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SANTA MISA CRISMAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro
Jueves Santo, 20 de abril de 2000

 

1. "A aquel que (...) ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos" (Ap 1, 5-6).

Escuchamos estas palabras del libro del Apocalipsis en esta solemne misa Crismal, que precede al sagrado Triduo pascual. Antes de celebrar los misterios centrales de la salvación, cada comunidad diocesana se reúne esta mañana en torno a su pastor para la bendición de los santos óleos, que son instrumentos de la salvación en los diversos sacramentos:  bautismo, confirmación, orden sagrado y unción de los enfermos. La eficacia de estos signos de la gracia divina deriva del misterio pascual, de la muerte y resurrección de Cristo. Por eso la Iglesia sitúa este rito en el umbral del Triduo sacro, en el día en que, con el supremo acto sacerdotal, el Hijo de Dios hecho hombre se ofreció al Padre como rescate por toda la humanidad.

2. "Ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes". Entendemos esta expresión en dos niveles. El primero, como recuerda también el concilio Vaticano II, con referencia a todos los bautizados, que "son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales" (Lumen gentium, 10). Todo cristiano es sacerdote. Se trata aquí del sacerdocio llamado "común", que compromete a los bautizados a vivir su oblación a Dios mediante la participación en la Eucaristía y en los sacramentos, en el testimonio de una vida santa, en la abnegación y en la caridad activa (cf. ib.).

En otro nivel, la afirmación de que Dios "ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes" se refiere a los sacerdotes ordenados como ministros, es decir, llamados a formar y dirigir al pueblo sacerdotal, y a ofrecer en su nombre el sacrificio eucarístico a Dios en la persona de Cristo (cf. ib.). Así, la misa "Crismal" hace memoria solemne del único sacerdocio de Cristo y expresa la vocación sacerdotal de la Iglesia, en particular del obispo y de los presbíteros unidos a él. Nos lo recordará dentro de poco el Prefacio:  Cristo "no sólo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión" (Prefacio IV de la Pasión del Señor).

3. "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado..." (Lc 4, 18).

Queridos sacerdotes, estas palabras nos conciernen de modo directo. Estamos llamados, por la ordenación presbiteral, a compartir la misma misión de Cristo, y hoy renovamos juntos las promesas sacerdotales comunes. Con viva emoción hacemos memoria del don recibido de Cristo, que nos ha llamado a una participación especial en su sacerdocio.

Con la bendición de los óleos, y en particular del santo crisma, queremos dar gracias por la unción sacramental, que se ha convertido en parte de nuestra herencia (cf. Sal 15, 5). Es un signo de fuerza interior, que el Espíritu Santo concede a todo hombre llamado por Dios a particulares tareas al servicio de su Reino.

"Ave sanctum oleum:  oleum catechumenorum, oleum infirmorum, oleum ad sanctum crisma". Al mismo tiempo que damos gracias en nombre de cuantos van a recibir estos santos signos, oramos para que la fuerza sobrenatural que actúa a través de ellos obre incesantemente también en nuestra vida. Que el Espíritu Santo, que se ha posado sobre cada uno de nosotros, encuentre la debida disponibilidad a cumplir la misión para la que fuimos "ungidos" el día de nuestra ordenación.

4. "Gloria a ti, oh Cristo, rey de eterna gloria". Has venido a nosotros para predicar el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 19).

Como recordé en la carta dirigida a los sacerdotes con esta ocasión, el sacerdocio de Cristo está intrínsecamente unido al misterio de la Encarnación, cuyo bimilenario celebramos en este Año jubilar. "Está  inscrito  en su identidad de Hijo encarnado, de Hombre-Dios" (n. 7). Por eso esta sugestiva liturgia del Jueves santo constituye para nosotros, en cierto sentido, una celebración jubilar casi connatural, aunque el jubileo de los sacerdotes de este Año santo está previsto para el próximo 18 de mayo.

La existencia terrena de Cristo, su "paso" por la historia, desde que fue concebido en el seno de la Virgen María hasta que ascendió a la diestra del Padre, constituye un único acontecimiento sacerdotal y sacrificial. Y está totalmente marcado por la "unción" del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35; 3, 22).

Hoy nos encontramos de modo especial con Cristo, sumo y eterno Sacerdote, y cruzamos espiritualmente esta Puerta santa, que abre de par en par a todo hombre la plenitud del amor salvífico. Del mismo modo que Cristo fue dócil a la acción del Espíritu en la condición de hombre y siervo obediente, así también el bautizado, y de modo particular el ministro ordenado, debe sentirse comprometido a realizar su consagración sacerdotal en el servicio humilde y fiel a Dios y a sus hermanos.

Comencemos con estos sentimientos el Triduo pascual, culmen del año litúrgico y del gran jubileo. Dispongámonos a realizar la intensa peregrinación pascual siguiendo las huellas de Jesús, que padece, muere y resucita. Sostenidos por la fe de María, sigamos a Cristo, sacerdote y víctima, "que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1, 5-6).

Sigámoslo y proclamemos juntos:  "Gloria  a  ti, oh Cristo, rey de eterna gloria".

Tú, Cristo, eres el mismo ayer, hoy y siempre. Amén.

 



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