterado; un aumento considerable de vocaciones sacerdotales entre los jóvenes, atraídos por el ejemplo gozoso de vuestra entrega, y la de tantos seminaristas aquí presentes, a quienes saludo uno a uno para confirmarlos y animarlos en su vocación. A la vez que les anuncio que dejo para ellos un particular mensaje mío escrito.

La Virgen María, que Valencia venera con el dulce título de Madre de los Desamparados, se incline con amor sobre vosotros y os haga fieles discípulos del Señor. Acogedla como Madre, como Juan la acogió al pie de la Cruz (cf. Jn 19, 26-27). Que en la gracia del sacerdocio cada uno de vosotros pueda decir también a ella “Totus tuus”.

El Señor Resucitado, presente entre nosotros, os mira con amor, mis queridos sacerdotes y ordenandos, y os repite su pregunta acerca de vuestro amor sincero y leal: “¿Me amas?”. Que cada uno de vosotros pueda decir hoy y siempre: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” (Ibíd., 21, 17). Así vuestro ministerio será un fiel y fecundo servicio de amor en la Iglesia, para la salvación de los hombres.

Que el récord de esta solemne ordenación sacerdotal a la presencia del Papa aumente la vostra fe en Jesucrist, Sacerdot Etern, que comunica el Seu sacerdoci per a la salvaciò de tots els homens. Aixi siga.



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