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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, CHILE Y ARGENTINA

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA CON LOS FIELES DE MENDOZA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

 Martes 7 de abril de 1987

 

Doy gracias a Dios de continuo por vosotros, por la gracia de Dios que os ha sido concedida en Cristo Jesús” (1Co 1, 4).

1. Queridos hermanos y hermanas: ¡ Alabado sea Jesucristo por el gran don de la paz, que os ha conseguido de Dios Padre, por la virtud del Espíritu Santo!

Si todos mis viajes apostólicos tienen como finalidad ser un llamado al empeño por la paz, éste que estoy realizando a los países hermanos de Chile y Argentina, quiere ser un servicio pastoral de acción de gracias al Príncipe de la paz (cf. Is 9, 6), que os protegió contra la fuerza destructora de las armas, y os iluminó para seguir el camino de la negociación y del diálogo, de modo que, superando las tensiones y según criterios de equidad, la paz fuera garantizada. Haber logrado este objetivo es motivo de noble orgullo para ambos pueblos, y demuestra ante el mundo cómo los conflictos y diferendos entre los hombres pueden ser resueltos mediante el entendimiento y el diálogo, sin tener que recurrir a la violencia.

En este día siento una gran alegría por haber llegado a esta región cuyana, a los pies del Cristo Redentor, y poder contemplar la belleza de vuestros paisajes, las altas cumbres nevadas que elevan el alma en contemplación, los alegres viñedos y olivos, los hermosos almendros y árboles frutales; y sobre todo, vuestros ánimos joviales, iluminados por la luz de la fe y de la devoción mariana.

Saludo con afecto fraterno a mis hermanos en el Episcopado, en particular el Pastor de esta arquidiócesis, a todos sus colaboradores en la labor apostólica, y a todos vosotros, hombres y mujeres de Mendoza y de la región Cuyo, amantes de la paz y de la libertad, en particular a las autoridades civiles aquí presentes.

2. El monumento a Cristo Redentor, inaugurado hace más de ochenta años, como símbolo de paz entre argentinos y chilenos, está enclavado en lo alto de la Cordillera, desde donde vigila y despliega su providencia protectora sobre ambos pueblos hermanos. Ha sido El, tenedlo por seguro, quien ha velado siempre, y de modo particular en estos últimos tiempos, para que se cumpla la hermosa leyenda allí estampada: “Se desplomarán primero estas montañas antes que argentinos y chilenos rompan la paz jurada a los pies del Cristo Redentor”.

Queridísimos hermanos: El Papa os invita a todos los hombres y mujeres de Argentina y de Chile –y en vosotros a los del continente americano y del mundo entero–, a que hagáis propio ese juramento de paz, en lo profundo del corazón: que nunca rompamos la concordia con ningún hermano nuestro. Este es el constante llamado que, en cuanto Sucesor de Pedro, voy repitiendo en todas mis peregrinaciones apostólicas, y que en ésta quiero reiterar con particular énfasis. Este llamado se sitúa en la línea de los “ Mensajes para la Jornada de la Paz ” que, desde hace veinte años, dirige el Papa a toda la Iglesia universal y a los hombres de buena voluntad; y del que también los Episcopados se han hecho eco en sus respectivos países. Secundando el compromiso de la Iglesia en favor de la paz, me es muy grato elogiar la excepcional labor llevada a cabo por los obispos de Chile y de Argentina para fortalecer los lazos entre ambos países hermanos, a cual se ha reflejado –entre otras iniciativas– en importantes documentos episcopales emanados –a veces conjuntos– en relación con el diferendo sobre la zona austral.

¡Cuánto camino se ha recorrido en estos últimos años! ¡Cuántos conflictos y sufrimientos evitados! Por ello, elevamos una vez más, nuestra acción de gracias al Padre de las misericordias por la ayuda dispensada y al mismo tiempo recordamos a las personas que han colaborado eficazmente para llegar al feliz resultado de la Mediación, entre las que no puedo olvidar la egregia figura del cardenal Antonio Samorè y su abnegada labor en esta misión de paz.

