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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA DE CLAUSURA
DEL 5° CONGRESO EUCARÍSTICO Y MARIANO
DE LOS PAÍSES BOLIVARIANOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Campo «San Miguel» de Lima (Perú)
Domingo 15 de mayo de 1988

 

1. “El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Hch 1, 11).  Toda la Iglesia escucha hoy estas palabras que los Apóstoles oyeron el día de la marcha de Cristo al Padre.

“Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mando y me voy al Padre” (Jn 16, 28). Este anuncio se cumplió a los cuarenta días de la resurrección. “Jesús... ascendió al cielo” (Hch 1, 2; cf. ibíd. 1, 11).  Subió a los cielos. La liturgia de hoy nos hace presente este misterio de la fe.

Leemos en los Hechos de los Apóstoles: “Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios” (Hch 1, 3). Ahora estos días han llegado a su fin. Cristo ha concluido el tiempo de su misión terrena; proclamando el reino de Dios ha revelado el misterio del Emmanuel, el misterio del Dios con nosotros.

Jesús deja esta tierra. Sin embargo, el misterio del Emmanuel –Dios con nosotros– permanece. Cristo no vino a la tierra para luego abandonarnos volviendo al Padre. El ha venido para quedarse con nosotros para siempre.

2. La Iglesia extendida por los países bolivarianos celebra solemnemente hoy, en la capital del Perú, la clausura del V Congreso Eucarístico y Mariano.

En esta ciudad de Lima, punto central de este encuentro continental en la fe, y antigua sede de los Concilios limenses, entre ellos, el tercero, uno de los convocados por Santo Toribio, se reúnen hoy obispos y representantes de diversas Iglesias locales en torno a la Eucaristía y a la Madre del Señor.

¿Qué es esto sino confirmar la verdad de que Cristo, que se ha ido al Padre, continúa estando presente entre nosotros?

Está en medio de nosotros el mismo Cristo crucificado y resucitado. Está con nosotros Aquel que en el Cenáculo «tomó el pan... y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros...”. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre”» (1Co 11, 23-25).  El Cuerpo y la Sangre de Cristo. Jesús crucificado que se ofrece en sacrificio por los pecados del mundo. Jesús que, en la agonía, entrega al Padre su espíritu (cf Lc 23, 46). Cristo, el gran Sacerdote, el Sacerdote del sacrificio de su propio Cuerpo y de su propia Sangre que ofrece al Padre.

Cristo crucificado y Cristo resucitado. Tanto este Sacrificio como este Sacerdote son perennes. Perduran en este mundo aún después de la Ascensión del Señor. “Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Co 11, 26),  nos recuerda el Apóstol San Pablo.

Proclamáis la muerte del Señor en todas partes, en todos los lugares de la tierra, en todos los países bolivarianos, en toda la América Latina. Y la muerte del Señor quiere decir precisamente esto: la verdad del Emmanuel. Dios está con nosotros mediante el sacrificio de su Hijo hecho obediente hasta la muerte. El está presente en medio de nosotros de modo salvífico. Está con nosotros como Redentor del mundo.

Habéis querido que este Congreso Eucarístico fuera al mismo tiempo Mariano. ¿Cómo no ver en este deseo una manifestación más de la estrecha unión entre María y el misterio del Emmanuel? En ella se cumple la profecía de Isaías (cf. Is 7, 14; Mt 1, 23) y se inicia la realización del designio redentor del Padre en Cristo. Dios se encarna en sus entrañas; es Emmanuel, Dios con nosotros. María, para asombro de la naturaleza, genera a su Creador, como proclama la Iglesia (cf. Ant. «Alma Redemptoris Mater»). Se convierte así, como ha sabido repetir la piedad popular, en “templo y sagrario de la Santísima Trinidad”.

3. Mientras estamos en presencia de Jesús Sacramentado, aquí en Lima, la capital del Perú, reunimos en torno a Cristo-Eucaristía todo este continente, las costas inmensas de los océanos, los nevados que se alzan al cielo, las selvas y los llanos tropicales, los ríos y los lagos, los altiplanos y las pampas.

Dando voz a todas las criaturas, cantemos al Señor el Salmo de la liturgia de la Ascensión:

“Porque Dios es el Rey del mundo... / Dios reina sobre las naciones, / Dios se sienta en su trono sagrado” (Sal 47 [46], 8-9). 

Sí, todas las criaturas piden a Dios que esté con ellas como Creador y Señor.

Y sin embargo su trono sobre la tierra es la cruz en el Calvario, donde su Cuerpo ha sido entregado a la muerte y su Sangre ha sido derramada por los pecados del mundo.

Y su trono es la Eucaristía: el pan y el vino como especies del sacrificio redentor de la presencia salvífica del Emmanuel.

