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CELEBRACIÓN DEL 40 ANIVERSARIO DE LA FUNDACIÓN DE LA FAO
Y DE LA ENTRADA EN VIGOR DE LA CARTA DE LA ONU

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II*

Basílica de San Pedro
Domingo 10 de noviembre de 1985

 

“Yavé, que guarda fidelidad eternamente, hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos” (Sal 146/145, 6-7).

1. Estas palabras del Salmo esponsorial, que hemos escuchado en la liturgia de hoy, son más actuales que nunca en el contexto de la celebración del 40 aniversario de la fundación de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en la que tomo parte con vivo agrado, acogiendo la invitación que me ha sido hecha.

Dirijo un cordial y respetuoso saludo a los cualificados representantes de los Estados miembros de la FAO y a los altos funcionarios, a la vez que expreso mi aprecio por su labor y por la noble finalidad a la que se encaminan todos sus esfuerzos.

Saludo también a las demás personalidades, así como a los fieles que han querido unirse a esta liturgia eucarística de acción de gracias.

Vuestra presencia, señoras y señores y queridos hermanos y hermanas, nos recuerda los esfuerzos realizados por la FAO para eliminar los obstáculos y los desequilibrios, que frenan el dinamismo de la producción, imprescindible para una adecuada circulación de los bienes necesarios para la vida. Es superfluo decir cuán cerca de vosotros está la Iglesia en esta tarea de solidaridad humana. La iglesia, que tiene como misión la propagación, en los siglos, de las enseñanzas y de las acciones del divino Maestro, escucha continuamente aquella conmovedora exclamación salida de su corazón ante la vista de una muchedumbre hambrienta: “Tengo compasión de la muchedumbre, porque ha ya tres días que están conmigo y no tienen qué comer; no quiero despedirlos ayunos, no sea que desfallezcan en el camino” (Mt 15, 32).

Está fuera de toda duda que la actual situación mundial confirma la función primaria e insustituible de la FAO.

Se trata, ante todo, de sostener el desarrollo permanente encaminado a la autosuficiencia alimenticia de cada pueblo, aumentando especialmente la producción y actuando una repartición más justa de los recursos disponibles.

A esta acción fundamental se añaden las operaciones excepcionales para ayudas en caso de emergencia. Desgraciadamente se dan en la actualidad cada vez mayores peticiones de intervenciones urgentes en determinadas zonas y continentes, como es el caso de tantos países africanos afectados por la sequía y la carestía. Las crisis de alimentos se multiplican como consecuencia no sólo de las adversas condiciones climatológicas y de las catástrofes naturales, sino también de los conflictos de políticas económicas no siempre adecuadas y de los cambios forzosos de poblaciones.

Se añaden así empeños que se amplían cada vez más con el fin de afrontar de modo adecuado las necesidades evidentes de las poblaciones, aun de las futuras, saliendo al encuentro de las peticiones de los Gobiernos y determinando asimismo las grandes líneas de una acción común y concorde entre los Estados miembros de la Organización.

2. Esta celebración solemne me recuerda también el cuadragésimo aniversario de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en torno a la cual vemos actuar en sintonía todo el sistema de las Organizaciones intergubernamentales especializadas. La Santa Sede muy a gusto se ha asociado a la conmemoración de este aniversario, que recuerda la entrada en vigor de la Carta de las Naciones Unidas. A través del cardenal Secretario de Estado, he hecho llegar al Señor Jaime de Piniés, Presidente de la 40 Asamblea General de la ONU, un Mensaje para reafirmar el apoyo moral que la Santa Sede no ha dejado nunca de dar a este Organismo, desde su nacimiento, alentando una específica cooperación encaminada a la promoción de la verdadera paz de un fecundo entendimiento entre las personas y las comunidades nacionales.

En diversas circunstancias, la Iglesia ha expresado su propia estima y consenso por este supremo forum de las familias de los pueblos y no deja de apoyar sus funciones e iniciativas encaminadas a favorecer la sincera colaboración entre las naciones. Con ocasión de esta celebración de sus cuarenta años, deseo renovar una vez más mi gratitud por la invitación que se me hizo, en octubre de 1979, a tomar la palabra ante los Representantes de aquella Asamblea General. Dicha invitación fue para mí muy significativa, porque “demuestra —como dije en aquella solemne Asamblea— que la Organización de las Naciones Unidas acepta y respeta la dimensión religioso-moral de los problemas humanos, de los cuales la Iglesia se ocupa en virtud del mensaje de verdad y de amor que debe llevar al mundo” (Discurso a la Asamblea general de las Naciones Unidas, Nueva York, 2 de octubre de 1979). Esto ilumina el esfuerzo que en estos 40 años ha visto la Iglesia y la Organización de las Naciones Unidas en una cooperación y solidaridad cada vez mayor en defensa “del hombre tomado en su integridad, en toda la plenitud y multiforme riqueza de su existencia espiritual y material” (Ibid.).

