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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

CELEBRACIÓN DE LA PALABRA EN EL «PARQUE QUITERIA»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Encarnación, Paraguay
Miércoles 18 de mayo de 1988

 

“Aquel día salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del mar. Y se reunió tanta gente junto a él, que hubo de subir a sentarse en una barca; toda la gente quedaba en la ribera. Y les habló muchas cosas en parábolas” (Mt 13, 1-3). 

Queridos hermanos y hermanas:

1. He aquí una de las escenas mas emotivas del Evangelio. Jesús, sentado en la barca, ante una multitud inmensa, les expuso la parábola del sembrador. Todavía hoy nos parece oír su voz que se dirige a cada uno de nosotros: “Una vez salió un sembrador a sembrar...” (Mt 13, 3). La semilla de la Palabra de Dios, que Jesús sembró hace veinte siglos, es aún hoy una realidad prometedora en vuestros corazones. Desde hace casi quinientos años, la semilla de la Palabra divina fue sembrada en estas benditas tierras. Actualmente los creyentes, fruto de aquella semilla, son “una muchedumbre inmensa que nadie podría contar” (Ap 7, 9) y que agradece a Dios el don de la fe y la salvación.

Me uno a todos vosotros en la acción de gracias por la llegada del Evangelio al Paraguay y por esta celebración de amor y esperanza con los amadísimos fieles de esta tierra tan hermosa del sur paraguayo, donde se han fundido los aportes de diversas razas culturales.

Mi saludo lleno de afecto se dirige al Pastor de esta prelatura de Encarnación, así como al de la diócesis de San Juan Bautista de las Misiones y al de la prelatura del Alto Paraná, junto con sus sacerdotes, religiosos, religiosas y agentes de pastoral. A los demás hermanos en el Episcopado aquí presentes, a los de la tierra argentina y también brasileña, después a las autoridades civiles y militares y a todos los queridos hijos del Paraguay que están espiritualmente unidos a nosotros mediante la radio y la televisión, les hago llegar mi entrañable saludo en el Señor.

Quiero hablaros en esta mañana con todo mi afecto de Pastor, como se habla a los seres queridos. Porque efectivamente vosotros estáis muy dentro de mi corazón. Por mi parte yo me siento entre vosotros como en familia, porque conozco el amor que profesáis al Papa, sé de vuestra hospitalidad tan conforme con la arraigada fe cristiana heredada de vuestros padres.

2. La semilla sembrada por Jesucristo en vuestros corazones, ha dado ya mucho fruto durante los siglos pasados para bien de la nación paraguaya. Esta ha sabido conservar vigorosamente la fe, a pesar de las dificultades de diversa índole, surgidas aquí y allá en momentos azarosos de vuestra historia patria. Verdaderamente la semilla de la Palabra de Dios ha caído “en tierra buena” (Mt 13, 8).

Sé que el centro de vuestra religiosidad lo ocupa Jesucristo crucificado o, como vosotros decís cariñosamente, Ñandeyara Jesucristo. A El reserváis un puesto preferencial en vuestros hogares y en vuestro amor. Ante esta imagen adorable del Señor, que ha dado la vida en sacrificio por nuestra redención, os sentís llamados a participar en el “sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana” (Lumen gentium, 11).  A la luz de Jesús crucificado habéis aprendido el significado profundo de todos sus misterios de encarnación, pasión, muerte y resurrección, principalmente en la celebración de la Semana Santa y en otras loables manifestaciones de la religiosidad popular.

Esta Palabra divina ha encontrado en vosotros una actitud mariana de “meditar en el corazón” (cf. Lc 2, 19. 51),  por medio del rezo del Rosario, que acostumbráis a recitar como quien habla con su madrecita querida, confiándole vuestros gozos y penas. ¿No es verdad que, gracias a esta profunda devoción mariana, habéis sabido defenderos contra las espinas y las piedras de que nos habla la parábola del sembrador, y que no hubieran dejado fructificar la Palabra de Dios? Os invito pues a perseverar en esta práctica mariana tan querida por la Iglesia y por el Papa.

