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VIAJE APOSTÓLICO A ÁFRICA

SOLEMNE BEATIFICACIÓN DE MARÍA CLEMENTINA ANUARITE

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Solemnidad de la Asunción de la Virgen María
Kinshasa, Zaire
Jueves 15 de agosto de 1985

 

1. Hoy la Iglesia mira los cielos abiertos: «Se abrieron las puertas del templo celeste de Dios y dentro de él se vio el arca de la Alianza» (Ap 11, 19).

Celebramos la Asunción de María, la Madre de Dios, la Virgen, la Madre de nuestro Redentor.

Y es precisamente a Ella a quien la Iglesia reconoce en el signo grandioso que aparece en el cielo: «Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas» (Ap 12, 1). Sí, María es signo del mundo nuevo. Del mundo congregado en Dios, del mundo transfigurado en Dios. Transfigurado por la potencia de la resurrección de Cristo.

En efecto, como «por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida» (1 Cor 15, 22): Todos tendrán la vida eterna en el mismo Dios. La primera que entra en esta vida en plenitud es María.

2. Y por ello hoy, día de la Asunción, la Iglesia recuerda el momento en que María cantó el «Magnificat»: dentro de la casa de Zacarías. «Engrandece mi alma al Señor / y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador ... ¡El Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo!» tl.c 2, 46-47, 49).

Aquel día, con motivo de su visita a su pariente Isabel, María manifestó mediante estas palabras la alegría de su alma ante el misterio de la Maternidad divina que era su destino por la gracia de la Santísima Trinidad.

Hoy, con esas mismas palabras, Ella expresa la alegría de su alma ante el misterio de la Asunción, fruto definitivo de su Maternidad divina por la gracia de la Santísima Trinidad.

María adora a Dios, María proclama las «maravillas» de Dios que el Poderoso ha realizado en Ella y por Ella.

3. Hoy, con María elevada a los cielos, la Iglesia adora a Dios, en la Iglesia que está en vuestro país, en el Zaire. En Kinshasa, la capital, y en todas las provincias, en Kasai, en Kivu, en el Bajo Zaire, en Ecuador, en Bandudu, en el Alto Zaire, donde vivió Anuarite Nengapeta.

Me siento feliz de orar con todos vosotros, con todos los cristianos de las diócesis del Zaire, de las parroquias, de los monasterios de contemplativos, de las comunidades religiosas. Y me siento particularmente unido al arzobispo de Kinshasa, el cardenal Malula, y a todos mis hermanos en el Episcopado. Les doy las gracias también por el celo con el que han preparado la beatificación.

Dios «ha mirado la humildad de su esclava» (cfr. Lc 1, 48) y el amor indiviso de una hija de esta tierra. Y le permite participar hoy en la gloria de la Madre de Dios, en la gloria de todos los santos y de todos los bienaventurados.

Un día, Anuarite había anotado en su diario personal estas palabras: «Amar al Señor, porque él ha hecho por mí cosas grandes, cuanto es grande su bondad». Expresaba en ellas el sentido de su vida, haciendo suya la misma oración de la Virgen.

Es una dicha que sea aquí, en su país, vuestro país, y el día en que se celebra la gloria de la Virgen María, donde la Iglesia proclama Beata a su hija Merie-Clementine Anuarite. Podemos admirarla y tomarla como modelo tanto más gustosamente cuanto que su figura resulta temporalmente muy próxima a nosotros; ella es verdaderamente una figura representativa de vuestra comunidad cristiana, que ilustra con sus méritos y su santa fidelidad al Señor.

Anuarite pasó toda su existencia en el Alto Zaire, entre Wamba y Bafwabaka. No parecía dotada de cualidades fuera de lo ordinario. Una niña modesta, que aceptaba sus límites, pero que trabajaba con perseverancia por superarlos, tenia un temperamento a veces vivo, jovial; y en otros momentos conocía la inquietud y el sufrimiento. Con toda espontaneidad, se mostraba disponible para los otros, deseando simplemente ayudar y acoger con delicadeza.

Siendo aún niña, había recibido el bautismo al mismo tiempo que su madre. La fe crece en ella y se convierte en un motivo poderoso en la orientación de su vida. Siendo aún jovencísima, quiso consagrar su vida al Señor como religiosa: la comunidad de la Jamaa Takatifu, la congregación dedicada especialmente a tareas de educación, le dio su constancia en el trabajo, su sentido del servicio, el amor a sus jóvenes alumnas, su atención a los pobres y a los enfermos, la alegría que sabía compartir, su deseo de progresar espiritualmente. Los miembros de su familia y de su congregación, que se hallan presentes en este día, sienten la alegría de poder dar testimonio de sus cualidades.