4. Por eso, estamos alrededor de este sacramento admirable.

Venimos a él en esta gran peregrinación de los pueblos bolivarianos. Traemos todo lo que forma parte de la vida de estos pueblos y de la Iglesia en toda América Latina. A la Eucaristía hemos de asociar toda nuestra vida y la vida de los hombres del mundo entero.

El pan, “fruto de la tierra y del trabajo del hombre”, y el vino, “fruto de la vid y del trabajo del hombre”, simbolizan que todo lo bueno que llevamos en nosotros mismos y todo nuestro trabajo pueden convertirse en ofrenda y en alabanza a Dios.

De esta manera, la instauración del reino de los cielos comienza a hacerse realidad ya en la tierra. Dios quiere contar con nuestra colaboración unida a estas ofrendas. Mediante la Eucaristía, Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre del Señor, los bienes de esta tierra sirven para instaurar el reino definitivo. El pan y el vino “son transformados misteriosa aunque real y sustancialmente, por obra del Espíritu Santo y de las palabras del ministro, en el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesucristo, Hijo de Dios y Hijo de María” (Sollicitudo rei socialis, 48).  El Señor asume en Sí mismo todo lo que nosotros hemos aportado y se ofrece y nos ofrece al Padre “en la renovación de su único sacrificio, que anticipa el reino de Dios y anuncia su venida final” (Ibíd.). 

5. Cristo se queda en medio de vosotros. No sólo durante la Misa, sino también después, bajo las especies reservadas en el Sagrario. Y el culto eucarístico se extiende a todo el día, sin que se limite a la celebración del Sacrificio. Es un Dios cercano, un Dios que nos espera, un Dios que ha querido permanecer con nosotros. Cuando se tiene fe en esa presencia real, ¡qué fácil resulta estar junto a El, adorando al Amor de los amores!, ¡qué fácil es comprender las expresiones de amor con que a lo largo de los siglos los cristianos han rodeado la Eucaristía!

El amor a la Eucaristía ha sido ocasión para que se manifestara aquí –como en tantas partes del mundo–, el genio de vuestro pueblo, dejando en las naciones bolivarianas un patrimonio eucarístico singular, digno de ser conservado cuidadosamente (cf. Sacrosanctum Concilium, 22). El alivio de la miseria de los que sufren nunca podrá ser una disculpa para descuidar o incluso menospreciar a Jesús en la Eucaristía; pues no hay que olvidar que la dignidad y el decoro en los objetos de culto y en las ceremonias litúrgicas, es una prueba de fe y de amor a Cristo en la Eucaristía.

6. Pero Jesús no sólo quiere permanecer con nosotros; quiere darnos la fuerza para entrar en su reino. “No todo el que me diga: “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial”(Mt 7, 21). Cristo, que ha cumplido la voluntad de su Padre “hasta la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8),  nos hace partícipes, de su fidelidad, mediante la Eucaristía. A través de ella nos da la fuerza que hace posible cumplir la voluntad de Dios, por la que entramos en el reino de los cielos. Cristo quiere ser nuestro alimento. “Tomad y comed, éste es mi Cuerpo” (Mt 26, 26),  nos dice a nosotros como dijo a sus discípulos el día de Jueves Santo. Es el misterio del amor, que exige de nuestra parte una respuesta de amor. Por eso hemos de recibirlo siempre dignamente, con el alma en gracia, habiéndonos purificado antes, cuando lo necesitemos, mediante el sacramento de la penitencia. “Quien como el Pan o beba el Cáliz del Señor indignamente –nos dice el Apóstol San Pablo– será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor” (1Co 11, 27).  Y lo recibiremos con la mayor frecuencia posible como manifestación de nuestro amor, de nuestro deseo de asemejarnos a El y ser verdaderos discípulos suyos en el servicio a nuestros hermanos.

Emmanuel, Dios con nosotros, Dios dentro de nosotros es como un anticipo de la unión con Dios que tendremos en el cielo. Cuando lo recibimos con las debidas disposiciones se refuerza, por así decir, la inhabitación de la Trinidad en nuestra alma, la percibimos más íntimamente. Al comulgar podemos escuchar de nuevo a Cristo que nos dice “el reino de los cielos ya está entre vosotros” (Lc 17, 21). 

Recordamos, al mismo tiempo, que su reino, aunque ya incoado en el tiempo presente, no es de este mundo (cf. Jn 18, 36). Su reino es el “reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz” («Praefatio» in sollemnitate Domini Nostri Iesu Christi Universorum Regis). Es el reino a donde va a prepararnos un lugar y al que nos llevará cuando nos lo haya preparado (cf. Jn 14, 2-3),  si le hemos sido fieles. De esta manera, sabremos rechazar la tentación del mesianismo terreno: la tentación de reducir la misión salvífica de la Iglesia a una liberación exclusivamente temporal. “La Iglesia quiere el bien del hombre en todas sus dimensiones: en primer lugar como miembro de la ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad terrena” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Conscientia, 63).  Por eso, enseña que “la liberación más radical, que es la liberación del pecado y de la muerte, se ha cumplido por medio de la muerte y resurrección de Cristo” (Ibíd. 22). 