3. La semilla sembrada por Jesús necesita encontrar hoy como ayer corazones y hogares que se abran generosamente al mensaje evangélico de las bienaventuranzas y del mandamiento del amor. Vosotros sois “como una muchedumbre inmensa... de toda nación, razas, pueblos y lenguas” (Ap 7, 9).  Gracias a vuestra fidelidad a la Palabra de Dios, a las exigencias del bautismo y al amor que se aprende en la celebración eucarística, sois como aquella muchedumbre descrita por San Juan en el Apocalipsis: «Vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos... gritan con fuerte voz: “La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero”» (Ibíd. 7, 9-10). 

Por este tesoro de vuestra fe, que guardáis celosamente como una herencia incomparable que no queréis cambiar por bienes efímeros y engañosos, y que valientemente defendéis ante el proselitismo de las sectas, quiero dar gracias a Dios con vosotros, recordando brevemente la historia de vuestra evangelización e instándoos a proseguirla con entusiasmo, hasta transformaros vosotros mismos en misioneros de vuestros hermanos que pueblan el Paraguay de hoy.

Dios ha sido bueno con vuestro pueblo, guiándolo con una providencia especial, que ha marcado vuestra historia con el signo de la cruz salvífica de Cristo. Para agradecer al Señor el don de la fe, hay que reconocer también esta historia de gracia, pues si un pueblo perdiera sus raíces culturales y religiosas, perdería también su propia identidad. Reconocer y agradecer los comienzos de la evangelización de vuestro pueblo es el mejor modo de prepararse para una nueva evangelización.

4. La Iglesia, como bien sabéis, se está preparando para celebrar el V centenario de la evangelización de América Latina. Estos cinco siglos de presencia de la Buena Nueva en este continente de la esperanza, ha de ser un potente llamado a todos, Pastores y fieles, a asumir con responsabilidad la misión de difundir la luz de Cristo para que brille cada vez con mayor intensidad en las conciencias y en los corazones de todos los habitantes de estas tierras.

El pueblo paraguayo es un pueblo constituido en su inmensa mayoría por fieles católicos, que sienten con sano orgullo su condición de hijos de la Iglesia y de hijos de Dios. Vosotros sois los dignos herederos de aquellos hombres y mujeres que os trajeron la semilla de la fe.

Ndaiporiko, a yby’ari, mba’evé tuichavéva pe Ñandeyara Jesucristo ñe’ engüégüi. Pe ñangarekókena pe fe cristiana pe rekóva rehe. Pe ñangarekó, pe mo mbareté ha pe mo mba’ apó mboraybundive, tekoyoyá, ñepytyvó ha yekopytype. (No hay en este mundo nada que sea más valioso que la Palabra de Nuestro Señor Jesucristo. Debéis conservar vuestra fe con gran cuidado. Debéis conservarla y hacerla cada vez más firme en la práctica del amor, la justicia, la solidaridad y la concordia).

La implantación de la Iglesia en el Paraguay ha quedado vinculada a la incansable y sacrificada labor apostólica de los grandes evangelizadores de los siglos XVI y XVII, quienes llegaron a la que en otro tiempo se llamaba Provincia Gigante de las Indias, y que se extendía mucho más allá de las actuales fronteras del Paraguay.

Figuras como las de San Roque González de Santa Cruz y compañeros mártires, a quienes he tenido el gozo de canonizar en la misma tierra por la que entregaron sus vidas, fray Luis Bolaños, fray Alonso de San Buenaventura, fray Juan de San Bernardo y tantos otros, sembraron la semilla evangélica que a lo largo del tiempo iría echando raíces hasta penetrar en el alma de la sociedad paraguaya.

La primera evangelización del Paraguay corrió a cargo de padres mercedarios, dominicos, jesuitas, franciscanos y de sacerdotes seculares, venidos de España, los cuales esparcieron a manos llenas la buena semilla del Evangelio. A aquella labor inicial vino a sumarse el trabajo apostólico de tantos catequistas laicos, hombres y mujeres, que colaboraron con los párrocos en el campo de la catequesis mayor, llamada también “conferencias”. La obra evangelizadora se fue desarrollando dentro de un ambiente en el que fueron conservados y promovidos los valores de las culturas autóctonas. Los nuevos pueblos que nacían a la fe fueron dejándose penetrar, generación tras generación, por la doctrina de salvación, bajo la guía de los abnegados misioneros, los cuales convivían con el hombre paraguayo en los bosques y en las encomiendas, en las situaciones de libertad y en las de explotación, participando de su estilo de vida, de sus usos y costumbres, y hablando su propio idioma.

