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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

SANTA MISA EN EL PARQUE MATTOS NETO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Salto (Uruguay)
Lunes 9 de mayo de 1988

 

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los que sufren” (Is 61, 1). 

1. Estas palabras del profeta Isaías que acabamos de escuchar fueron escritas varios siglos antes de la venida de Cristo.

El mismo día en que daba comienzo a su actividad mesiánica, –como nos narra el evangelista San Lucas– Jesús, tomando el volumen del profeta Isaías en la sinagoga de Nazaret leyó estas mismas palabras. Ante la gente de su misma ciudad, con quien había vivido durante treinta años, declaró: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”(Lc 4, 21).

El Señor se presenta abiertamente como Aquél a quien el Padre “ha ungido” (Is 61, 1) y “ha enviado” (Ibíd.) al mundo; el que viene con la potencia del Espíritu de Dios para anunciar la Buena Nueva: la Buena Nueva del Evangelio.

Las palabras del profeta Isaías que Jesús aplicó a sí mismo en la sinagoga de Nazaret señalan el comienzo de la proclamación del Evangelio: el comienzo de la evangelización.

Jesucristo es el primer evangelizador; y así, dondequiera que se anuncia la Buena Nueva en nombre de Cristo, allí mismo actúa El como mensajero de salvación. Esta es la salvación que toda la asamblea ha invocado dirigiéndose a Dios, “¡Muéstranos, Señor, tu misericordia, y danos tu salvación!” (Sal 85 [84], 8). 

El Evangelio es la revelación de Dios, el cual tanto amó al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que el hombre tenga la vida eterna (cf. Jn 3, 16). Y es también la revelación de la verdad sobre el hombre, sobre su dignidad, sobre su vocación suprema y definitiva.

Nosotros lo llamamos Buena Nueva o “Feliz anuncio”, porque lleva la consolación a todos los afligidos (cf. Is 61, 1);  porque anuncia la liberación a aquellos que se encuentran en la esclavitud del pecado y de la muerte (cf. ibíd.);  porque sana las llagas del corazón destrozado (cf. ibíd.) y proclama “el año de gracia del Señor” (cf. ibíd. 61, 2),  es decir, la vida de Dios en los corazones humanos.

2. Jesucristo, a la vez que dio el Evangelio a la Iglesia, ordenó a los Apóstoles –a ellos en primer lugar–, pero con ellos a todos nosotros: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación”(Mc 16, 15);  “hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). 

Se acerca, hermanos míos, el año en el que el continente americano –y particularmente América Latina– dará gracias a la Santísima Trinidad por los quinientos años de evangelización, es decir, por los quinientos años de la llegada de la “Buena Nueva” hasta lo que entonces eran “los confines de la tierra”. Discípulos de Cristo proclamaron el Evangelio en las tierras recién descubiertas. Entonces, como ahora, seguían teniendo vigencia las palabras que había pronunciado el Maestro: “El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea se condenará” (Mc 16, 16). Conscientes de ello, los primeros evangelizadores, movidos por la fe en esas palabras de Cristo y por su amor a las almas, realizaron una labor admirable para acercar a Cristo a los pueblos recién conocidos. Al mismo tiempo, llevaron a cabo un ingente trabajo de promoción social y cultural que hoy es orgullo y patrimonio de todo el continente, y forma parte del ser nacional de todos estos países. Monumentos artísticos y literarios, gramáticas y catecismos en las principales lenguas indígenas, las ordenanzas y leyes de Indias, son algunos de los frutos de esa obra de civilización. La “Buena Nueva” se extendió, en muchas ocasiones, antes de que se instalaran de manera permanente los pobladores europeos y fue siempre un factor de armonía y defensa de los derechos de los más débiles.

3. Este proceso –con sus variaciones locales– tuvo lugar también en el Uruguay. En efecto, las reducciones guaraníticas de los padres jesuitas en el norte, y las funciones de los padres franciscanos en las desembocaduras de los ríos Negro y Uruguay, precedieron en vuestro país a los nuevos asentamientos urbanos. Indios y misioneros, procedentes de aquellas históricas instituciones, participaron activamente en el establecimiento, construcción y defensa de las poblaciones que fueron apareciendo sucesivamente. La Iglesia estuvo también presente en Montevideo desde su nacimiento como ciudad, cuando fue fundada, bajo el patrocinio de los Santos Felipe y Santiago, por familias venidas de las Islas Canarias en el navío “Nuestra Señora de la Encina”, siendo acompañadas por algunos eclesiásticos. Es motivo de sano orgullo para los uruguayos reconocer la presencia constante de Nuestra Señora de los Treinta y Tres en la configuración de esta tierra como nación.

