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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS

 

Excmo. Sr. Dr. Rurt Waldhelm,
Secretario General de las Naciones Unidas
.

La circunstancia memorable del XXX aniversario de la Declaración universal de los Derechos Humanos, brinda a la Santa Sede la oportunidad de proclamar una vez más ante el pueblo y las naciones su constante interés y solicitud por los derechos humanos fundamentales, cuya expresión encontramos enseñada claramente en el mensaje mismo del Evangelio.

Teniendo esto presente quiero felicitarle, Sr. Secretario General, y por medio de usted felicitar al Presidente y miembros de la Asamblea General de las Naciones Unidas, reunidos para conmemorar este aniversario. Deseo manifestar a todos mi conformidad plena con “el compromiso constante de la Organización de las Naciones Unidas de impulsar con más claridad, autoridad y mayor eficacia el respeto de los derechos fundamentales del hombre” (Pablo VI, Mensaje en el XXV aniversario de la Declaración universal de los Derechos Humanos, 10 de diciembre de l973; AAS 65, 1973, pág. 674; L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 23 de diciembre de 1973, pág. 2).

En estos treinta años pasados se han dado pasos notables y se han hecho algunos esfuerzos primordiales para crear y mantener instrumentos jurídicos que protejan los ideales señalados en esta Declaración.

Hace dos años se concertó la Convención internacional sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y también la Convención internacional sobre los Derechos civiles y Políticos. Con ellos las Naciones Unidas dieron un paso importante hacia la puesta en práctica de los principios básicos que habían adoptado como suyos desde la fundación misma de la Organización, es decir, establecer vínculos que obliguen jurídicamente a promover los derechos humanos de los individuos, y a proteger sus libertades fundamentales.

Es cierto que sería una meta deseable conseguir que un mayor número de Estados se adhieren a estas Convenciones, a fin de que el contenido de la Declaración universal sea cada vez más operativo en el mundo. De este modo la Declaración encontraría mayor eco en cuanto expresión de la firme voluntad del pueblo en todas partes de impulsar, a través de garantías legales, los derechos de todos los hombres y mujeres sin discriminación de raza, sexo, lengua o religión.

Es de notar que la Santa Sede —coherente con su propia identidad y a distintos niveles— ha procurado ser siempre colaboradora fiel de las Naciones Unidas en todas las iniciativas que contribuyan a esta labor noble y difícil a un tiempo. La Santa Sede ha estimado, alabado y apoyado los esfuerzos de las Naciones Unidas encaminados a garantizar cada vez más eficazmente la protección plena y justa de los derechos y libertades fundamentales de la persona humana.

Si la evaluación de los treinta años transcurridos nos da motivos de auténtica satisfacción por los muchos avances realizados en este campo, sin embargo no podemos dejar de reconocer que el mundo en que vivimos hoy ofrece demasiados ejemplos de situaciones de injusticia y opresión. Uno se ve obligado a constatar divergencias, al parecer crecientes, entre las significativas declaraciones de las Naciones Unidas y el aumento masivo, a veces, de violaciones de derechos humanos en todos los sectores de la sociedad y del mundo. Esto sólo puede entristecernos y dejarnos insatisfechos del actual estado de cosas.

¿Quién puede negar que hoy en día hay personas individuales y poderes civiles que violan impunemente derechos fundamentales de la persona humana, tales como el derecho a nacer, el derecho a la vida, el derecho a la procreación responsable, al trabajo, a la paz, a la libertad y a la justicia social, el derecho a participar en las decisiones que conciernen al pueblo y a las naciones?

¿Y qué se puede decir cuando nos encontramos ante formas varias de violencia colectiva, tales como la discriminación racial de individuos y grupos, la tortura física y psicológica de prisioneros y disidentes políticos? Crece el elenco cuando miramos los ejemplos de secuestros de personas por razones políticas, y contemplamos los raptos motivados por afán de lucro material que embisten con tanta dramaticidad contra la vida familiar y la trama social.

En el mundo, tal como lo encontramos hoy, ¿qué criterios podemos adoptar para conseguir que los derechos de las personas sean protegidos? ¿Qué fundamento podemos ofrecer como terreno en que puedan desarrollarse los derechos individuales y sociales? Sin duda alguna tal fundamento es la dignidad de la persona humana. El Papa Juan XIII lo explicó en la Pacem in terris: “En toda convivencia humana, bien organizada y fecunda, se debe colocar como fundamento el principio de que todo ser humano es persona...; y por lo tanto, de esa misma naturaleza nacen directamente al mismo tiempo derechos y deberes que, por ser universales e inviolables, son también absolutamente inalienables” (núm. 9).

Muy semejante es el preámbulo de la Declaración universal cuando dice: “El reconocimiento de la dignidad inherente y de los derechos iguales e inalienables de los miembros de la familia humana, es la base de la libertad, la justicia y la paz en e] mundo”.

Es precisamente en esta dignidad de la persona donde los derechos humanos encuentran la fuente inmediata. Y es el respeto a esta dignidad lo que mueve a protegerla en la práctica. La persona humana, hombre y mujer, incluso cuando yerra, “no pierde su dignidad de persona, y merece siempre la consideración que se deriva de este hecho” (Pacem in terris, 158).