5. Fray Luis Bolaños, el gran misionero que recorrió pueblos y reducciones a lo largo y ancho del Paraguay, tradujo al guaraní el catecismo mínimo del Concilio de Lima del año 1583, que había presidido Santo Toribio de Mogrovejo. Durante mucho tiempo este catecismo fue el gran instrumento de evangelización del Paraguay. El obispo franciscano fray Martín Ignacio de Loyola – sobrino del fundador de la compañía de Jesús– convocó el Sínodo de Asunción de 1603, donde se decidió que la evangelización de los indios debía hacerse en lengua guaraní, adoptando además como catecismo oficial el “Catecismo limense” que había traducido fray Luis Bolaños. Los primeros misioneros comprendieron muy bien que toda evangelización debía efectuarse en el contexto cultural de los pueblos evangelizados, si de veras se quería llegar a su mente y a su corazón.

Es digno de ser notado que los primeros evangelizadores se preocuparon por responsabilizar también a los laicos en la misión de la Iglesia favoreciendo las asociaciones piadosas, caritativas y catequísticas, que daban marco comunitario y público a las expresiones de la fe. La Tercera Orden Franciscana y otras asociaciones desarrollaron, al respecto, una relevante labor en el terreno de la formación cristiana de la familia y de la catequesis.

Junto a esta constante solicitud por encarnar en las nuevas culturas el mensaje salvador de Cristo, mediante la palabra y los sacramentos, hay que destacar también la actitud de aquellos celosos misioneros en lo que se refiere a la defensa de los indígenas frente a los abusos a que, a veces, se veían sometidos.

El camino de la evangelización continuó abriéndose paso con empuje en los siglos venideros a pesar de que no faltaron situaciones difíciles, contra las cuales tuvo que enfrentarse la Iglesia, y que constituyen páginas gloriosas de la historia de la cristianización del Paraguay.

6. A la vista de este breve panorama de la evangelización de vuestro país, el Sucesor de Pedro, compartiendo vuestro mismo sentir, da fervientes gracias a Dios porque la semilla de los primeros sembradores que llegaron a vuestra tierra ha dado el fruto prometido por Jesús.

Mas las glorias del pasado no han de ser sino estimulo para acometer nuevas empresas. Y hoy como ayer el mensaje cristiano ha de continuar suscitando nuevos apóstoles que hagan presente en la sociedad el amor multiforme de Cristo, que salva y llama a una mayor fraternidad a cuantos forman parte de la gran familia paraguaya.

Queridos hermanos y hermanas: El mejor modo de agradecer el don de la evangelización consiste en colaborar activa y responsablemente en la acción evangelizadora actual. La semilla de la Palabra de Dios sigue cayendo en vuestros corazones. ¿Cómo lograr hoy que esta semilla siga encontrando una “tierra buena” que produzca el ciento por uno? Hay que disponerse, pues, para emprender una nueva evangelización que salve los valores recibidos del pasado y que los sepa insertar, adaptándolos, con fidelidad y generosidad, a las nuevas circunstancias.

También a vuestro pueblo han llegado las repercusiones de una concepción de la vida que coloca el poseer por encima del ser; la ganancia y el afán de dominio por encima de la persona humana y sus necesidades. No faltan tampoco ideas y prácticas materialistas que imponen nuevos modos de comportamiento y que relativizan principios fundamentales de la moral cristiana, como si estuvieran a merced de los cambios de cada época.

Como consecuencia de ello surgen las dudas sobre la fe. Hay personas que se sienten turbadas y confusas, casi amedrentadas, con el riesgo de encerrarse todavía más en un cristianismo sin influencia en la vida social, económica y política. Como ya indicó mi venerado predecesor el Papa Pablo VI, se necesita una nueva evangelización “a causa de las situaciones de descristianización frecuentes en nuestros días, para gran número de personas que recibieron el bautismo, pero viven al margen de toda vida cristiana; para las gentes sencillas que tienen una cierta fe, pero conocen poco los fundamentos de la misma; para los intelectuales que sienten necesidad de conocer a Jesucristo bajo una luz distinta de la enseñanza que recibieron en su infancia, y para otros muchos” (Evangelii nuntiandi, 52). 