Anuarite se había empeñado en seguir al Señor sin reservas; le había entregado su fidelidad y consagrado su virginidad. Y, día tras día, con afecto y profundidad, oraba a la Madre de Cristo; se la veía como inmersa en la oración ante la imagen de Nuestra Señora o rezando atentamente el rosario con sus hermanas o con los niños de que se ocupaba. María iluminaba su fe, la sostenía, la instruía. Simplemente: Anuarite amaba a la Madre del Señor. Un signo conmovedor era su apego a la imagencita que conservó con ella hasta su muerte.

Llega el tiempo de la prueba y esta joven religiosa la afronta: la fe, el sentido del compromiso adquirido, el valor primordial que otorga a la virginidad, una oración intensa y el apoyo de la comunidad le permiten permanecer inquebrantable. En la terrible ansiedad de ver mancillada su virginidad y con peligro de su propia vida, Anuarite dice: «Mi alma está ahora inquieta». Palabras que recuerdan las de Jesús (cfr. Jn 12, 27), y que muestran cómo penetra el Evangelio en la vida de esta jovencita consagrada. Supera la intranquilidad de la angustia; su valentía no conoce la debilidad, sostenida por la presencia afectuosa de sus superioras y de sus hermanas.

Anuarite mostró una audacia digna de los mártires que, desde Esteban de Jerusalén, jalonan la historia de la Iglesia por su imitación heroica de Cristo. Para defender a su superiora, amenazada a causa de su propia negativa se atreve a decir: «Me mataréis sólo a mi». Cuando los golpes mortales caen sobre ella, sus hermanas oyen claramente cómo dirige estas palabras al que la golpea: «Os perdono, porque no sabéis lo que hacéis»; y además: «Así lo he deseado». De la forma más directa, Anuarite sigue a Cristo, a quien se había entregado: como El, ella perdona; como El, ella realiza su sacrificio: y yo mismo, en nombre de toda la Iglesia, perdono de todo corazón.

4. En el Evangelio, cuando María llegó ante la casa de Zacarías, Isabel «dijo a voz en grito: ... ¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 42, 45).

También ella, la hija de vuestra tierra, Anuarite Nengapeta, creyó en el cumplimiento de la promesa de Dios sobre ella: era una de las que habían escogido no casarse por el reino de Dios, había meditado el ejemplo de las antiguas vírgenes mártires, había quedado impresionada por el ejemplo de María Goretti y por el de los Mártires de Uganda. Anuarite conocía el precio que podía costarle su fidelidad. Escuchó las palabras de Cristo: «No hay amor más grande que dar su vida» (cfr. Jn 15,3).

En la hora de la tempestad, no duda en poner por encima de todas las cosas el valor de su consagración a Cristo en la castidad perfecta. La tarde de su muerte, había dicho en la casa azul de Isiro: «He renovado mis votos; estoy dispuesta a morir». Anuarite es un testimonio firme del valor incomparable de un compromiso asumido. frente a Dios y sostenido por su gracia.

Bienaventurada aquella que, muy cerca de nosotros, mostró la belleza del don total de sí misma por el reino. La grandeza de la virginidad consiste en el ofrecimiento de todas las capacidades propias de amar para que, libre de cualquier otro lazo, todo el ser pueda amar al Señor como a un Esposo y a aquellos a quienes el Señor ama. No existe en ello desprecio alguno del amor conyugal; sabemos que Anuarite se preocupaba por ayudar a las parejas cercanas a ella para que mantuvieran la fidelidad de su propio compromiso, cuya belleza ella misma alababa.

Lo que la conduce al martirio es precisamente el valor primordial de la fidelidad. El martirio significa precisamente ser testigo: Anuarite forma parte de esos testigos que animan y sostienen la fe y la generosidad de los hermanos y hermanas. Cuando, en la noche del 30 de noviembre de 1964, todas las hermanas se ven amenazadas, golpeadas, heridas, el sacrificio de Anuarite, lejos de intimidarlas, las alienta en su firmeza y las ayuda a atravesar la prueba en la paz. He aquí un signo elocuente del testimonio de esperanza que supuso la muerte de una de ellas. Recordemos la lectura de San Pablo: «Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto... ». Por Cristo todos volverán a la vida (1 Cor 15, 20. 22).

