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MENSAJE DEL SANTO PADRE
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES DE 1991

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

"Dios es amor", nos dice el apóstol Juan (1 Jn 4, 8): amor que llama y amor que envía. Sabemos, en efecto, que de la "fuente de amor", que es Dios Padre, brotaron la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo. Y éste, precisamente el día de Pentecostés —en cuya solemnidad os dirijo este Mensaje para la Jornada mundial de las misiones—, fue donado a los Apóstoles: gracias a la efusión del Espíritu de amor, la Iglesia se presentó oficialmente al mundo y comenzó la misión de anunciar y comunicar a los hombres la salvación, que Dios les ofrece en su Hijo, llamándolos a participar en su vida y a amarse unos a otros.

La misión de evangelizar el amor de Dios a los hombres —a todos y cada uno de los hombres y las mujeres— y el amor de los hombres a Dios y entre sí, encomendada por Cristo a su Iglesia, está tan lejos de completarse que se puede considerar más bien apenas iniciada. Esta constatación me ha movido a hacer una llamada especial a todos los miembros de la Iglesia con la encíclica Redemptoris missio; y ahora les pido asimismo que consideren este grito como una nueva llamada a una renovada misión que les impulse a un mayor esfuerzo pastoral y a una catequesis más adecuada.

Consagrados y enviados para la misión

1. Todos nosotros, miembros de la Iglesia e impulsados por el mismo Espíritu, somos consagrados, aunque de diverso modo, para ser enviados: por el bautismo se nos confía la misma misión de la Iglesia. A todos se nos llama y todos estamos obligados a evangelizar, y esta misión fontal, común a todos los cristianos, ha de constituir un verdadero "acicate" cotidiano y una solicitud constante de nuestra vida.

Es muy bello y estimulante recordar la vida de las comunidades de los primeros cristianos, cuando éstos se abrían al mundo, al que por vez primera miraban con ojos nuevos: era la mirada de quien ha comprendido que el amor de Dios se debe traducir en servicio por el bien de los hermanos. El recuerdo de su experiencia de vida me induce a reafirmar la idea central de la reciente encíclica: "La misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!"(n. 2). Sí, la misión nos ofrece la extraordinaria oportunidad de rejuvenecer y embellecer a la Esposa de Cristo y, al mismo tiempo, nos hace experimentar una fe que renueva y fortalece la vida cristiana, precisamente porque se dona.

Pero la fe que renueva la vida y la misión que fortalece la fe no pueden ser tesoros escondidos o experiencias exclusivas de cristianos aislados. Nada está tan lejos de la misión como un cristiano encerrado en sí mismo: si su fe es sólida, está destinada a crecer y debe abrirse a la misión.

El primer ámbito de desarrollo del binomio fe-misión es la comunidad familiar. En una época en la que parece que todo concurre a disgregar esta célula primaria de la sociedad, es necesario esforzarse para que sea, o vuelva a ser, la primera comunidad de fe, no sólo en el sentido de la adquisición, sino también del crecimiento, de la donación y, por tanto, de la misión. Es hora de que los padres de familia y los cónyuges asuman como deber esencial de su estado y vocación evangelizar a sus hijos y evangelizarse recíprocamente, de modo que todos los miembros de la familia y en toda circunstancia —especialmente en las pruebas del sufrimiento, la enfermedad y la vejez— puedan realmente recibir la Buena Nueva. Se trata de una forma insustituible de educación a la misión y de preparación natural de las posibles vocaciones misioneras, que casi siempre encuentran su cuna en la familia.

Otro ámbito, asimismo importante, es la comunidad parroquial, o la comunidad eclesial de base, la cual, mediante el servicio de sus pastores y animadores, debe ofrecer a los fieles el alimento de la fe e ir en busca de los alejados y extraños, realizando así la misión. Ninguna comunidad cristiana es fiel a su cometido si no es misiones: o es comunidad misionera o no es ni siquiera comunidad cristiana, pues se trata de dos dimensiones de la misma realidad, tal como es definida por el bautismo y los otros sacramentos. Además, este empeño misionero de cada comunidad reviste la máxima urgencia hoy que la misión, entendida incluso en el sentido específico de primer anuncio del Evangelio a los no-cristianos, está llamando a las puertas de las comunidades cristianas de antigua evangelización y se presenta cada vez más como "misión entre nosotros".

Motivo de esperanza, para responder a las nuevas exigencias de la misión actual, son asimismo los Movimientos y grupos eclesiales, que el Señor suscita en la Iglesia para que su servicio misionero sea más generoso, oportuno y eficaz.

Cómo cooperar en la actividad misionera de la Iglesia.

2. Si todos los miembros de la Iglesia son consagrados para la misión, todos son corresponsables de llevar a Cristo al mundo con la propia aportación personal. La participación en este derecho-deber se llama "cooperación misionera" y se enraíza necesariamente en la santidad de vida: sólo injertados en Cristo, como los sarmientos en la vid (cf. Jn 15, 5), daremos mucho fruto. El cristiano que vive su fe y observa el mandamiento del amor dilata los horizontes de su actuación hasta abarcar a todos los hombres mediante la cooperación espiritual, hecha oración, sacrificio y testimonio, que permitió proclamar co-patrona de las misiones a santa Teresa del Niño Jesús, aunque nunca fue enviada a la misión.