El trabajo denodado de tantos sacerdotes, religiosos y laicos, y la llama de la fe siempre viva en las familias cristianas, verdaderas iglesias domésticas, hicieron posible la continuidad de aquella primera evangelización, y la gozosa realidad de vida cristiana que he comprobado durante mi estancia entre vosotros. Vuestra presencia aquí es una muestra clara de ese “fruto” (Sal 85 [84], 13) que ha dado la “tierra” (Ibíd.), regada por la lluvia del Señor. Todos los que me acompañáis en esta Eucaristía sois parte de esa corona y de esas joyas (cf. Is 61, 10) con que Dios adorna a los que son fieles, a cuantos no cesan en su empeño por mantener la fe en este país. Por eso, es para mí motivo de alegría estar en Salto entre vosotros. A todos saludo con entrañable afecto: al obispo de esta diócesis, a las autoridades, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a todos los fieles. Saludo también a todos los hermanos en el Episcopado aquí presentes, y en particular al obispo y a los fieles de Tacuarembó, así como a los venidos de otros lugares del Uruguay, y a los llegados de regiones limítrofes de Argentina y Brasil.

4. Del profeta Isaías hemos escuchado: “Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos” (Ibíd. 21, 11).

En el año 1992 daremos gracias a Dios, de modo particular, por los continuos “brotes” y las continuas “semillas” que ha producido la evangelización iniciada cinco siglos atrás. Recordaremos también con gratitud a aquellos que incansablemente han proclamado aquí la “Buena Nueva”, generación tras generación. Llegaremos, en fin, con grata memoria, hasta aquellos “primeros cristianos” de América Latina que fueron como tierra buena, en la cual la semilla enraizó y dio “fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta” (cf Mt 13, 8). 

Dispongamos ahora nuestro espíritu para celebrar ese V centenario, llevando a cabo en todo el continente americano, y en Uruguay en particular, “una evangelización nueva”. “Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión”. (Discurso a la Asamblea del Celam, Port-au-Prince, 9 de marzo de 1983)

Será “nueva en su ardor” si a medida que se va obrando, corroboráis más y más la unión con Cristo, primer evangelizador.

“Dios anuncia la paz / a su pueblo y a sus amigos, / a los que se convierten de corazón” (Sal 85 [84], 9). 

“Dios anuncia la paz... a los que se convierten de corazón”. El tiempo nuevo de evangelización se inicia por la conversión del corazón. “Dios enuncia la paz... a sus amigos”. Para entender este anuncio de paz hemos de ser sus amigos, hemos de descubrir nuevamente que la vocación cristiana es vocación a la santidad (cf. Lumen gentium, 11), pues Cristo dijo a todos: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). Como ya indicó mi venerable predecesor el Papa Pablo VI, el Concilio Vaticano II “ha exhortado con solícita insistencia a todos los fieles, de cualquier condición o grado, a alcanzar la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad. Esta fuerte invitación a la santidad puede ser considerada como el elemento más característico de todo el Magisterio conciliar, y por así decir, su fin último” (Sanctitatis clarior, 19 de marzo de 1969). Es la clave del ardor renovado de la nueva evangelización.

5. Vuestra patria, como os recordé el año pasado en la explanada Tres Cruces, nació católica y ha dado muchos frutos de apostolado. Ahora ha llegado el momento de la maduración de vuestra fe y el tiempo de una “nueva evangelización”.

El renovado ardor apostólico que se requiere en nuestros días para la evangelización, arranca de un reiterado acto de confianza en Jesucristo: porque El es quien mueve los corazones; El es el único que tiene palabras de vida para alimentar a las almas hambrientas de eternidad; El es quien nos transmite su fuego apostólico en la oración, en los sacramentos y especialmente en la Eucaristía. “He venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué quiero sino que arda?” (Lc 12, 49). Estas ansias de Cristo siguen vivas en su Corazón.