5. Por esta razón, ella —esta hija de vuestra tierra— puede cantar hoy el «Magnifícat» con María, como lo cantaron sus hermanas en el momento en que ella entregaba su vida en medio de ellas. En su sacrificio, se manifestó el poder de Dios «las maravillas» de Dios se han renovado.

Con toda razón puede cantar ella: «El Poderoso ha hecho obras grandes en mí ... El hace proezas con su brazo... enaltece a los humildes... Su nombre es santo... Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1, 49. 51-52.49.48).

6. Este cántico de acción de gracias y de alabanza, podéis cantarlo todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, con Anuarite: aquí tenéis, en efecto, el primer fruto del centenario del bautismo de vuestra patria, que celebramos juntos hace poco tiempo; ¡el fruto perfecto de la gracia del santo bautismo, la primera hija del Zaire a quien la Iglesia proclama solemnemente Beata, mártir de la fe entre vosotros!

Es un gran acontecimiento en la historia de la Iglesia en vuestra tierra. Me alegro de poder estar presente entre vosotros —como Sucesor de Pedro— en este día señalado. Y de poder cantar, con vosotros y con vuestra Beata, el Magníficat mariano en la solemnidad de la Asunción.

Sí, el poder de Dios se manifiesta en la «maravilla» que es María, la Madre de Dios, que ha entrado en la gloria del reino. Como primera de todos los santos, Ella ilumina la ruta de todos los hombres y de todas las mujeres.

Anuarite había respondido a la vocación de la virginidad libre- mente ofrecida. Y miradla como se une al enorme cortejo de estas vírgenes que, desde época romana a principios del primer milenio, han entregado su vida por Cristo: Blandina, Agueda, Lucía, Inés, Cecilia, Pelagia, Solange... Con las vírgenes mártires que la habían precedido, la Beata Anuarite anima a aquellos que se comprometen a la castidad respondiendo a su vocación religiosa.

7. Pero en toda condición, en todo lugar, en todo tiempo el Señor llama a aquellos por los que ha entregado a su Hijo para que lo sigan por los caminos de la santidad. La vocación de los esposos consiste en vivir un amor exigente y generoso en su unión, pues el camino de su perfección pasa por el don de toda su persona a su cónyuge, por la transmisión de la vida a los hijos y la dedicación que exige su educación. Viviendo su matrimonio como una respuesta activa al amor del Señor, los esposos se unen a la acción de gracias: «El Señor ha hecho obras grandes por mí».

Hermanos y hermanas, repitamos juntos ésta oración, pues a todos nos ha sido concedido acoger a Cristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre». «A cuantos lo recibieron dioles poder de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1, 9. 12). «Con El hemos sido sepultados en el bautismo para participar en su muerte ... para que también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6, 4).

Jóvenes o ancianos, conocidos o desconocidos, humildes o poderosos, la todos nosotros Cristo nos permite cada día compartir con generosidad los bienes de la tierra y de la vida, superar nuestras debilidades y nuestras divisiones, avanzar con entusiasmo hacia un mundo renovado, pues la fuerza del amor rompe las cadenas del egoísmo y del odio. Día tras día, en la fe y el amor que Dios pone en nuestros corazones, podemos escuchar la llamada de Jesús. Con humildad y con alegría, cada uno puede ofrecer las penas y los éxitos de los hombres, unido al Hijo de Dios que entrega su Cuerpo y su Sangre por muchos para la remisión de los pecados. ¡En esta Eucaristía, que el Espíritu del Señor nos congregue en un solo Cuerpo en la santidad de Cristo! ¡Que El nos instruya en su ofrenda! ¡Que nos haga firmes en la esperanza y capaces de anunciar a nuestros hermanos la Buena Nueva que el mundo salvado recibe de la santidad de Dios!

8. Así pues, la Iglesia ve hoy «el cielo abierto» en la tierra hermosa y rica de Zaire: gracias a la solemnidad de la Asunción de la Madre de Dios; gracias así mismo a esta primera beatificación de una hija de vuestra tierra, gracias al empeño generoso de los hijos e hijas de este pueblo en el servicio del Señor y el amor a sus hermanos.

El pueblo de toda vuestra tierra se alegra. El África negra se alegra. Toda la Iglesia católica se alegra y da gracias por el testimonio de los hermanos de África.

¡Que la alegría de esta gran jornada abra un nuevo capítulo en la historia del Pueblo de Dios sobre esta tierra santificada y dichosa! Amén.



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