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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LAS DELEGACIONES DE LAS IGLESIAS CRISTIANAS NO CATÓLICAS


Domingo 22 de octubre de 1978

 

Muy amados hermanos en Cristo:

En primer lugar querernos agradeceros desde lo hondo del corazón el haber venido aquí hoy. Pues, en efecto, vuestra presencia atestigua nuestra voluntad común de establecer entre nosotros lazos cada vez más estrechos y de superar las divisiones heredadas del pasado; estas divisiones son, lo hemos dicho ya, escándalo intolerable que obstaculiza la proclamación de la Buena Nueva de la salvación dada en Jesucristo y el anuncio de esta gran esperanza de liberación que el mundo de hoy tanto necesita.

En este primer encuentro queremos manifestaros nuestra voluntad firme de avanzar por el camino de la unidad con el espíritu del Concilio Vaticano II y siguiendo el ejemplo de nuestros predecesores. Una buena etapa se ha recorrido ya, pero no debemos detenernos antes de llegar a término. antes de haber llevado a cabo esta unidad que Cristo quiere para su Iglesia y por la que El ha orado.

La voluntad de Cristo, el testimonio que hemos de dar a Cristo, he aquí el motivo que nos mueve a todos y a cada uno a no cansarnos ni desalentarnos en esta empresa. Tenemos confianza de que El, que ha comenzado esta obra entre nosotros. nos dará fuerzas abundantes para perseverar y llevarla a cumplimiento pleno.

Tened la bondad de decir a aquellos que representáis y a todos, que el empeño de la Iglesia católica por el movimiento ecuménico tal como ha sido expresado solemnemente en el Concilio Vaticano II, es irreversible.

Nos llenan de alegría vuestras relaciones de confianza fraterna y de colaboración con nuestro Secretariado para la Unidad. Sabemos que con él buscáis pacientemente la solución de las diferencias que nos separan aún y los medios de avanzar juntos con fidelidad cada vez más integral a todos los aspectos de la verdad revelada en Jesucristo. Os aseguro que haremos todo lo posible por ayudaros.

Que el Espíritu de amor y de verdad nos conceda encontrarnos con frecuencia y cada vez más cercanos unos a otros, y cada vez más en comunión profunda en el misterio de Cristo, nuestro único Salvador y nuestro único Señor. Que la Virgen María sea para nosotros ejemplo de esta docilidad al Espíritu Santo que es el centro más profundo de la actitud ecuménica; que nuestra respuesta sea siempre como la suya: soy tu servidor, hágase en mí según tu palabra (cf. Lc 1, 19).

 



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