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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
CON MOTIVO DE LA JORNADA MUNDIAL
DEL EMIGRANTE DEL AÑO 2002

 

1. Durante los últimos decenios la humanidad ha ido adquiriendo el aspecto de una gran aldea, donde se han acortado las distancias y se ha extendido la red de comunicaciones. El desarrollo de los medios modernos de transporte facilita cada vez más los desplazamientos de personas de un país a otro, de un continente a otro. Una de las consecuencias de este importante fenómeno social es la presencia de cerca de ciento cincuenta millones de inmigrantes esparcidos en distintas partes de la tierra. Este hecho obliga a la sociedad y a la comunidad cristiana a reflexionar para responder adecuadamente, al inicio del nuevo milenio, a estos desafíos emergentes en un mundo donde están llamados a convivir hombres y mujeres de culturas y religiones diversas.

Para que esta convivencia se desarrolle de modo pacífico es indispensable que, entre los miembros de las diferentes religiones, caigan las barreras de la desconfianza, de los prejuicios y de los miedos que, por desgracia, aún existen. En cada país son necesarios el diálogo y la tolerancia recíproca entre cuantos profesan la religión de la mayoría y los que pertenecen a las minorías, constituidas frecuentemente por inmigrantes, que siguen religiones diversas. El diálogo es el camino real que hay que recorrer, y por esta senda la Iglesia invita a caminar para pasar de la desconfianza al respeto, del rechazo a la acogida.

Recientemente, al término del gran jubileo del año 2000, quise renovar en este sentido un llamamiento para que se entable "una relación de apertura y diálogo con representantes de otras religiones" (Novo millennio ineunte, 55). Para alcanzar este objetivo, no bastan las iniciativas que atraen el interés de los grandes medios de comunicación social; sirven, más bien, los gestos diarios realizados con sencillez y constancia, capaces de producir un auténtico cambio en la relación interpersonal.

2. El vasto e intenso entramado de fenómenos migratorios, que caracteriza nuestra época, multiplica las ocasiones para el diálogo interreligioso. Tanto los países de antiguas raíces cristianas como las sociedades multiculturales ofrecen oportunidades concretas de intercambios interreligiosos. Al continente europeo, marcado por una larga tradición cristiana, llegan ciudadanos que profesan otras creencias. Estados Unidos, tierra que ya vive una experiencia multicultural consolidada, acoge a seguidores de nuevos movimientos religiosos. En la India, donde prevalece el hinduismo, trabajan religiosos y religiosas católicos que prestan un servicio humilde y efectivo a los más pobres del país.

El diálogo no siempre es fácil. Pero para los cristianos, su búsqueda paciente y confiada constituye un esfuerzo que hay que realizar siempre. Contando con la gracia del Señor, que ilumina las mentes y los corazones, permanecen abiertos y acogen a los que profesan otras religiones. Sin dejar de practicar con convicción su fe, buscan el diálogo también con los no cristianos. Sin embargo, saben bien que para dialogar de modo auténtico con los demás es indispensable un claro testimonio de la propia fe.

Este esfuerzo sincero de diálogo supone, por una parte, la aceptación recíproca de las diferencias, y a veces de las contradicciones, así como el respeto de las decisiones libres  que las personas toman según su conciencia. Por tanto, es indispensable que cada uno, cualquiera que  sea la religión a que pertenezca, tenga en cuenta las exigencias inderogables de la libertad religiosa y de conciencia, como puso de relieve el concilio Vaticano II (cf. Dignitatis humanae, 2).

Espero que esta convivencia solidaria se haga realidad también en los países donde la mayoría profesa una religión diversa de la cristiana, pero donde viven inmigrantes cristianos, los cuales, por desgracia, no siempre gozan de una libertad efectiva de religión y de conciencia.

Si, en el mundo de la movilidad humana, todos están animados por este espíritu, casi como en un crisol se crearán posibilidades providenciales para un diálogo fecundo, en el que no se negará jamás la centralidad de la persona. Este es el único camino para alimentar la esperanza de "alejar el espectro funesto de las guerras de religión, que han bañado de sangre tantos períodos en la historia de la humanidad" (Novo millennio ineunte, 55) y han obligado a menudo a muchas personas a abandonar sus países. Urge trabajar para que el nombre del único Dios se convierta, como debe ser, en "un nombre de paz y un imperativo de paz" (ib.).

3. "Migraciones y diálogo interreligioso" es el tema propuesto para la Jornada mundial del emigrante y el refugiado de 2002. Ruego al Señor para que esta celebración anual sea para todos los cristianos ocasión de profundizar en estos aspectos sumamente actuales de la nueva evangelización, valorando todos los instrumentos a disposición, para realizar en las comunidades parroquiales iniciativas apostólicas y pastorales adecuadas.