En un momento histórico en el que la técnica estaba orientada hacia la guerra, hegemonías y conquistas, y en el que el hombre mataba al hombre y naciones destruían a otras naciones, el nacimiento de este Organismo fue recibido por los hombres, preocupados por la suerte de la humanidad, como nueva salvaguardia de paz y de esperanza, y como el camino real destinado a conducir al reconocimiento y al respeto de los derechos inalienables de las personas, de las comunidades, de los pueblos. Espero que este aniversario sirva para reafirmar tal convencimiento, y en particular —como dije en el Mensaje del 14 de octubre pasado— para reforzar la autoridad moral y jurídica de este Organismo en orden a la salvaguardia de la paz y con miras a la cooperación internacional en favor del desarrollo y de la libertad de todos los pueblos.

Las Naciones Unidas cumplirán tanto más eficazmente su alto cometido si en todos los Estados miembros aumenta la convicción de que gobernar a los hombres quiere decir servir a un designio de justicia superior. La visión valiente y abierta a la esperanza que inspiró a los redactores de la Carta de 1945 no deberla ser jamás olvidada, a pesar de las dificultades y obstáculos que ha encontrado en estos cuarenta años. Ella quedará como el punto ideal de referencia hasta que se superen tales obstáculos. Este es el deseo ardiente que quiero renovar en esta celebración litúrgica, pidiendo al Señor que El conceda abundantes frutos en los esfuerzos por la causa de la paz.

3. La escena que nos presenta el Evangelio de hoy subraya la relación entre ricos y pobres, con referencia al comportamiento diverso de los escribas y de la viuda. En el mundo actual ese contraste se repite históricamente por la diferencia entre las condiciones de desarrollo en los distintos países, clasificado corrientemente como relación entre Norte y Sur.

El Mesías hace una valoración negativa de quien vive en el lujo y en la riqueza, despreciando a los pobres; de los ricos que no dan a los pobres lo que podrían o que, aunque contribuyan, lo hacen con formas de ostentación que demuestran la búsqueda de su propia gloria: ¡Cuidado con los letrados! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes” (Mc 12, 38-39).

A la afirmación del Salmo responsorial: “El Señor sustenta al huérfano y a la viuda” (Sal 145, 9), se contrapone lo dicho en el Evangelio sobre los escribas, reprobando su religiosidad externa que está en contraste con las arbitrariedades e injusticias que realizan: “Devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos” (Mc 12, 40).

En cambio, Jesús hace una gran alabanza al gesto secreto de la pobre viuda, la cual da con generosidad incluso de lo suyo necesario; confrontándolo con las ofertas de tantos ricos que dan “muchas monedas”, pero con ostentación.

4. La llamada de Jesús nos invita a hacer hoy una comprobación: preguntarnos si la llegada del reino ha dado lugar efectivamente a un cambio de las situaciones de dominio y de lujo existentes en el mundo. Esto se habría podido realizar si cada uno hubiese vivido la propia fe en coherencia con las obras, especialmente con aquellas en favor de los más pobres, marginados y despreciados.

La historia dará su juicio definitivo sobre los individuos y los pueblos según como hayan sido llevados a la práctica los deberes de contribuir al bien de los hermanos, de acuerdo con la propia prosperidad y en una concreta corresponsabilidad mundial según la justicia.

Hacemos votos para que todos —individuos, grupos, empresas privadas e iniciativas públicas— sepan proveer adecuadamente a los más necesitados, comenzando por el derecho primordial a saciar la propia hambre.

Cada uno debería prepararse actuando en su vida de tal manera que acoja al Mesías cuando aparezca la segunda vez para decir: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo” (Mt 25, 34).

5. Se propone un examen de conciencia cuyo punto de partida es la vida personal de cada uno sobre la concepción que se tiene de la riqueza y la pobreza.

Estáis llamados hoy a reconocer el privilegio de colaborar activa y lealmente en las estructuras de la comunidad internacional. El apremiante sentido de responsabilidad en el buen uso de la riqueza puesta a disposición de la FAO impone, sobre todo, que cada uno posea y perfeccione la propia profesionalidad y lleve a cabo una seria y precisa aplicación de ella según los propios deberes de cada día.

Pero el examen de conciencia alcanza también a la responsabilidad de los Estados miembros de la FAO para que concurran a opciones de política interna e internacional con propuestas concretas que lleven a decisiones tempestivas y a realizaciones adecuadas.

Es muy importante que se establezcan relaciones entre los pueblos de todo el mundo y de sus Estados según la justicia internacional; pero es urgente que se lleve a la práctica con mayor intensidad la solidaridad de los países más prósperos escogiendo en mayor medida la vía multilateral.

