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JUBILEO DE LAS PERSONAS DISCAPACITADAS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 3 de diciembre de 2000

 

1. "Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación" (Lc 21, 28).

San Lucas, en el texto evangélico presentado a nuestra meditación en este primer domingo de Adviento, destaca el miedo que angustia a los hombres frente a los fenómenos finales. Pero, en contraste, el evangelista presenta con mayor relieve la perspectiva gozosa de la espera cristiana: "Entonces ―dice― verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y majestad" (Lc 21, 27). Este es el anuncio que da esperanza al corazón del creyente; el Señor vendrá "con gran poder y majestad". Por eso, se invita a los discípulos a no tener miedo, sino a levantarse y alzar la cabeza, "porque se acerca vuestra liberación" (Lc 21, 28).

Cada año la liturgia nos vuelve a recordar, al comienzo del Adviento, esta "buena nueva", que resuena con extraordinaria elocuencia en la Iglesia. Es la buena nueva de nuestra salvación; es el anuncio de que el Señor está cerca; más aún, de que ya está con nosotros.

2. Amadísimos hermanos y hermanas, siento vibrar en el espíritu esta invitación a la serenidad y a la esperanza sobre todo hoy, celebrando junto con vosotros el jubileo de las personas discapacitadas. Lo celebramos en el día dedicado a vosotros por la Organización de las Naciones Unidas, que, precisamente hace veinticinco años, publicó la "Declaración sobre los derechos de la persona discapacitada".

Os saludo con afecto, queridos amigos, que tenéis una o más formas de minusvalidez, y que habéis querido venir a Roma para este encuentro de fe y fraternidad. Agradezco a vuestros representantes y al director de la Cáritas italiana las palabras que me han dirigido al comienzo de la santa misa.
Extiendo mi saludo cordial a todos los discapacitados, a sus familiares y a los voluntarios que, en este mismo día, celebran con sus pastores, en las diversas Iglesias particulares, su jubileo.

En vuestro cuerpo y en vuestra vida, amadísimos hermanos y hermanas, sois portadores de una fuerte esperanza de liberación. ¿No implica esto una espera implícita de la "liberación" que Cristo nos obtuvo con su muerte y su resurrección? En efecto, toda persona marcada por una discapacidad física o psíquica vive una especie de "adviento" existencial, la espera de una "liberación" que se manifestará plenamente, para ella como para todos, sólo al final de los tiempos. Sin la fe, esta espera puede transformarse en desilusión y desconsuelo; por el contrario, sostenida por la palabra de Cristo, se convierte en esperanza viva y activa.

3. "Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar a todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del hombre" (Lc 21, 36). La liturgia de hoy nos habla de la segunda venida del Señor; es decir, nos habla de la vuelta gloriosa de Cristo, que coincidirá con la que, con palabras sencillas, se llama "el fin del mundo". Se trata de un acontecimiento misterioso que, en el lenguaje apocalíptico, presenta por lo general la apariencia de un inmenso cataclismo. Al igual que el fin de la persona, es decir, la muerte, el fin del universo suscita angustia ante lo desconocido y temor al sufrimiento, además de interrogantes turbadores sobre el más allá.

El tiempo de Adviento, que empieza precisamente hoy, nos insta a prepararnos para acoger al Señor que vendrá. Pero ¿cómo prepararnos? La significativa celebración que estamos realizando nos muestra que un modo concreto para disponernos a ese encuentro es la proximidad y la comunión con quienes, por cualquier motivo, se encuentran en dificultad. Al reconocer a Cristo en el hermano, nos disponemos a que él nos reconozca cuando vuelva definitivamente. Así la comunidad cristiana se prepara para la segunda venida del Señor: poniendo en el centro a las personas que Jesús mismo ha privilegiado, las personas que la sociedad a menudo margina y no considera.

4. Esto es lo que hemos hecho hoy, reuniéndonos en esta basílica para vivir la gracia y la alegría del jubileo junto con vosotros, que os encontráis en condiciones de discapacidad, y con vuestras familias. Con este gesto queremos hacer nuestras vuestras inquietudes y expectativas, vuestros dones y problemas.

