VISITA A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN BARTOLOMÉ, APÓSTOL
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Domingo 21 de diciembre de 1977
1. «¡Bienaventurada tú, que has creído! » (Lc 1, 45). La primera bienaventuranza que se menciona en los evangelios está reservada a la Virgen María. Es proclamada bienaventurada por su actitud de total entrega a Dios y de plena adhesión a su voluntad, que se manifiesta con el «sí» pronunciado en el momento de la Anunciación.
Al proclamarse «la esclava del Señor» (Aleluya; cf. Lc 1, 38), María expresa la fe de Israel. En ella termina el largo camino de la espera de la salvación que, partiendo del jardín del Edén, pasa a través de los patriarcas y la historia de Israel, para llegar a la «ciudad de Galilea, llamada Nazaret» (Lc 1, 26). Gracias a la fe de Abraham, comienza a manifestarse la gran obra de la salvación; gracias a la fe de María, se inauguran los tiempos nuevos de la Redención.
En el pasaje evangélico de hoy hemos escuchado la narración de la visita de la Madre de Dios a su anciana prima Isabel. A través del saludo de las respectivas madres, se realiza el primer encuentro entre Juan Bautista y Jesús. San Lucas recuerda que María «fue aprisa» (cf. Lc 1, 39) a casa de Isabel. Esta prisa por ir a casa de su prima indica su voluntad de ayudarle durante el embarazo; pero, sobre todo, su deseo de compartir con ella la alegría por la llegada de los tiempos de la salvación. En presencia de María y del Verbo encarnado, Juan salta de alegría e Isabel se llena del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 41).
2. En la Visitación de María encontramos reflejadas las esperanzas y las expectativas de la gente humilde y temerosa de Dios, que esperaba la realización de las promesas proféticas. La primera lectura, tomada del libro del profetas Miqueas, anuncia la venida de un nuevo rey según el corazón de Dios. Se trata de un rey que no buscará manifestaciones de grandeza y de poder, sino que surgirá de orígenes humildes, como David, y, como él, será sabio y fiel al Señor. «Y tú, Belén, (...) pequeña, (...) de ti saldrá el jefe» (Mi 5, 1). Este rey prometido protegerá a su pueblo con la fuerza misma de Dios y llevará paz y seguridad hasta los confines de la tierra (cf. Mi 5, 3). En el Niño de Belén se cumplirán todas estas promesas antiguas.
3. Amadísimos hermanos y hermanas de la parroquia de San Bartolomé Apóstol, me alegra celebrar junto con vosotros la eucaristía en este IV domingo de Adviento, mientras nos encontramos ya cerca de la santa Navidad. Os saludo a todos con afecto. Saludo al cardenal vicario de Roma, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, don Alfonso Carlos Urrechua Líbano, y a sus más directos colaboradores. Dirijo un saludo particular a los miembros del instituto de los Misioneros y las Misioneras Identes, al que pertenece el párroco.
Como acabo de recordar, el evangelio de hoy nos presenta el episodio «misionero » de la visita de María a Isabel. Acogiendo la voluntad divina, María ofreció su colaboración activa para que Dios pudiera hacerse hombre en su seno materno. Llevó en su interior al Verbo divino, yendo a casa de su anciana prima que, a su vez, esperaba el nacimiento del Bautista. En este gesto de solidaridad humana, María testimonió la auténtica caridad que crece en nosotros cuando Cristo está presente.
4. Amadísimos parroquianos de San Bartolomé Apóstol, ¡que toda la acción de vuestra comunidad se inspire siempre en este mensaje evangélico! Conozco bien con cuánto empeño procuráis difundir el Evangelio en vuestro barrio, y conozco los desafíos y las dificultades que encontráis. Son desafíos espirituales, pero no faltan los sociales y económicos. Pienso, en particular, en el flagelo de la droga que, por desgracia, acecha a muchos jóvenes de este barrio, así como a los de otras zonas de la ciudad. Pienso en la falta de centros capaces de ofrecer una sana diversión y ocasiones de crecimiento cultural a los adolescentes y a los adultos. Pienso en la situación de aislamiento, a veces incluso físico, que muchos viven aquí.