7. ¡Amadísimos hijos y hijas del Paraguay! El divino Sembrador, por medio del Sucesor de Pedro, os llama de nuevo a recibir la semilla evangélica para hacerla fructificar en vuestros corazones, en vuestras familias, en vuestros pueblos y en toda la vida social. Estoy seguro de que esta semilla evangélica, que os convierte en otros tantos sembradores y apóstoles, va a encontrar una tierra abonada, sin espinas ni abrojos. Deseo que “la Palabra de Cristo habite en vosotros en toda su riqueza” (Col 3, 16), “para que la Palabra del Señor siga propagándose” (2Ts 3, 1). 

A vosotros os llamo a construir la sociedad en el amor y en la solidaridad cristiana. Como escribí en mi reciente Encíclica sobre la preocupación social de la Iglesia, “la solidaridad nos ayuda a ver al “otro” –persona, pueblo o nación–, no como un instrumento cualquiera para explotar a poco costo su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un “semejante” nuestro, una “ayuda” (cf. Gen 2, 18. 20),  para hacerlo partícipe como nosotros del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios. De aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos” (Sollicitudo rei socialis, 39). 

A todos, os llamo, pues, a colaborar en la nueva evangelización, que debe “alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación” (Evangelii nuntiandi, 19). 

8. ¿Cómo conseguir, pues, que vuestra fe no solamente resista las embestidas de ideologías y praxis que atentan a los principios cristianos, sino que se convierta en transformadora de vuestras vidas, evangelizadora de la sociedad entera?

Lo primero que se necesita para que vuestra fe cristiana se haga evangelizadora es una “profunda renovación interior” (Ad gentes, 35).  A partir de esta renovación, sabréis hacer llegar el anuncio evangélico a todos los rincones de vuestra tierra, hasta la raíz de las nuevas situaciones sociales e incluso más allá de vuestras fronteras.

Vuestros obispos os han trazado un Plan de pastoral de la Iglesia en el Paraguay, a fin de “evangelizar el hombre paraguayo en su cultura”. Se trata de una cultura básicamente cristiana, de un substrato católico que se debe revitalizar dándole simultáneamente expansión y dimensiones acordes con las exigencias del mundo moderno. El pueblo cristiano del Paraguay saldrá airoso de las pruebas y desafíos si sabe actualizar su fe con la luz del Evangelio en la animación integral de la vida individual, familiar y ciudadana.

Sabéis muy bien que la evangelización es tarea de todos: Pastores y fieles, sacerdotes y laicos.

El Concilio Vaticano II ha puesto suficientemente de relieve el papel que corresponde al laico católico en la misión de la Iglesia. Su primer deber, nos dice, es el de ser verdaderos apóstoles, porque el apostolado que se realiza personalmente “es el principio y la condición de todo apostolado seglar, incluso del asociado, y nada puede sustituirlo” (Apostolicam Actuositatem, 16). 

Pero ¿cómo podrá el cristiano ser apóstol, cómo podrá transmitir a los demás la verdad de Cristo, si él mismo no lo ha puesto en el centro de su vida?

9. Por esto precisamente quiero recordaros que “la consigna principal que el Vaticano II ha dado a todos los hijos y hijas de la Iglesia es la santidad... La tensión a la santidad es el punto clave de la renovación delineada por el Concilio” (Ángelus del 29 de marzo de 1987). 

Esta es, fundamentalmente, la obra evangelizadora que necesita nuestro tiempo. Comprendéis que no se trata de un programa circunstancial; antes bien, la santidad es la plenitud de la vocación cristiana, que debe ser vivida por todos los miembros de la Iglesia y anunciada con nuevo ardor al mundo entero. En cada hombre o mujer redimido por Cristo debe encontrar un eco vital este mandato del Maestro, que es la síntesis de su enseñanza: “Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5, 48). 

Aní kena ikangyti, aní kena ipiruti pe nde apytepe ko Ñandeyara teeté ha Ta’yra Jesucristo rehe perekova yeroviá ha mborayhú. (Que no se debilite ni se agoste entre vosotros la fe en Dios y en Jesucristo, así como su amor).