La oración debe acompañar el camino y la obra de los misioneros para que la gracia divina haga fecundo el anuncio de la Palabra. El sacrificio, aceptado con fe y sufrido con Cristo, tiene valor salvífico. Si el sacrificio de los misioneros debe ser compartido y sostenido por el de los fieles, entonces todo el que sufre en el espíritu y en el cuerpo puede llegar a ser misionero, si ofrece con Jesús al Padre los propios sufrimientos. El testimonio de vida cristiana es una predicación silenciosa, pero eficaz, de la palabra de Dios. Los hombres de hoy, aparentemente indiferentes a la búsqueda del Absoluto, experimentan en realidad su necesidad y se sienten atraídos e impresionados por los santos que lo revelan con su vida.

La cooperación espiritual en la obra misionera debe tender sobre todo a promover las vocaciones misioneras. Por eso, invito una vez más a los jóvenes y a las jóvenes de nuestro tiempo a decir "sí", si el Señor les llama a seguirlo con la vocación misionera. No hay opción más radical y valiente que ésta: dejan todo para dedicarse a la salvación de los hermanos que no han recibido el don inestimable de la fe en Cristo.

La Jornada mundial de las misiones une a todos los hijos de la Iglesia, no sólo en la oración, sino también en el esfuerzo de solidaridad, compartiendo la ayuda y bienes materiales para la misión ad gentes. Tal esfuerzo responde al estado de necesidad que sufren tantas personas y poblaciones de la tierra. Se trata de hermanos y hermanas que, necesitados de todo, viven principalmente en los países identificados con el Sur del mundo y que coinciden con los territorios de misión. Los pastores y los misioneros necesitan, pues, medios ingentes, no sólo para la obra de la evangelización —que es, ciertamente, primaria y onerosa—, sino también para salir al paso de las múltiples necesidades materiales y morales mediante las obras de promoción humana que acompañan siempre a toda misión.

Ojalá que la celebración de la Jornada mundial de las misiones sea un estímulo providencial para poner en marcha las estructuras de caridad y para que cada uno de los cristianos y sus comunidades den testimonio efectivo de la caridad. Se trata de "una cita importante en la vida de la Iglesia, porque enseña cómo se ha de dar: en la celebración eucarística, esto es, como ofrenda a Dios, y para todas las misiones del mundo" (Redemptoris missio, 81).

La animación de las Obras Misionales Pontificias.

3. En la obra de animación y cooperación misionera, que atañe a todos los hijos de la Iglesia, deseo reafirmar el cometido peculiar y la responsabilidad específica que incumben a las Obras Misionales Pontificias, como lo hice destacar ya en la citada encíclica (cf. n. 84).

Las cuatro Obras —Propagación de la fe, San Pedro Apóstol, Infancia Misionera y Unión Misional— tienen como objetivo común promover el espíritu misionero en el pueblo de Dios. Son la expresión de la universalidad en las Iglesias locales.

Deseo recordar especialmente la Unión Misional, que celebra su 75º aniversario de fundación. Tiene el mérito de realizar un esfuerzo continuo de sensibilización entre los sacerdotes, religiosos, religiosas y animadores de las comunidades cristianas, para que el ideal misionero se traduzca en formas adecuadas de pastoral y de catequesis misionera.

Las Obras Misionales deben ser las primeras en llevar a la práctica cuanto afirmé en la encíclica: "Las Iglesias locales, por consiguiente, han de incluir la animación misionera como elemento primordial de su pastoral ordinaria en las parroquias, asociaciones y grupos, especialmente los juveniles" (n. 83). Las Obras Misionales han de ser protagonistas de este importante mandato en la animación, formación misionera y organización de la caridad para la ayuda a las misiones.

Pero, una vez recordada la función de estas Obras y el empeño permanente en favor de la misión, no puedo terminar esta exhortación sin hacer llegar expresamente a los misioneros y misioneras —sacerdotes, religiosos y laicos esparcidos por el mundo— una expresión de afectuoso agradecimiento y estímulo, para que perseveren con confianza en su actividad evangelizadora, aun cuando llevarla a cabo pueda costar y cueste los mayores sacrificios, incluso el de la vida.

Queridísimos misioneros y misioneras: mi pensamiento y afecto os acompañan siempre, junto con la gratitud de toda la Iglesia. Sois la esperanza viva de la Iglesia, como testigos y artífices de su misión universal en el acto mismo que se realiza, y también el signo creíble y visible del amor de Dios, que a todos nos ha llamado, consagrado y enviado, pero que a vosotros os ha dado un mandato especial: el don singular de la vocación ad gentes. Vosotros lleváis a Cristo al mundo; y, en su nombre, como Vicario suyo, os bendigo y os llevo en el corazón. Con vosotros, bendigo a todos aquellos que con amor y generosidad participan en vuestro apostolado de evangelización y de promoción integral del hombre.

Misioneros, que María, Reina de los Apóstoles, guíe y acompañe vuestros pasos y los de todos aquellos que, de cualquier forma, cooperan en la misión universal de la Iglesia.

Vaticano, 19 de mayo —solemnidad de Pentecostés— del año 1991, decimotercero de mi pontificado.

JUAN PABLO PP. II



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