Para los creyentes, permitiendo que Dios hable al hombre, es como se puede contribuir más auténticamente a reforzar la convicción de que todo ser humano, hombre o mujer, tiene su propio destino; y a hacer caer en la cuenta de que todos los derechos se derivan de la dignidad de la persona, la cual está firmemente enraizada en Dios.

Deseo hablar ahora de estos derechos en sí mismos, tal y como fueron sancionados en la Declaración y, más en especial de uno de ellos, que ocupa sin duda un lugar central: el derecho a la libertad de opinión, conciencia y religión (cf. art. 18).

Permitidme llamar la atención de la Asamblea sobre la importancia y la gravedad de un problema que todavía hoy se siente y padece muy agudamente. Me refiero al problema de la libertad religiosa, que está en la base de todas las otras libertades, y va inseparablemente unida a éstas por razón de esa dignidad que es la persona humana.

La libertad verdadera es la característica preeminente de la humanidad; es la fuente de donde brota la dignidad humana; es “signo eminente de la imagen divina en el hombre” (Gaudium et Spes, 17). Se nos ofrece y otorga como misión nuestra.

Hoy en día los hombres y las mujeres tienen mayor conciencia de la dimensión social de la vida y, como consecuencias se ha sensibilizado más al principio de la libertad de opinión, conciencia y religión. Sin embargo, con tristeza y pena hondamente sentidas, tenemos que admitir también nosotros que por desgracia, y según la expresión del Concilio Vaticano II en la Declaración sobre la Libertad Religiosa, “no faltan regímenes en los que, si bien su Constitución reconoce la libertad del culto religioso, sin embargo las autoridades públicas se empeñan en apartar a los ciudadanos de profesar la religión, y en hacer extremadamente difícil e insegura la vida a las comunidades religiosas” (Dignitatis Humanae, 15).

La Iglesia se esfuerza por hacerse intérprete del ansia de libertad del hombre y de la mujer de nuestro tiempo. Por ello quisiera pedir solemnemente que se respete la libertad religiosa de todas las personas y de todos los pueblos, en todos los sitios y por parte de todos. Me siento movido a lanzar este llamamiento solemne porque estoy profundamente convencido de que, aun aparte del deseo de servir a Dios, el bien común de la sociedad en sí “se beneficia de los bienes morales de la justicia y de la paz que provienen de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad” (Dignitatis Humanae, 6). La profesión libre de la religión beneficia tanto a los individuos como a los Gobiernos. Por consiguiente, la obligación de respetar la libertad religiosa recae sobre todos, sean ciudadanos privados o autoridad civil legítima.

Entonces, ¿por qué resulta represiva y discriminatoria la acción practicada contra gran número de ciudadanos que se ven sometidos a soportar toda clase de opresiones e incluso la muerte, sencillamente por querer mantener sus valores espirituales, más aún cuando estas personas no han cesado de cooperar en todo lo que contribuye al verdadero progreso civil y social de su país? ¿No tendrían que ser más bien objeto de admiración y alabanza, en lugar de ser considerados sospechosos y criminales?

Mi predecesor Pablo VI planteó esta cuestión: “¿Puede un Estado solicitar fructuosamente una confianza y colaboración totales cuando por una especie de ‘confesionalismo en negativo’ se proclama ateo y, aun afirmando respetar en un cierto marco las creencias individuales, toma posición contra la fe de parte de sus ciudadanos?” (Pablo VI, Discurso al Cuerpo Diplomático, 14 de enero de 1978; L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 22 de enero de 1978, pág. 2).

La justicia, la sabiduría y el realismo al unísono, piden que se superen las posturas funestas del secularismo, especialmente la pretensión de querer reducir el hecho religioso a la esfera meramente privada. A cada persona, hombre o mujer, dentro del contexto de nuestra vida en sociedad, se le debe dar la oportunidad de profesar su propia fe y su credo, solo o con los demás, en privado y en público.

Hay un punto último que merece atención. Al insistir muy justamente— en la defensa de los derechos humanos, nadie pueda perder de vista las obligaciones y deberes que van implícitos en esos derechos. Todos tienen la obligación de ejercer sus derechos fundamentales de modo responsable y éticamente justificado. Todos los hombres o mujeres tienen el deber de respetar en los demás el derecho que reclaman para sí.

Asimismo debemos aportar la parte que nos corresponde en la construcción de una sociedad que haga posible y factible el disfrute de los derechos y el cumplimiento de los deberes inherentes a tales derechos.

Concluyendo este mensaje, deseo manifestar cordialmente a usted, Sr. Secretario General, y a todos los que en diferente grado prestan servicio en vuestra Organización, mis mejores deseos, con la esperanza de que las Naciones Unidas continuarán promoviendo incansablemente en todos los sitios la defensa de la persona humana y de su dignidad, de acuerdo con el espíritu de la Declaración universal.

Vaticano, 2 de diciembre de 1978.

 

JOANNES PAULUS PP. II



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