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MISA EN SUFRAGIO DE LOS PAPAS PABLO VI Y JUAN PABLO I

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Sábado 27 de septiembre de 2003

 

1. "Para esto murió y resucitó Cristo, para ser Señor de vivos y muertos" (Rm 14, 9).

Las palabras del apóstol san Pablo, tomadas de la carta a los Romanos, remiten al misterio central de nuestra fe:  Cristo, muerto y resucitado, es la razón última de toda la existencia humana.

Cada domingo, día del Señor, el pueblo cristiano revive de modo particular este misterio de salvación. Profundiza en él cada vez más. La Iglesia, Esposa de Cristo, proclama, con alegría y esperanza cierta, su victoria sobre el pecado y la muerte; camina a lo largo de los siglos esperando su vuelta gloriosa. En el centro de cada santa misa resuena la aclamación:  "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!".

2. Hoy celebramos este gran misterio de la fe, en recuerdo especial de mis venerados predecesores, el Papa Pablo VI y el Papa Juan Pablo I. Ambos dejaron este mundo hace veinticinco años, respectivamente, el 6 de agosto y el 28 de septiembre de 1978.

Durante los meses pasados, en varias ocasiones recordé al siervo de Dios Pablo VI, que, hace cuarenta años, recogió del beato Juan XXIII la herencia del concilio Vaticano II. Con sabiduría y firmeza lo llevó a término, guiando al pueblo cristiano en el período complejo y difícil del post-Concilio.

De Juan Pablo I hablé el pasado 27 de agosto, en el aniversario de su elección a la Sede de Pedro.

Los unimos ahora en la oración, a la vez que nos complace pensar que ya han entrado en el "templo de Dios"; en el octavo día que "ha hecho el Señor" (cf. Sal 118, 24), meta y cumplimiento de nuestras jornadas terrenas.

3. "Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón". Así acabamos de repetir en el salmo responsorial. Viene a la memoria la frecuente invitación a la alegría cristiana por parte de Pablo VI; invitación que, a pesar de tantas dificultades, brotaba de la certeza de aceptar constantemente la voluntad divina.

Pienso en la sonrisa serena del Papa Luciani, que en el breve arco de un mes conquistó al mundo. Esa sonrisa era fruto del dócil abandono en las manos de la Providencia celestial. En uno y en otro Pontífice se refleja la alegría pacificadora de la Iglesia. Ella, aunque esté probada por numerosos sufrimientos, no tiene miedo; no se encierra en sí misma, sino que confía en el Señor. Sabe que el Espíritu Santo la guía, y por eso se alegra de los signos de la misericordia de Dios; admira las maravillas que el Todopoderoso realiza en los pequeños, en los pobres y en los que le temen.

4. "El que no está contra nosotros, está a favor nuestro" (Mc 9, 40). Así dice Jesús en el pasaje evangélico de este domingo, haciéndose eco de la primera lectura, que presenta a Moisés en actitud de profunda libertad interior, motivada por la confianza en Dios (cf. Nm 11, 29).

Podemos encontrar esa misma actitud en Pablo VI y en Juan Pablo I, quienes no cedieron a juicios del momento y a visiones vinculadas a intereses contingentes. Firmemente arraigados en la verdad, no dudaron en dialogar con todos los hombres de buena voluntad. Eran interiormente libres, porque eran conscientes de que el Espíritu Santo "sopla donde quiere" (cf. Jn 3, 8), guiando de diferentes modos el camino de la historia de la salvación.

Al día siguiente de su elección, dirigiéndose a los periodistas, el Papa Luciani dijo: "Tendréis que presentar frecuentemente a la Iglesia, hablar de la Iglesia; tendréis que comentar, a veces, nuestro humilde ministerio. Estamos seguros de que lo haréis con amor a la verdad". Y, con gran fineza, añadió:  "Os pedimos que tratéis de contribuir también vosotros a salvaguardar en la sociedad de hoy aquella profunda estima de las cosas de Dios y de la misteriosa relación entre Dios y cada uno de nosotros, que constituye la dimensión sagrada de la realidad humana" (Encuentro con los periodistas, 1 de septiembre de 1978:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de septiembre de 1978, p. 10).

5. "Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor" (Rm 14, 7-8). San Pablo recuerda que el señorío de Cristo es suprema fuente de libertad; libertad del juicio propio y ajeno, porque el único juez es el Señor, ante cuyo tribunal todos compareceremos (cf. Rm 14, 10) ¡Qué gracia poder contar con semejante juez! El Apóstol también observa:  él "murió, más aún, resucitó, y está a la diestra de Dios e intercede por nosotros" (Rm 8, 34). ¡Qué paz infunde en el corazón la certeza de que él es nuestro Redentor!

Mis venerados predecesores, iluminados por esa verdad, pusieron su existencia al servicio del Evangelio.

Nosotros seguimos orando por ellos, sostenidos por la esperanza de que un día podremos encontrar también nosotros al Juez misericordioso en la gloria del paraíso, junto a María, misericordiosa Madre de la Iglesia y de la humanidad. Así sea.

 



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