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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA DE LA ONU SOBRE COMERCIO Y DESARROLLO*

 

Excmo. Sr. Don Gamani Corea,
Secretario General de la Conferencia de las Naciones Unidas
sobre el Comercio y el Desarrollo.

Mejorar las condiciones humanas, salir al encuentro de las esperanzas de los pueblos que se debaten en condiciones precarias y frecuentemente opresivas, ayudar a la humanidad a tomar de nuevo el control del propio universo material y social: éstos son los ternas fundamentales de los debates de la V Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y el Desarrollo, que se celebra en Manila.

La Santa Sede y toda la Iglesia comparten también estas preocupaciones. Le escribo a usted, señor Secretario General, para dar a este compromiso común, con mi estímulo fraterno, una aportación moral y espiritual que proviene de la herencia del Evangelio.

Compartimos la opinión de que la valentía de las decisiones concretas, que se deberán tornar, y la inspiración de las nuevas ideas que condicionarán el futuro, procederán de una humanidad más consciente de la propia dignidad insuperable, de las posibilidades creativas de la propia inteligencia, más consciente del potencial de las propias culturas particulares, más consciente del poderoso dinamismo moral que impulsa a buscar la justicia, la paz y la cooperación fraterna. Estas son las realidades que, a los ojos del creyente, tienen una profundidad y una garantía que viene de Dios. Dios nos ha creado a todos a su imagen y semejanza, y su Hijo, Jesucristo, haciéndose hombre, se ha unido en cierto modo con cada uno de los hombres.

Para que el desarrollo sea eficaz y adecuado, los pueblos deben contar ante todo con su propio trabajo y con sus intercambios. Y esto pone en la base, prácticamente de todos los temas en el orden del día de esta Conferencia, el problema fundamental del precio justo y del justo contrato.

Son cuestiones eminentemente humanas y morales, y deben ser examinadas en todos sus aspectos esenciales.

Uno de estos aspectos es, naturalmente, la remuneración del trabajo realmente efectuado por cada uno de los individuos. Pero no es el único aspecto. También es importante tener en cuenta el derecho de cada pueblo a utilizar los bienes que están más directamente confiados a su gestión, cuya utilización racional y clarividente condiciona su libre desarrollo. Además, puesto que el trabajo es prerrogativa de los seres humanos, su remuneración debe ponerlos en condición de vivir como corresponde a los seres humanos, haciendo frente a todas sus obligaciones, a todas las necesidades de la existencia, comenzando por la necesidad de crear, a través del empleo, la posibilidad efectiva del trabajo. No sólo esto: cada uno de los individuos y de los pueblos viven en solidaridad. Las retribuciones deben poner de manifiesto esta solidaridad dentro de cada país y en las relaciones de un país con los otros; solidaridad que debe concretarse en una distribución justa de los bienes materiales y culturales, que se han producido en las diversas etapas de la historia humana y que tienen siempre un destino universal.

Es necesario que todas estas exigencias, sin excepción, se valoren concretamente en los procesos contractuales, orientados a establecer los precios justos. Estas decisiones no pueden dejarse simplemente al juego de los mecanismos de mercado —que en realidad nunca son naturales, sino construidos por el hombre— y ni siquiera a la influencia dominante de pequeños grupos o de las mayorías. Todo contrato es un asunto humano, conducido por el hombre y orientado a servir al hombre. Sólo así los mecanismos de mercado, establecidos y revisados periódicamente y diversificados, estarán en condiciones de mantener su papel benéfico: porque estarán dirigidos por la responsabilidad de individuos y pueblos que son libres, iguales, unidos por solidaridad, de acuerdo a principios de normes morales vinculantes para todos.

Una sana competencia de este tipo está condicionada a su vez por "una más amplia y más inmediata repartición de las riquezas y de los controles sobre las mismas" (Redemptor hominis, 16). Es necesario, pues, aclarar y resolver, a la luz de esta perspectiva, el doloroso problema de los gravámenes que pesan sobre los países más pobres, el problema de los fondos comunes, el problema de una estructura institucional más adecuada y eficaz de solidaridad internacional.

Aunque el destino universal de los bienes se efectúa en parte por medio de transacciones responsables y de intercambios, sin embargo requiere la presencia de instituciones que expresen más directamente la solidaridad y la participación. Lo que ya existe, con frecuencia de modo realmente ejemplar, en la práctica de la disponibilidad y de la ayuda mutua entre los pueblos de economías menos avanzadas, lo que en otras partes está previsto por los presupuestos nacionales y sistemas de seguridad social —es decir, el deseo de participar con una cuota importante de riquezas disponibles para el uso y las necesidades comunes, teniéndolas completamente separadas de toda lógica de competencia y de intercambio—, todo esto debe igualmente encontrar su lugar en el desarrollo de la comunidad humana de todo el mundo. Es tarea de la Conferencia de Manila examinar y estimular, con realismo y generosidad, todas las oportunidades actualmente disponibles para avanzar a lo largo de este camino, ya en cuanto se refiere al problema de la producción, ya en cuanto concierne al de la distribución.

Señor Secretario General, manifiesto la esperanza más ferviente de que esta V Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y el Desarrollo, que habéis preparado con tanto interés y amplitud de miras, lleve a las decisiones y resoluciones que esperan todos los pueblos menos privilegiados y toda la humanidad. Pueda convertirse esta asamblea extraordinaria en el lugar donde se siembren ideas nuevas, maduren y se difundan, y al mismo tiempo estén en condición de producir una estrategia nueva a largo plazo capaz de detener el desarrollo anormal de la situación a la que se refiere la parábola bíblica del rico epulón y del pobre Lázaro (cf. Redemptor hominis, 16). Pueda esta asamblea extraordinaria estar en condición de eliminar situaciones que ahora humillan a toda la humanidad, precursoras de amenazas para el futuro, e infundir por lo tanto, nueva esperanza en gran parte de la humanidad.

Pido que Dios, nuestro Padre común. quiera bendecir la Conferencia de Manila.

Vaticano. 26 de abril de 1979.

IOANNES PAULUS PP. II


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 20, p.11.

 



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