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SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Lunes 6 de enero de 1997

 

1. «Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti» (Is 60, 1).

En este día, solemnidad de la Epifanía, resuenan así las palabras del profeta. El antiguo y sugestivo oráculo de Isaías anuncia de algún modo la luz que, en la noche de Navidad, brilló sobre la cueva de Belén, anticipando el canto de los ángeles: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que Dios ama» (Lc 2, 14). El profeta, señalando la luz, en cierto sentido señala a Cristo. Como sucedió a los pastores que buscaban al Mesías recién nacido, hoy esta luz resplandece en el camino de los Magos llegados de Oriente para adorar al Rey de los judíos recién nacido.

Los Magos representan a los pueblos de toda la tierra que, a la luz de la Navidad del Señor, avanzan por el camino que lleva a Jesús y constituyen, en cierto sentido, los primeros destinatarios de la salvación inaugurada por el nacimiento del Salvador y llevada a plenitud en el misterio pascual de su muerte y resurrección.

Al llegar a Belén, los Magos adoran al divino Niño y le ofrecen dones simbólicos, convirtiéndose en precursores de los pueblos y de las naciones que, a lo largo de los siglos, no cesan de buscar y encontrar a Cristo.

2. En la segunda lectura, tomada de la carta de san Pablo a los Efesios, el Apóstol comenta con intenso asombro el misterio que celebramos en esta solemnidad: «Habéis oído hablar de la distribución de la gracia de Dios que se me ha dado en favor vuestro. Ya que se me dio a conocer por revelación el misterio que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el Evangelio » (Ef 3, 2-3.5-6). Pablo, hijo de la nación elegida, convertido por Cristo, se hizo partícipe de la Revelación divina, después de los demás Apóstoles, para transmitirla a las naciones del mundo entero. Como fruto de ese gran cambio de su vida, comprende que la elección se extiende a todos los pueblos y que todos los hombres están llamados a la salvación, porque son «partícipes de la Promesa (...), por el Evangelio» (Ef 3, 6). En efecto, la luz de Cristo y la llamada universal a la salvación están destinadas a los pueblos de toda la tierra. «Este carácter de universalidad que distingue al pueblo de Dios es un don del mismo Señor. Gracias a este carácter, la Iglesia católica tiende siempre y eficazmente a reunir a la humanidad entera con todos sus valores, bajo Cristo como cabeza, en la unidad de su Espíritu » (Lumen gentium, 13).

3. Así comprendemos el sentido pleno de la Epifanía, que Pablo presenta del modo en que él mismo lo entendió y actuó. Es tarea del Apóstol difundir en el mundo el Evangelio, anunciar a los hombres la redención realizada por Cristo, llevar a la humanidad entera por el camino de la salvación, manifestada por Dios desde la noche de Belén. La actividad misionera de la Iglesia, a lo largo de sus múltiples etapas en el decurso de los siglos, encuentra en la fiesta de la Epifanía su inicio y su dimensión universal.

Precisamente para subrayar esta dimensión universal de la misión de la Iglesia, nació hace muchos años la costumbre según la cual, en la fiesta de la Epifanía, el Obispo de Roma impone las manos e invoca al Espíritu Santo para el servicio episcopal sobre algunos presbíteros, procedentes de varias naciones. Hoy son doce los hermanos a los que tengo la alegría de conferir la plenitud del sacerdocio. Durante la consagración episcopal se les pondrá sobre la cabeza el libro del Evangelio para subrayar que llevar la buena nueva es su misión fundamental, misión llena de alegría y, al mismo tiempo, de empeño para cuantos trabajan por realizarla con responsabilidad y fidelidad. Oremos todos para que la luz que iluminó a los Magos en su camino hacia Belén acompañe también a estos nuevos elegidos para el episcopado.

4. Queridos hermanos escogidos por Dios para el ministerio episcopal, a cada uno de vosotros deseo la riqueza y la plenitud de la Epifanía de Cristo. Te la deseo a ti, mons. Luigi Pezzuto, que serás representante pontificio en el Congo y en el Gabón, en el centro del continente africano, al que tanto quiero. Pido por ti, mons. Paolo Sardi, que, al ser nombrado nuncio apostólico con encargos especiales, seguirás trabajando aún a mi lado en la Secretaría de Estado; dándote gracias por el servicio realizado hasta ahora, te deseo que sigas así, con el mismo celo. Te saludo, mons. Varkey Vithayathil, a quien se ha confiado la misión importantísima de administrar el arzobispado mayor de Ernakulam-Angamaly de los siro-malabares, en el Estado de Kerala, en la India. Deseo que la Epifanía de Cristo brille en plenitud para ti, mons. Delio Lucarelli, pastor de la diócesis de Rieti; para ti, mons. Ignace Sambar-Talkena, obispo de Kara, en Togo; y para ti, mons. Luciano Pacomio, pastor de la diócesis de Mondovì. Que la luz del Espíritu Santo te guíe a ti, mons. Angelo Massafra, primer obispo de Rrëshen y administrador apostólico de Lezhë en Albania, y a ti, mons. Florentin Crihalmeanu, llamado a colaborar como auxiliar con el obispo de tu diócesis de Cluj-Gherla en Rumanía. El Señor te sostenga, mons. Jean-Claude Périsset, en tu cargo de secretario adjunto del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y a ti, queridísimo mons. Piotr Libera, que colaborarás como auxiliar con mi hermano el arzobispo de Katowice, en Polonia. Que te acompañe a ti, mons. Basilio do Nascimento, enviado a los fieles de la nueva diócesis de Baucau, en Timor oriental; y a ti, mons. Hil Kabashi, a quien la Providencia envía al sur de Albania, te acompañe el mismo Espíritu Santo y su gracia.

5. Queridos y venerados hermanos, en este momento me complace imaginaros al lado de los Magos, mientras adoráis al Rey de la paz, al Salvador del mundo, y ver la mano del Niño Jesús, guiada por la de su Madre santa, en el gesto de bendeciros a cada uno de vosotros. Es el Cordero de Dios, el Pastor de los pastores, quien os pide que continuéis y difundáis su caridad en el admirable cuerpo de la Iglesia y en todo el mundo, en estos años de preparación para el gran jubileo del año 2000. Con la fuerza de su ayuda, partid sin vacilación; sed apóstoles fieles y valientes de Cristo, anunciando y dando testimonio del Evangelio, luz que ilumina a todos los pueblos. ¡No temáis! Cristo está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20). «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8). Amén.



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