7. “Cada vez que coméis de este Pan y bebéis de este cáliz, –acabamos de escuchar en la liturgia– proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva” (1Co 11, 26). 

Cada vez que participamos de la Eucaristía nos unimos más a Cristo y, en El, a todos los hombres, con un vinculo más perfecto que toda unión natural. Y, unidos, nos envía al mundo entero para dar testimonio del amor de Dios mediante la fe y las obras de servicio a los demás, preparando la venida de su reino y anticipándolo en las sombras del tiempo presente. Descubrimos, también, el sentido profundo de nuestra acción en el mundo a favor del desarrollo y de la paz, y recibimos de El las energías para empeñarnos en esa misión cada vez con más generosidad (Sollicitudo rei socialis, 48).  Construimos así una nueva civilización: la civilización del amor. Una civilización que, aquí en el Perú, han contribuido a forjar almas escogidas como Santo Toribio de Mogrovejo, Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres, San Francisco Solano, San Juan Macías, la beata Ana de los Ángeles y tantos otros cristianos ejemplares, que mediante el testimonio de sus vidas y con sus obras de caridad nos han dejado un camino luminoso de auténtico amor preferencial a los pobres desde el Evangelio. Una civilización que, sobre esa base de amor a la persona que está cerca de nosotros –nuestro prójimo–, transformará las estructuras y el mundo entero.

8. ¡Iglesia de esta tierra peruana! ¡Iglesia en los países bolivarianos! ¡Iglesia en todo este continente que se prepara a celebrar los 500 años de su evangelización! Este es el día en que Cristo, antes de subir al cielo, manda a los Apóstoles por todo el mundo.

Precisamente hoy –antes de ir de este mundo al Padre–, Jesús les dice: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15). 

Pero, ¿qué representa un reducido número de Doce para ir a todo el mundo, para predicar a toda criatura?

Los mismos Apóstoles podrían haberse hecho esta pregunta: ¿Quiénes somos nosotros? ¿Cómo podremos hacer frente a esta misión? ¿Cómo conseguiremos cambiar esta civilización de muerte en una civilización de amor y de vida? Son preguntas que también hoy nosotros nos hacemos; interrogantes que pueden asaltarnos ante la magnitud de la tarea que nos aguarda.

Y es el mismo Señor el que contesta. Jesús dice a sus discípulos y, en ellos, a nosotros: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 8). 

¡Los confines de la tierra! Ya entonces había sido previsto el tiempo en que, a estos “confines de la tierra”, desconocidos, entre el Océano Atlántico y el Pacífico, vendrían los Apóstoles de la Buena Nueva en la persona de sus lejanos sucesores y continuadores.

9. ¡Iglesia del Perú! ¡Iglesia de los países bolivarianos! ¡Iglesia de América Latina! Cristo te habla con las mismas palabras con las que habló entonces y te envía a predicar la Buena Nueva a toda creatura lo mismo que envió a los Apóstoles el día de la Ascensión.

La Eucaristía es el sacramento de esta misión. En la Eucaristía se perpetúa la muerte y resurrección del Señor. En ella se hace presente la potencia del Espíritu Santo que nos impulsa a ser testigos de Cristo para anunciar su mensaje salvador a todas las naciones.

La Eucaristía que hoy celebramos aquí es sacramento de la misión, del envío. De ella nace la misión de todos: de los obispos, de los sacerdotes, de los religiosos y de las religiosas, de los laicos, de todo el Pueblo de Dios.

¡Caminad, por tanto, alimentados y sostenidos por la Eucaristía! ¡Caminad con María, la Madre de Jesús! Permaneced con Ella en oración perseverante (cf Hch 1, 14).  Ella es la Madre de la Iglesia naciente y, después de la Ascensión del Hijo, su condición maternal permanece en la Iglesia para sostenernos con su amor (Redemptoris Mater, 40).  ¡Caminad!, y que no os falte coraje ni paciencia, que no os falte humanidad y constancia. ¡Que no os falte la caridad!

Hijos y hijas de América Latina: También yo os repito estas palabras que hemos escuchado del libro de los Hechos de los Apóstoles: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Hch 1, 11). 

Todos nosotros estamos en este mundo, en medio de las realidades terrenas, pero con nuestra mirada puesta en lo alto, sabiendo que el Señor ha de venir de nuevo.

Con gran amor y confianza estamos “en la espera de tu venida”.

Maranà tha. ¡Ven Señor Jesús!



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