Pero, a la vez, mis queridos hermanos, ¡cuánto trecho queda aún por recorrer en este camino! Más, no os dejéis arrastrar por el desánimo o por el fatalismo, porque en medio de la oscuridad de las dificultades, aparece una nueva alborada, que toma su fuerza de la victoria ya conseguida por Jesucristo (cf. Jn 14, 27). Es Jesús, en efecto, quien ha destruido la raíz de todos los enfrentamientos entre los hombres –esto es, el pecado–, reconciliando con Dios todas las cosas, “pacificando por la sangre de su Cruz tanto las de la tierra como las del cielo” (Col 1, 20). El Cristo Redentor es el Cristo reconciliador con el Padre y con los hermanos, y por eso es también el Cristo pacificador: el Príncipe de la Paz.

3. “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará; y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Para conseguir la verdadera paz, la paz de Cristo, es preciso que El habite en nuestro interior, que hagan morada en nuestra alma el Padre y el Hijo en la unidad del Espiritu Santo. “ La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede del Padre..., el cual ha reconciliado con Dios a todos los hombres por la cruz, y. reconstituyendo en un solo pueblo y en un solo cuerpo la unidad del género humano, ha dado muerte al odio en su propia carne y. después del triunfo de su resurrección, ha infundido su Espíritu de amor en el corazón de los hombres” (Gaudium et spes, 78).

La paz, por consiguiente, es don de la Santísima Trinidad. Y para que Dios nos la otorgue, para gozar de su vida y de su paz, nos exige amarlo, guardar su palabra, que seamos fieles a sus mandamientos y enseñanzas (cf Jn 14, 23-24). Por ello, para lograr la concordia entre los hermanos, os exhorto a la conversión interior, para que podáis acoger con fruto ese don de la paz, que Cristo nos ha alcanzado del Padre, y que el Espíritu Santo infunde en los corazones bien dispuestos.

La concordia es consecuencia de la actitud responsable que toda persona ha de adoptar respecto de la vida en sociedad. Ello exige una clara opción por el hombre y sus derechos inalienables. Por eso el Papa os anima a que toméis una posición clara, y sin ambigüedades, ante las situaciones que mortifican la dignidad del hombre: la injusticia, la mentira, la demagogia, que deforma el rostro de la verdadera paz. Habéis de rechazar también todo lo que degrada y deshumaniza: la droga, el aborto, la tortura, el terrorismo el divorcio, las condiciones infrahumanas de vida, los trabajos degradantes (cf. Gaudium et spes, 27).

Más, la actitud del cristiano ante las realidades que atentan a la paz, no debe agotarse en la mera crítica o en la rebeldía estéril; la promoción de la paz no ha de limitarse a deplorar los efectos negativos de las situaciones de crisis, de conflictos y de injusticias, sino que debe ser también propuesta de vías de solución, factor de proyección de nuevas metas e ideales para la sociedad, fermento activo en la construcción de un mundo más humano y cristiano.

Sabéis muy bien, amadísimos hermanos, cómo la conflictiva situación en ciertas zonas de América Latina, se presta a la demagogia, al alegato estéril, a la recriminación mutua, y a otras actitudes que no siempre redundan en soluciones positivas. Urge encontrar la vía para esas soluciones que operen la reconciliación entre las partes enfrentadas, por medio de la tolerancia, el espíritu de diálogo y de entendimiento, en el marco de un sano pluralismo. Con estos mismos propósitos habéis de fomentar en vosotros y en quienes os rodean una verdadera voluntad de auténtica paz, inspirada en los principios cristianos, que no transigen con los abusos o las injusticias, sin jamás optar por la confrontación o la violencia como vía de solución a los conflictos.

Asumid una actitud positiva ante la paz, que es un don de Dios que el hombre ha de merecer y conquistar cada día, promoviéndolo en todo momento desde su propio corazón como ilusionado artífice de la paz.

4. En la proclamación de la Palabra, así nos exhortaba San Pablo: “No os angustiéis por nada, y en cualquiera circunstancia, recurrid a la oración y a la súplica, acompañada de acción de gracias, para presentar vuestras peticiones a Dios. Y la paz de Dios, que supera toda inteligencia, guardará vuestros corazones y pensamientos en Cristo Jesús” (Flp 4, 6-7). Este es el sentido que tuvo la Jornada de oración celebrada en el mes de octubre pasado en la ciudad de Asís: recordar que, siendo la paz un don de Dios, el camino de la paz debe apoyarse sobre todo en la plegaria. Me ha producido gran gozo saber que la reunión de Asís tuvo especial reflejo en esta arquidiócesis; el Papa os anima a ser perseverantes en la petición humilde y confiada por la paz.