Frente a esas situaciones, no permanecéis inactivos. Por el contrario, vuestra comunidad, animada por el celo apostólico y misionero, no deja de testimoniar la esperanza que el Evangelio da a quien lo acoge y lo convierte en norma de su existencia. Os aliento, queridos hermanos y hermanas, a proseguir por este camino. El que participa activamente en la vida parroquial no puede menos de sentir la llamada bautismal a hacerse prójimo de quien está necesitado y sufre. Llevad a cada uno el anuncio típico de la Navidad: ¡No tengáis miedo, Cristo ha nacido por vosotros! Difundid este anuncio por doquier en este tiempo, en el que estáis comprometidos en la misión ciudadana. Id a donde la gente vive y estad dispuestos a ayudarle, en la medida de vuestras posibilidades, a salir de toda forma de aislamiento. A todos y a cada uno anunciad y testimoniad a Cristo y la alegría del Evangelio.
Esta misión es para vosotras, queridas familias: la Iglesia os llama a movilizaros para transmitir la fe y, sobre todo, a vivirla intensamente vosotras mismas. Os corresponde a vosotras, en primer lugar, construir una nueva solidaridad, que facilite la prevención y la recuperación de cuantos, lamentablemente, caen en las redes de la drogadicción. A las familias afectadas por este triste fenómeno deseo asegurarles que la Iglesia está cerca de ellas y las invita a no sufrir pasivamente, sino a reaccionar con valentía y decisión, contando con la ayuda divina y con el apoyo activo de sus hermanos, contra esta plaga de nuestro tiempo, que no cesa de arruinar el cuerpo y el alma de numerosos muchachos y muchachas. Sin embargo, la Iglesia, convencida de que no bastan las intervenciones de tipo social o médico, invita a un testimonio cada vez más convincente de los valores humanos y cristianos en la sociedad y a una auténtica solidaridad con las personas, especialmente si son débiles y están solas.
¡Ojalá que la celebración de hoy, en la perspectiva de la Navidad, suscite en cada persona el entusiasmo por amar la vida, defenderla y promoverla con todos los medios legítimos! Este es el mejor modo de celebrar la Navidad, compartiendo con todas las personas de buena voluntad la alegría de la salvación, que el Verbo encarnado trajo al mundo.
Deseo, además, que el tiempo navideño y el comienzo del nuevo año renueven en cada uno un fuerte impulso misionero. Que renazca en esta comunidad, como en toda la diócesis, el fervor original de la antigua comunidad cristiana de Roma descrito en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 28, 15.30).
5. «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hb 10, 7). Al presentar el misterio de la Encarnación, la carta a los Hebreos describe las disposiciones con las que el Verbo divino entra en el mundo: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas; pero me has preparado un cuerpo» (Hb 10, 5). El verdadero y perfecto sacrificio, ofrecido por Jesús al Padre, es el de su plena adhesión al plan salvífico. Su obediencia total al Padre, que ya desde el primer instante caracteriza la historia terrena de Jesús, encontrará su cumplimiento definitivo en el misterio de la Pascua. Por eso, ya en la Navidad se halla presente la perspectiva pascual. Este es el comienzo de la redención de Jesús, que se cumplirá totalmente con su muerte y resurrección.
María, modelo de fe para todos los creyentes, nos ayude a prepararnos a acoger dignamente al Señor que viene. Con Isabel reconozcamos las maravillas que el Señor hizo en ella. «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1, 42). Jesús, fruto bendito del seno de la Virgen María, bendiga a vuestras familias, a los jóvenes, a los ancianos, a los enfermos y a las personas solas. Él, que se hizo niño para salvar a la humanidad, traiga a todos luz, esperanza y alegría. Amén.
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