La evangelización, que tiene como proyección necesaria también la preocupación por el bienestar material del prójimo y por hallar remedio a sus necesidades, será eficaz si culmina en la práctica sacramental, que es el cauce por donde discurre la nueva vida que Cristo ofrece como fruto de la redención. A este propósito, aliento vivamente la iniciativa pastoral de vuestros obispos al haber convocado un Año Eucarístico para que la virtud del amor de Cristo, que se nos entrega como alimento, sea la fuente de donde broten los nuevos apóstoles que necesita el Uruguay de hoy.

Sentir ardor apostólico significa tener hambre de contagiar a otros la alegría de la fe. Ciertamente respetando la libertad del prójimo, lo cual no quiere decir indiferencia respecto a la verdad que Dios nos ha revelado. “La palabra que oís no es mía, sino de Aquel que me ha enviado” (Jn 14, 24).  El cristiano, por tanto, no da testimonio de un hallazgo humano, sino de una certeza que procede de Dios. Por eso, en un clima de diálogo sincero y de amistad, no puede ocultar nunca su fe o prescindir de ella en el enfoque y en la resolución de las distintas cuestiones que plantea la convivencia entre los hombres. El ardor apostólico no es, pues, fanatismo, sino coherencia de vida cristiana. Sin juzgar las intenciones ajenas debemos llamar bien al bien y mal al mal. Es de sobra sabido que desfigurando la verdad no se solucionan los problemas. Es la apertura a la verdad de Cristo la que trae la paz a las almas. ¡No tengáis miedo a las dificultades ni a las incomprensiones tantas veces inevitables que produce en el mundo el esfuerzo por ser fieles al Señor! Ya sabemos que el cristianismo nunca fue un camino cómodo. Y también sabemos que vale la pena gastar la vida, día a día, en un trabajo constante por ser coherentes con la fe que hemos recibido. ¡Abrid a Cristo las puertas de vuestros corazones para que os transforme en propagadores de su Evangelio!

6. La evangelización será “nueva en sus métodos” si cada uno de los miembros de la Iglesia se hace protagonista de la difusión del mensaje de Cristo.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor... me ha enviado para dar la Buena Noticia” (Is 61, 1). 

Cada cristiano, cada uno de vosotros puede repetir estas palabras del profeta. Cada uno puede escuchar también, como dirigidas a él, las palabras que Cristo decía a los Apóstoles poco antes de la Ascensión: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación”. (Mc 16, 15) 

 “Todos los fieles” –os digo con palabras del Concilio Vaticano II– “tienen el deber de hacer apostolado, según su condición y capacidad” (Apostolicam actuositatem, 6). 

La evangelización es pues tarea de todos los miembros de la Iglesia. Todos los fieles, bajo la guía de sus Pastores, han de ser verdaderos apóstoles.

Se trata de un apostolado que está al alcance de todos los cristianos en su entorno familiar, laboral y social. Es un apostolado que tiene como principio imprescindible el buen ejemplo en la conducta diaria – a pesar de las propias limitaciones personales – y que debe continuarse con la palabra, cada uno de acuerdo con su situación en la vida privada y en la vida pública.

7. Para que la evangelización sea “nueva” también “en su expresión”, debéis estar con los oídos atentos a lo que dice el Señor, esto es, siempre en actitud de escucha a lo que el mismo Señor puede sugerir en cualquier momento.

“Muéstranos, Señor, tu misericordia / y danos tu salvación. / Voy a escuchar lo que dice el Señor” (Sal 85 [84], 8-9). 

Cada hombre y cada mujer cristianos ha de adquirir un sólido conocimiento de las verdades de Cristo –adecuado a su propia formación cultural e intelectual–, siguiendo las enseñanzas de la Iglesia. Cada uno ha de pedir al Espíritu Santo que le permita llevar el “alegre anuncio”, la “Buena Nueva”, a todos los ambientes en que se desarrolla su existencia. Esa profunda formación cristiana le permitirá verter “el vino nuevo” de que nos habla el Evangelio, en “odres nuevos” (Mt 9, 17): anunciar la Buena Nueva con un lenguaje que todos puedan entender.

Los grupos y asociaciones apostólicas han de mostrar particular interés en una mayor profundización de la vida cristiana, en un conocimiento más hondo de la fe católica, así como una participación más frecuente y activa en la vida litúrgica de la Iglesia.