El Concilio Vaticano II proclamó solemnemente la vocación universal a la santidad (cf. Lumen gentium, cap. V), e hizo ver que ella “constituye un título del honor del laicado católico y el secreto para realizar totalmente el propio papel en la Iglesia y en la sociedad” (Ángelus del 29 de marzo de 1987).  Los obispos de todo el mundo, al finalizar el último Sínodo, han vuelto también a enseñarlo: “Es en el puesto que (los laicos) ocupan en la vida donde tienen que buscar la santidad: en la familia, la profesión, la cultura, las responsabilidades sociales y políticas” (Sínodo de los Obispos 1987, Propositiones finales, 29 de octubre de 1987),  

La razón última de la evangelización es, por tanto, ir a las raíces de nuestro ser de hijos de Dios para tender decididamente a la santidad. Si esta tensión es auténtica, sus frutos no tardarán en aparecer: habrá una solícita preocupación por los más pobres y necesitados; por los que sufren y padecen enfermedad; por los que no tienen techo ni alimento; por los que desconocen la paz de Dios. La práctica de la justicia y de la misericordia serán las reglas de la conducta privada y pública; las preocupaciones ajenas se harán propias. En una palabra: la “civilización del amor” será una realidad; por lo menos alzará los pasos para ser una realidad.

10. Y, podemos preguntarnos: ¿Cuál es el papel de los sacerdotes, de los religiosos y religiosas en esta nueva evangelización a la que nos convoca la proximidad del V centenario de la llegada de la fe a este continente? Ayer, en la catedral de Asunción, reflexionábamos sobre los criterios que han de orientar al Pastor de almas, al agente pastoral en su tarea evangelizadora.

Dejadme ahora añadir esto en Encarnación: ¿Cómo se renovaría el sacrificio de la Cruz si no hubiera sacerdotes? ¿Cómo se alimentarían las almas con el pan eucarístico, cómo renovarían sus fuerzas en la reconciliación si no hubiera sacerdotes? Si ellos faltaran, ¿a dónde irían los fieles laicos a buscar la Palabra de Dios, el consejo prudente, la sabiduría de la verdad revelada?

¿Quiénes atenderían tantas labores imprescindibles de promoción social, de educación y de asistencia, si faltaran los sacerdotes, las religiosas y los religiosos, que por la salvación de los hombres han ofrecido a Cristo su vida entera? ¿Cómo respiraría el cuerpo de la Iglesia sin la oración incesante de las almas consagradas a Dios?

¡Hermanos y hermanas paraguayos! ¡Rezad por vuestros sacerdotes y pedid a Dios que envíe más vocaciones al sacerdocio! ¡Invocad a la Santísima Virgen, sobre todo con el rezo del Santo Rosario, para pedirle que suscite más decisiones de entrega a Dios! Sin vocaciones sacerdotales y religiosas, la nueva evangelización sería una ilusión imposible. Con ellas, en cambio, está asegurado el ardor apostólico de todo el Pueblo de Dios.

11. ¡Cómo me gustaría, amados hijos y hijas del Paraguay, continuar esta conversación con cada uno de vosotros! Mirando a los jóvenes quisiera transmitirles el “sígueme” del Señor (cf. Mc 10, 21). Entrando en cada uno de vuestros hogares, quisiera sentirme envuelto por vuestra religiosidad y, al mismo tiempo, llamaros a seguir con fidelidad y generosidad las enseñanzas evangélicas. Quisiera hablar de tú a tú con todos los que buscáis la verdad, la luz, el bien. Quisiera comunicarme con todos los que sufrís la soledad, el dolor o la marginación, para anunciaros que podéis “completar los sufrimientos de Cristo por el bien de su cuerpo que es la Iglesia”(Col 1, 24). Quisiera sembrar en el corazón de cada católico paraguayo todo el Evangelio, para que fructifique el ciento por uno, hasta el punto de que cada bautizado se convierta en un santo y en un apóstol.

Estos son mis deseos, en este momento en que agradezco con vosotros el don de la fe recibida hace ya casi cinco siglos, en este bendito pueblo que posee un corazón y un lenguaje lleno de armonía y abierto al universo.

Que la Virgen María, la Pura y Limpia Concepción, os conserve y aumente vuestro amor a Jesús crucificado, para que vuestras vidas se orienten hacia la Eucaristía y hacia el mandamiento del amor.

Ta imbareté ha to mimbí kena opa ara ko mborayhú ha yeroviá pe recova Tupasý Caacupé, Virgen María rehe. (Que se fortalezca y que irradie siempre este amor y confianza que tenéis en la Virgen María de Caacupé).

A todos os bendigo de corazón.



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