En nombre de Cristo, la Iglesia se compromete a ser para vosotros cada vez más "casa acogedora". Sabemos que el discapacitado ―persona única e irrepetible en su dignidad igual e inviolable― no sólo requiere atención, sino ante todo amor que se transforme en reconocimiento, respeto e integración: desde el nacimiento, pasando por la adolescencia y hasta la edad adulta y el momento delicado, vivido con conmoción por muchos padres, en que se separan de sus hijos, el momento del "después de nosotros". Queridos hermanos, queremos compartir vuestras pruebas y vuestros inevitables momentos de desaliento, para iluminarlos con la luz de la fe y con la esperanza de la solidaridad y del amor.

5. Con vuestra presencia, amadísimos hermanos y hermanas, reafirmáis que la minusvalidez no es sólo necesidad, sino también y sobre todo impulso y estímulo. Ciertamente, es petición de ayuda, pero ante todo es desafío frente a los egoísmos individuales y colectivos; es invitación a formas siempre nuevas de fraternidad. Con vuestra realidad, cuestionáis las concepciones de la vida vinculadas únicamente a la satisfacción, la apariencia, la prisa y la eficiencia.

También la comunidad eclesial se pone respetuosamente a la escucha; siente la necesidad de dejarse interpelar por la vida de muchos de vosotros, marcados misteriosamente por el sufrimiento y por el malestar de enfermedades congénitas o adquiridas. Quiere estar más cerca de vosotros y de vuestras familias, consciente de que la falta de atención agrava el sufrimiento y la soledad, mientras que la fe testimoniada mediante el amor y la gratuidad da fuerza y sentido a la vida.

A cuantos tienen responsabilidades políticas en todos los niveles, quisiera pedirles, en esta solemne circunstancia, que traten de asegurar condiciones de vida y oportunidades en las que vuestra dignidad, queridos hermanos y hermanas discapacitados, sea reconocida y tutelada efectivamente. En una sociedad rica en conocimientos científicos y técnicos, es posible y obligatorio hacer mucho más, según los diversos modos que exige la convivencia civil: en la investigación biomédica para prevenir la minusvalidez, en la atención, en la asistencia, en la rehabilitación y en la nueva integración social.

Se deben tutelar vuestros derechos civiles, sociales y espirituales; pero es más importante aún salvaguardar las relaciones humanas: relaciones de ayuda, de amistad y de comunión. Por eso hay que promover formas de asistencia y rehabilitación que tengan en cuenta la visión integral de la persona humana.

6. "Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos" (1 Ts 3, 12).

San Pablo nos indica hoy el camino de la caridad como camino real para ir al encuentro del Señor que vendrá. Subraya que sólo amando de modo sincero y desinteresado podremos encontrarnos preparados "cuando Jesús nuestro Señor vuelva acompañado de todos sus santos" (1 Ts 3, 13). Una vez más, el amor es el criterio decisivo, hoy y siempre.

En la cruz, entregándose a sí mismo como rescate por nosotros, Jesús realizó el juicio de la salvación, revelando el designio de misericordia del Padre. Él anticipa este juicio en el tiempo presente: al identificarse con "el más pequeño de los hermanos", Jesús nos pide que lo acojamos y le sirvamos con amor. El último día nos dirá: "Tuve hambre, y me diste de comer" (cf. Mt 25, 35), y nos preguntará si hemos anunciado, vivido y testimoniado el evangelio de la caridad y de la vida.

7. ¡Cuán elocuentes son hoy para nosotros estas palabras tuyas, Señor de la vida y de la esperanza! En ti todo límite humano se rescata y se redime. Gracias a ti, la minusvalidez no es la última palabra de la existencia. El amor es la última palabra; es tu amor lo que da sentido a la vida.

Ayúdanos a orientar nuestro corazón hacia ti; ayúdanos a reconocer tu rostro que resplandece en toda criatura humana, aunque esté probada por la fatiga, la dificultad y el sufrimiento.

Haz que comprendamos que "la gloria de Dios es el hombre que vive" (san Ireneo de Lyon, Adv. haer., IV, 20, 7), y que un día podamos gustar, en la visión divina, junto con María, Madre de la humanidad, la plenitud de la vida redimida por ti. Amén.

 



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