La parroquia representa el espacio en el que puede llevarse a cabo una verdadera pedagogía del encuentro con personas de convicciones religiosas y culturas diferentes. En sus diversas articulaciones, la comunidad parroquial puede convertirse en lugar de acogida, donde se realiza el intercambio de experiencias y dones, y esto no podrá por menos de favorecer una convivencia serena, previniendo el peligro de tensiones con los inmigrantes que profesan otras creencias religiosas.

Si todos tienen voluntad de dialogar, aun siendo diversos, se puede encontrar un terreno de intercambios provechosos y desarrollar una amistad útil y recíproca, que puede traducirse también en una eficaz colaboración para alcanzar objetivos compartidos al servicio del bien común. Se trata de una oportunidad providencial, especialmente para las metrópolis donde es muy elevado el número de inmigrantes pertenecientes a culturas y religiones diferentes. A este propósito, se podría hablar de auténticos "laboratorios" de convivencia civil y diálogo constructivo. El cristiano, dejándose guiar por el amor a su divino Maestro, que con su muerte en la cruz redimió a todos los hombres, abre también sus brazos y su corazón a todos. Debe animarlo la cultura del respeto y la solidaridad, especialmente cuando se encuentra en ambientes multiculturales y multirreligiosos.

4. Cada día, en muchas partes del mundo, emigrantes, refugiados y desplazados se dirigen a parroquias y organizaciones católicas, buscando apoyo, y son acogidos sin tener en cuenta su pertenencia cultural y religiosa. El servicio de la caridad, que los cristianos siempre están llamados a realizar, no puede limitarse a la mera distribución de ayudas humanitarias. De este modo se crean nuevas situaciones pastorales, que la comunidad eclesial no puede por menos de tener en cuenta. Corresponderá a sus miembros buscar ocasiones oportunas para compartir con quienes son acogidos el don de la revelación del Dios Amor, "que tanto amó al mundo, que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). Junto con el pan material, es indispensable no descuidar el ofrecimiento del don de la fe, especialmente a través del propio testimonio existencial y siempre con gran respeto a todos. La acogida y la apertura recíproca permiten conocerse mejor y descubrir que las diversas tradiciones religiosas contienen a menudo valiosas semillas de verdad. El diálogo que resulta de ello puede enriquecer a cualquier espíritu abierto a la verdad y al bien.

De este modo, si el diálogo interreligioso constituye uno de los desafíos más significativos de nuestro tiempo, el fenómeno de las migraciones podría favorecer su desarrollo. Obviamente, como escribí en la carta apostólica Novo millennio ineunte, este diálogo no podrá "basarse en el indiferentismo religioso" (n. 56). Antes bien, los cristianos "tenemos el deber de desarrollarlo dando el testimonio pleno de la esperanza que está en nosotros" (ib.). El diálogo no debe esconder el don de la fe, sino exaltarlo. Por otra parte, ¿cómo podríamos tener semejante riqueza sólo para nosotros? Debemos ofrecer a los emigrantes y a los extranjeros que profesan religiones diversas, y que la Providencia pone en nuestro camino, el mayor tesoro que poseemos, aunque con gran atención a la sensibilidad de los demás.

Para realizar esta misión es preciso dejarse guiar por el Espíritu Santo. En el día de Pentecostés, el Espíritu de verdad completó el proyecto divino sobre la unidad del género humano en la diversidad de las culturas y las religiones. Al escuchar a los Apóstoles, los numerosos peregrinos reunidos en Jerusalén exclamaron admirados:  "Les oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios" (Hch 2, 11).Desde aquel día, la Iglesia prosigue su misión, proclamando las "maravillas" que Dios no cesa de realizar entre los miembros de las diferentes razas, pueblos y naciones.

5. A María, Madre de Jesús y de la humanidad entera, le encomiendo las alegrías y los esfuerzos de cuantos recorren con sinceridad el camino del diálogo entre culturas y religiones diversas, para que acoja bajo su amoroso manto a las personas implicadas en el vasto fenómeno de las migraciones. Que María, el "Silencio" en el cual la "Palabra" se hizo carne, la humilde "esclava del Señor" que conoció las tribulaciones de la migración y las pruebas de la soledad y el abandono, nos enseñe a testimoniar la Palabra que se hizo vida entre nosotros y por nosotros. Que ella nos disponga al diálogo sincero y fraterno con todos nuestros hermanos y hermanas emigrantes, aunque pertenezcan a religiones diversas.

Acompaño estos deseos con la seguridad de mi oración y os bendigo a todos con afecto.

Castelgandolfo, 25 de julio de 2001

JUAN PABLO II



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