Además de la oración, San Pablo recordaba que “ todo lo verdadero y noble; todo lo justo y puro, todo lo amable y digno de honra, todo lo virtuoso y laudable, debe ser objeto de vuestros pensamientos. Poned en práctica lo que habéis aprendido y recibido, lo que habéis oído y visto en mí; y el Dios de la paz estará con vosotros” (Ibíd. 4, 8-9). La Iglesia ha recordado incesantemente que el Evangelio de la paz llegará a las instituciones pasando por el corazón de las personas, y no pacificará la sociedad si antes no ha pacificado las conciencias, liberándolas del pecado y de sus consecuencias sociales. Cuando se logre esa transformación interior en el alma de cada uno, se engendrarán con la fuerza misma de la vida, nuevas formas de relaciones sociales y culturales, y se abrirá paso en el mundo a la “civilización de la paz”. No os extrañe, por consiguiente, que el Papa insista en que cada uno debe esforzarse por vencer en sí mismo los propios defectos, en luchar contra el egoísmo, superar las antipatías, no crear abismos de separación con los demás, evitar las polémicas agresivas. No olvidéis, amados hermanos, que la calidad de los frutos depende de lo que personalmente hayamos sembrado (cf Ga 6, 8-10).

Esta primacía del cambio personal sobre el cambio estructural (cf. Congr. pro Doctr. Fidei, Libertatis Conscientia, 75), no es una doctrina orientada sólo a tranquilizar las conciencias; por el contrario, es un llamado exigente a la “ unidad de vida ” cristiana, porque la proyección de la virtud personal en la mejora estructural no es algo automático, como tampoco lo es nada propiamente humano. La incesante renovación interior a la que está llamado el cristiano, corre pareja con el esfuerzo que debe poner, según sus circunstancias, en la transformación de la sociedad: “nuestra conducta social es parte integrante de nuestro seguimiento de Cristo” (Puebla, 476).

Quisiera recordaros además, que en esta transformación de la sociedad, la familia tiene un papel de primer orden. ¿Cómo podría existir paz en una nación, donde las familias estuviesen divididas, y no fuesen capaces de superar los conflictos en esa célula básica de toda convivencia, donde se aceptase la desintegración del matrimonio?

5. Si pues queréis ser coherentes, debéis exigiros a vosotros mismos aquellos valores que son soporte de la vida social. Me refiero específicamente a las virtudes que son punto de apoyo importante y esencial para una civilización del amor y de la paz.

— En primer lugar el orden, ya que, según definición de San Agustín, la paz es “la tranquilidad en el orden” (De Civitate Dei, 19, 13), No sólo un orden exterior, sino una jerarquía interior de valores reflejo del querer divino, porque la paz “ es fruto del orden impreso en la sociedad humana por su divino Fundador, que los hombres han de llevar a la perfección ” (Gaudium et spes, 78). Un orden que os hará tener en cuenta los valores de toda persona y grupo, las superiores exigencias del bien común, la salvaguardia en cualquier circunstancia de los derechos humanos imprescindibles, la prioridad del ser sobre el tener.

Justicia: así como “la paz es obra de la justicia” (Is 32, 17), los conflictos tienen por origen la injusticia. En efecto, “ ¿puede existir verdadera paz, cuando hombres, mujeres y niños no pueden alcanzar su plena dignidad humana? ¿Puede existir una paz duradera en un mundo regulado por relaciones – sociales, económicas y políticas – que favorecen a un grupo o a un país en detrimento de otros? ¿Puede establecerse una paz genuina sin el efectivo reconocimiento de aquella gran verdad, según la cual todos poseemos la misma dignidad, porque hemos sido formados a imagen de Dios, que es nuestro Padre”? (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1987, n.1)

El amor a la libertad, porque todo aquello que la impide sojuzga también la auténtica paz de las personas, de las instituciones y de la sociedad entera. La sujeción forzada de unos grupos sociales por otros es inaceptable, y contradice la noción del verdadero orden y de auténtica concordia. Situaciones de esta índole, bien sea en el interior de una nación o en el mismo campo internacional, podrían dar la apariencia de un cierto sosiego exterior, pero pronto se manifestarían como causas de ulteriores represiones y de creciente violencia. La libertad, que personas y naciones deben tener para asegurar su pleno desarrollo como miembros de igual dignidad en la familia humana, depende del reciproco respeto en el concierto nacional y en el orden internacional.