La reflexión sobre el propio empeño como miembros en la FAO y, más ampliamente, en el sistema de las Naciones Unidas, debería llevar a afirmar el deber de cada pueblo a dar una contribución con relación a las propias condiciones de prosperidad y a las necesidades de los demás.

Sería de desear que se pensara y fuera reconocido con valor no sólo de exigencia ética, sino también con fuerza jurídica, un “Pacto de seguridad alimentaria mundial”, como el que será propuesto a la aprobación de la Conferencia de la FAO. Es deseable que el Acta que la Asamblea aprobará se le dé tal eficacia al menos en lo que respecta a los Estados miembros, adoptando las formas que se consideren oportunas según el derecho internacional contemporáneo.

6. Hay que constatar, por otro lado, que existe una frecuente desconfianza y falta de voluntad para asumir compromisos verdaderos y precisos que se adecuen a las necesidades y que sean mantenidos de modo efectivo.

Demasiado frecuentemente nacionalismos y proteccionismos de diverso tipo obstaculizan, ya sea la disponibilidad de los alimentos vitales para todos sin discriminación, ya sea el traslado de los recursos de los países altamente productores a aquellos escasamente provistos. Tales obstáculos y tales líneas de conducta están en abierto contraste con los principios de una justicia efectiva en la solidaridad y con la puesta en práctica de la proclamada voluntad de cooperar con el poder providencial de Dios.

La liturgia eucarística nos recuerda que Cristo, Sacerdote y Víctima. se ofrece también hoy sin límites. “De hecho, El se ha manifestado una sola vez en el momento culminante de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de Sí mismo” (Heb 9, 26). El se inmoló por todos los hombres en la cruz “para quitar los pecados de todos” (Heb 9, 28). Cristo se entregó para vencer el pecado de egoísmo que frecuentemente se hace presente en la historia de la sociedad humana.

La Eucaristía, que renueva la suprema donación de Cristo y su inmolación por la salvación de los hermanos, exige y dona la purificación del corazón de toda forma de egoísmo para abrirse así a los demás con espíritu de solidaridad y de amor fraterno efectivo.

Es necesario ir más allá de la estricta justicia, según la conducta ejemplar de la viuda que nos enseña a dar con generosidad incluso aquello que sirve para satisfacer las propias necesidades.

Sobre todo se debe tener presente que Dios no mide los hechos humanos con una medida que mira a las apariencias del “cuanto” se da. Dios mide según el metro de los valores interiores, esto es, del “como” uno se pone a disposición del prójimo. El mide según el grado de amor con el que uno se dedica libremente al servicio de los hermanos.

7. La Iglesia, continuadora de Cristo en su misión religiosa, ofrece la fuerza necesaria para obrar constantemente según justicia en la solidaridad. Mediante Cristo, que asume plenamente la naturaleza humana y la une a la riqueza divina, es posible la comunión vital con Dios amor. Esta fuerza íntima de Dios puede sostener los esfuerzos humanos, de tal manera, que se realice la ley fundamental de la vida y de la convivencia humana según el principio inseparable del amor a Dios y del amor al prójimo.

Así como el Profeta Elías no temió pedir a la viuda lo que le quedaba para su sustento, el Papa no teme pedir hoy a los responsables de la FAO que se continúe apoyando y desarrollando las actividades ordinarias y las operaciones que han de llevarse a cabo concretamente en favor de los más pobres del mundo.

La Iglesia ofrece las iniciativas de sus propias instituciones y asociaciones que operan en los varios pueblos y continentes.

Ella reivindica sobre todo, como deber y derecho suyo inalienable, las obras de misericordia materiales, espirituales, especialmente las obras caritativas de ayuda mutua destinadas a aliviar toda necesidad humana (cf. Apostolicam actuositatem, 8).

La Iglesia anima igualmente todas las actividades de las Organizaciones no gubernamentales, las cuales, en este último período, están afirmándose con un creciente vigor y se muestran como elementos eficientes para contribuir a la acción que toda la humanidad debe realizar en favor de los más pobres. Sin embargo, auspicia que tales actividades de carácter voluntario se desarrollen verdaderamente de manera desinteresada y por encima de todo espíritu partidista.

La Iglesia, finalmente, quiere contribuir al conocimiento actualizado de las actividades desarrolladas por la FAO en favor de la formación de una opinión pública que estimule los poderes públicos y privados de cada país a tomar cada vez más amplias iniciativas en apoyo del desarrollo alimentario y agrícola, y que consiga una participación activa y constante por parte de todos a esta acción mundial.

Con esta celebración desearnos dar gracias al Señor por el bien realizado y por el aporte generoso prestado hasta aquí. Deseo ardientemente que sea también ocasión para un renovado empeño de todos hacia una acción futura cada vez más eficaz y tempestiva según los deberes y grados de responsabilidad que tiene cada uno en la sociedad contemporánea.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 46, p. 1, 12.



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