Por su parte, los diversos movimientos, de apostolado en el Uruguay, los grupos de reflexión y oración, las comunidades de base y asociaciones eclesiales han dado y continuarán dando, con la gracia de Dios, frutos que manifiestan la vitalidad propia de la Iglesia. A todos deseo recordarles que “deben ser destinatarios especiales de la evangelización y al mismo tiempo evangelizadores” (Evangelii Nuntiandi, 58),  mostrando en todo momento su genuina fidelidad al Magisterio de la Iglesia, al Papa y a los obispos, así como su proyección universalista y misionera, y un decidido compromiso por la justicia.

8. La lectura de hoy, tomada del Evangelio de San Marcos, nos muestra a Jesús que siente compasión por la muchedumbre, y que realiza la multiplicación de los panes.

Nos dice el texto sagrado que, cuando se hizo tarde, se acercaron los discípulos de Jesús a decirle: “Despídelos..., que vayan a los cortijos y aldeas de alrededor y se compren de comer” (Mc 6, 36).  El Señor respondió: “Dadles vosotros de comer” (Ibíd. 6, 37).  Y cuando se vio que las provisiones eran insuficientes, Cristo tomó lo poco que tenían, mandó que se sentaran todos sobre la hierba y se produjo el milagro: cinco panes y dos peces fueron suficientes para saciar el hambre de cinco mil hombres (cf. Ibíd. 6, 44).  San Marcos añade que sobraron “doce cestos de pan y de... peces” (Ibíd. 6, 43). 

Este acontecimiento es un testimonio elocuente de que la preocupación por el pan para el hombre acompaña siempre a la evangelización. Y el pan es símbolo de sus necesidades temporales. La Iglesia ha entendido así la evangelización a lo largo de la historia y, por eso, junto con la proclamación de la Buena Nueva, se emprendían iniciativas que buscaban satisfacer tales necesidades. Como bien señalaba mi predecesor Pablo VI, de feliz memoria, «evangelizar para la Iglesia es llevar la Buena Nueva a todos los estratos de la humanidad, es, con su influjo, transformar desde dentro, hacer nueva la humanidad misma: “Mira que hago un mundo nuevo” (Ap 21, 5)» (Evangelii Nuntiandi, 18). 

La nueva evangelización, impulsada por el mandamiento del amor, hará brotar la deseada promoción de la justicia y el desarrollo en su sentido más pleno, así como la justa distribución de las riquezas y el respeto de la dignidad de la persona, como imperativo ineludible para todos y cada uno de los uruguayos. Y “en este empeño –como he indicado en la Encíclica “Sollicitudo Rei Socialis” –deben ser ejemplo y guía los hijos de la Iglesia, llamados, según el programa enunciado por el mismo Jesús en la sinagoga de Nazaret, a anunciar a los pobres la Buena Noticia..., a proclamar la liberación de los cautivos, la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (Lc 4, 18-19)” (Sollicitudo Rei Socialis, 47). 

9. Leemos también en el libro de Isaías:

“Desbordo de gozo en el Señor, y me alegro con mi Dios: /porque me ha vestido un traje de gala / y me ha envuelto en un manto de triunfo” (Is 61, 10). 

Así habla la Iglesia a Cristo. En efecto, Cristo es Esposo de la Iglesia, según leemos en la carta a los Efesios (cf. Ef 5, 25-27. 32).  Como Esposo se preocupa de que su Esposa sea revestida con el manto de salvación.

Dios, en efecto, ha amado tanto al mundo que le dio su Hijo unigénito “para que el mundo se salve por El” (Jn 3, 17). El Hijo de Dios se ha dado a sí mismo para restituir al hombre la belleza de la imagen y de la semejanza de Dios. En la Cruz de Cristo y en su resurrección encuentra su fuente el “Evangelio de los pobres” y el “pan de la Eucaristía”, así como la fuerza curativa del Sacramento de la Reconciliación, “para vendar los corazones desgarrados” (Is 61, 1). 

Y, por más que en el camino de la evangelización a lo largo de la historia de la Iglesia –también en este continente– no falten las huellas propias de la debilidad y del pecado del hombre –del pecado multiforme–, a pesar de todo, elevemos nuestros ojos con gratitud a Aquel que nos “amó hasta el extremo” (Jn 13, 1),  y nos ha revestido con el manto de salvación (cf. Is 61, 10). Démosle gracias por el amor, por la redención, por la Alianza con Dios en su Sangre. Por la fe y por la vida de fe. Agradezcamos al Señor los cinco siglos de evangelización en toda la América Latina.

¡Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo!



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