Fortaleza: la paz no puede confundirse con un falso irenismo; requiere auténtica fortaleza para superar conflictos y obstáculos, que siempre existirán: “La paz nunca es algo establemente adquirido, sino que debe procurarse de continuo. Puesto que la voluntad humana es frágil y está herida por el pecado, la construcción de la paz exige el constante dominio de las pasiones de cada uno y la vigilancia de la legítima autoridad” (Gaudium et spes, 78). Queridos mendocinos y cuyanos, esa fortaleza humana que habéis demostrado tantas veces para transformar el desierto en un oasis, y para levantar vuestros campos ante la adversidad de plagas, heladas y terremotos, demostradla también en hacer crecer el fruto sabroso de la paz y de la concordia nacional y universal.

Caridad: una actitud que –en cierto modo– resume las anteriores es la solidaridad universal, basada en la dignidad de cada persona y en el mandamiento del amor. Ved siempre a los demás como hermanos –hijos del mismo Padre celestial– y amadlos como son, comprendiendo y aceptando la diversidad de cada uno. La caridad os llevará a superar rencores, diferencias, discordias; a fijaros no en lo que divide los ánimos, sino en lo que los puede unir en mutua comprensión y recíproca estima. Y todo ello se ha de manifestar preferentemente en favor de los más necesitados e indefensos.

6. Acabamos de celebrar el vigésimo aniversario de la Encíclica Populorum Progressio, en la cual el Papa Pablo VI nos hizo comprender cómo el desarrollo es el nuevo nombre de la paz. Por eso quise proponer para este año la solidaridad y el desarrollo como claves imprescindibles para su construcción (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1987, n.7) .

Pero no podéis olvidar que ese desarrollo será fundamento de la paz, si no se limita a un simple medio de lucro o de producción económica, ni a un mero camino hacia una laudable justicia social. Es mucho más que todo eso: está ordenado a promover el desarrollo y el bien integral, completo, del hombre, que abarca no sólo la actividad material, económica o social, sino sobre todo el progreso de su vida espiritual, fuera del cual el hombre quedaría siempre incompleto y truncado.

Es necesario insistir en que la persona humana es el centro de todo adelanto social; cualquier hombre o mujer, independientemente de sus circunstancias, tiene una importancia prioritaria sobre las cosas; dicha preeminencia se funda en su dignidad de persona humana, creada a imagen de Dios y llamada a participar de la redención de Cristo.

Y podemos preguntarnos: ¿es posible, en la actualidad, hacer valer esa preeminencia de la persona, como fundamento de una paz genuina? O, en términos generales: ¿es posible dar eficacia histórica, económica y política a la doctrina social de la Iglesia como base de concordia universal? A esta pregunta ya respondía el Papa Pablo VI: “Es posible, sí, porque la doctrina social cristiana posee el carisma interior de la verdad; conoce e interpreta la naturaleza del hombre y del mundo... Sí, es posible, si hombres inteligentes y generosos, católicos fuertes y libres, Pastores esclarecidos y valerosos, hijos del pueblo aguerridos, coherentes y fieles, se comprometen en la gran empresa de la edificación de una sociedad justa, libre y cristiana. Sí, es posible si cuantos se consagran a esta empresa saben encontrar en las fuentes de la fe y de la gracia ese misterioso e indispensable suplemento de luz y fuerza, que es precisamente la aportación original del cristianismo a la salvación del mundo” (Discurso del 15 de mayo de 1965).

Sí, queridos hijos, es posible alcanzar la paz, pero “no como la del mundo” (Jn 14, 27; como nos recuerda el Evangelio, nuestra paz es la paz de Cristo; y El la otorga siempre a los que ama (cf. Lc 2, 14).

La poderosa intercesión de la Santísima Virgen, Reina de la Paz, de la Virgen del Santísimo Rosario, que vosotros veneráis aquí en Mendoza; la intercesión de María, tan amada y venerada por todos los cuyanos, sea garantía para alcanzar de su Hijo ese don de Dios, que nosotros debemos conquistar cada día.



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