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SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Atrio de la Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 18 de junio de  1987

 

1. «No... te olvides del Señor tu Dios... que te alimentó en el desierto con un maná» (Dt 8, 14. 16).

Hoy, mientras caminamos por las calles de Roma en procesión, desde la basílica de Letrán hasta la que se alza sobre el Esquilino, intentemos tener ante los ojos también aquel camino:

«No... te olvides del Señor tu Dios que te sacó de Egipto, de la esclavitud» (Dt 8, 14). Dice Moisés: «Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer... para ponerte a prueba y conocer tus intenciones» (Dt 8, 2).

Es el camino del pueblo de la Antigua Alianza a través del desierto, hacia la tierra prometida.

Mientras atravesamos las calles de Roma en procesión eucarística, nos manifestamos ante el mundo como pueblo «en camino», que Dios mismo alimenta con el Pan de Vida, así como en el desierto alimentaba con maná a los hijos e hijas de Israel. El desierto no permite encontrar alimento, Dios mismo alimentaba a su pueblo.

No olvidemos aquel camino y aquel alimento que era preanuncio del Alimento eucarístico.

Cristo mismo alude a esta figura, contenida en la historia del pueblo de la Antigua Alianza, mientras anunciaba la institución de la Eucaristía. Habla a aquellos que lo escuchan en las cercanías de Cafarnaún del pan que ha bajado del cielo (cfr. Jn 6, 51). También el maná en el desierto bajaba del cielo. Era el pan que Dios ofrecía a Israel: «Vuestros padre comieron del maná —dice Jesús— ...y murieron» (Jn 6, 49). El pan que Dios ofrecía en el desierto saciaba el hambre del cuerpo, pero no preservaba de la muerte.

Cristo anuncia a sus discípulos un Pan, distinto: «El que come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 58).

Así, pues, junto con la institución de la Eucaristía, entramos en el centro mismo del drama del hombre: ¿La vida orientada hacia la muerte, o, por el contrario, la vida abierta hacia la eternidad?

Mientras marchamos en procesión eucarística, recogidos en torno al Pan bajado del cielo, junto con el Verbo Encarnado, anunciamos la verdad de la vida eterna. A nuestro alrededor palpita la vida de la gran ciudad y, sin embargo, esta vida pasa. Esta ciudad, Roma, como cualquier otra ciudad del globo terrestre, es un lugar de paso. Palpita de vida hasta umbral de la muerte. Y en su historia, en el curso de las generaciones y de los siglos, ella ha vivido profundamente la realidad de la muerte humana.

2. Así, pues, lo que Cristo dijo en los alrededores de Cafarnaún adquiere siempre de nuevo actualidad. También hoy. También aquí, en Roma: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros» (Jn 6, 53).

Para anunciar la Eucaristía, Cristo parte de la realidad de la muerte, que es la herencia de todo hombre sobre la tierra, así como fue la herencia de todos los que comieron el maná en el desierto.

Nos encontramos así en el centro mismo del eterno problema del hombre, de su historia, de su misterio.

Cristo nos pone ante la alternativa de «tener la vida» o «no tener vida en nosotros».

3. Nos encontramos aquí con el núcleo mismo de la Buena Noticia. Es el cénit de la esperanza que va más allá de la necesidad de morir: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54).

El Evangelio —la Buena Noticia— conduce de la muerte temporal a la Vida eterna. Y, sin embargo, los que escuchaban dirán: «Duro es este lenguaje; ¿quién puede entenderlo?» (Jn 6, 60). Así reaccionaron los oyentes de entonces, en las cercanías de Cafarnaún, ¿Y los oyentes de hoy?

Hasta los Apóstoles fueron sometidos a prueba. Al final, sin embargo, venció la fe: «Señor, ¿a dónde iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).

Mientras celebramos hoy la Eucaristía en medio de la ciudad de Roma, mientras hacemos la procesión del Corpus Christi, intentemos tener ante los ojos aquel episodio en las cercanías de Cafarnaún. Así como tenemos en la memoria el camino de Israel a través del desierto y el «maná». La liturgia nos hace seguir estas huellas.

4. ¿Quiénes somos hoy?

Somos los herederos. Somos herederos en el gran misterio de la fe, que gradualmente se hacía camino en la historia del pueblo elegido de Dios.

Somos los herederos de esta fe, que, durante la última Cena, tomó definitivamente forma en las almas de los Apóstoles.

Entonces, las palabras del anuncio hecho en las cercanías de Cafarnaún llegaron a ser institución: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6, 55-56).

Somos, pues, los «Christo-foros». Llevamos a Cristo en nosotros. Su Cuerpo y su Sangre. Su muerte y resurrección. La victoria de la vida sobre la muerte.

«Christo-foros»: esto somos constantemente, cada día. Hoy deseamos darle una expresión particular, pública.

«Christo-foros»: los que viven «por medio de Cristo». Así como El vive «por medio del Padre».

He aquí el misterio que llevamos en nosotros. Misterio de vida eterna en Dios. Por medio de Cristo. «El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6. 51).

5. Intentemos crecer día tras día en el misterio pascual de Cristo. Y crezcamos, sobre todo, en una particular manifestación suya, la de la unidad: «El pan es uno —escribe el Apóstol—, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan» (1 Cor 10, 17).

La Eucaristía nos engendra en la comunidad como Iglesia, en el Cuerpo de Cristo.

A través de todos los continentes del globo terrestre camina el pueblo mesiánico, el pueblo de la Nueva Alianza, la Iglesia que se alimenta de la Eucaristía y, mediante la Eucaristía, como Cuerpo de Cristo participa en la realidad de la vida eterna: la lleva en sí gracias a esta divina comida y bebida: el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¡He aquí el gran misterio de la fe!

Acojámoslo con alegría y gratitud renovadas. En la Eucaristía está la prenda de nuestra esperanza. Digamos, pues, también nosotros con el Apóstol Pedro:

«Tú solo tienes palabras de vida eterna».

¡Tú solo, Señor! Amén.



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