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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ASOCIACIÓN DE MÉDICOS CATÓLICOS ITALIANOS


Jueves 28 de diciembre de 1978

 

Ilustres señores y queridos hijos de la Asociación de Médicos Católicos Italianos:

Al daros cordialmente la bienvenida a ésta, que ya es mi casa, quiero expresaros ante todo mi alegría por este encuentro en el que puedo conocer a tantas personas eminentes por méritos científicos, admirables por el alto sentido del deber, ejemplares por su intrépida profesión de fe cristiana. Os agradezco sinceramente la cortesía y el afecto, de los que es signo manifiesto y consolador vuestra visita, y estoy complacido, por lo tanto, de saludar a vuestro celoso consiliario eclesiástico, el reverendo hermano mons. Fiorenzo Angelini, a vuestro ilustre presidente, profesor Pietro de Franciscis, valiosamente secundado por los tres vicepresidentes, al infatigable secretario general, profesor Domenico Di Virgilio, a los miembros del consejo nacional, a los delegados regionales y a los presidentes de las secciones diocesanas, a la representación de los miembros de la Asociación, como también al grupo de Enfermeros Católicos, cuya presencia hoy es testimonio de la íntima colaboración que quieren actualizar con vosotros, médicos, en servicio de los enfermos.

Aprovecho gustosamente la ocasión para manifestar públicamente la gran estima que siento por una profesión como la vuestra, considerada siempre y por todos, más como una misión que como un trabajo corriente. La dignidad y la responsabilidad de esta misión jamás serán comprendidas suficientemente, ni expresadas adecuadamente. Asistir, curar, confortar, sanar el dolor humano, es tarea que por su nobleza, utilidad y su ideal, se acerca mucho a la vocación misma del sacerdote. Tanto en el uno como en el otro oficio encuentra, efectivamente, la más inmediata y evidente manifestación el mandamiento supremo del amor al prójimo, un amor llamado no pocas veces a actualizarse aun en formas que tocan el verdadero y real heroísmo. No debe asombrar, por tanto, la solemne advertencia de la Sagrada Escritura: «Honra al médico antes que lo necesites, porque también a él lo creó el Señor. Pues el Altísimo tiene la ciencia de curar...» (Sir 38, 1-2).

Vuestra Asociación surgió para favorecer la consecución de las altas finalidades de la profesión y enriquecerlas con la aportación específica de los valores cristianos. Para medir la importancia de la aportación que intenta traer a vuestra actividad de médicos cristianos, basta citar el contenido del artículo 2 del estatuto, donde se señalan como objetivos de la Asociación perfeccionar la formación moral, científica y profesional de los miembros, promover los estudios médico-morales a la luz de los principios de la doctrina católica, mimar el espíritu de auténtico servicio humano y cristiano de los médicos en relación con los enfermos, actuar en favor de la seguridad del más digno ejercicio de la profesión y de la tutela de los justos intereses de la clase médica, educar a los socios para una recta corresponsabilidad eclesial y para una generosa disponibilidad en pro de toda actividad caritativa aneja al ejercicio de la profesión.

No son propósitos que queden sobre el papel. Gustosamente constato la obra de sensibilización y orientación desarrollada por la Asociación en estos años entre la clase médica italiana, ya a través de la variada y excelente producción editorial, ya por medio del apreciado periódico Orizzonte Medico, ya en los "Cursos de estudio" (del reciente sobre "El Hombre de la Sábana Santa", me habéis ofrecido gentilmente las actas como obsequio), que han visto, en el espacio de 11 años, valiosos especialistas de varias ciencias enfrentarse con temas antropológicos de interés fundamental, buscando una respuesta satisfactoria para el hombre y para el cristiano. Tengo que expresar mi aprecio y mi aplauso: la finalidad formativa que se persigue con tales medios, merece ser aprobada cordialmente y deben ser estimulados calurosamente los esfuerzos mantenidos en esta dirección.

Esto vale, sobre todo, hoy, cuando poderosas corrientes de opinión, sostenidas eficazmente por los grandes medios de comunicación, tratan de influenciar la conciencia de los médicos por todos los medios para inducirlos a prestar su trabajo en prácticas contrarias a la ética, no sólo cristiana, sino también sencillamente natural, en contradicción abierta con la deontología profesional, expresada en el celebérrimo juramento del antiguo médico pagano.

En el Mensaje para la jornada mundial de la Paz del pasado 1 de enero, mi gran predecesor Pablo VI, de venerada memoria, dirigiéndose a los medios de manera especial, señalándolos como «sabios y generosos protectores de la vida humana», expresó la confianza de que por el «ministerio religioso» pudiera encontrarse sostenido el «ministerio terapéutico» de los médicos en la afirmación y en la defensa de la vida humana en todas «las singulares contingencias en las que la misma vida puede verse comprometida por positivo e inicuo propósito de la voluntad humana». Estoy seguro de que esta llamada angustiada y profética encontró y encuentra gran eco y aceptación no sólo entre los médicos católicos, sino también entre aquellos que, aunque no alentados por la fe, comprenden profundamente, no obstante, las exigencias superiores de su profesión.

Como ministro del Dios a quien presenta la Sagrada Escritura como «amante de la vida» (cf. Sab 11, 25), quiero manifestar también mi sincera admiración hacia todos los cirujanos que, siguiendo el dictamen de la recta conciencia, saben resistir cada día a las lisonjas, presiones, amenazas y tal vez hasta violencia física, para no mancharse con comportamientos siempre lesivos de ese bien sagrado que es la vida humana: su testimonio valiente y coherente constituye una aportación importantísima para la construcción de una sociedad que, por ser a la medida del hombre, no puede menos de poner en su base el respeto y la protección del presupuesto primordial de cualquier otro derecho humano, esto es, el derecho a vivir.

El Papa une su voz gustosamente a la de todos los médicos de recta conciencia y hace propias sus demandas fundamentales: en primer lugar, la de ver reconocida la naturaleza más íntima de su noble profesión, que los quiere servidores de la vida y nunca instrumentos de muerte; también un respeto pleno y total, en la legislación y en la práctica, a su libertad de conciencia, entendida como derecho fundamental de la persona para no ser forzada a obrar contra la propia conciencia, ni se le impida comportarse de acuerdo con ella; finalmente, una indispensable y firme protección jurídica de la vida humana en todos sus estadios, también en las adecuadas estructuras activas que favorecen la acogida gozosa de la vida naciente, la promoción eficaz durante su desarrollo y madurez, y su tutela cuidadosa y delicada cuando comienza su decadencia y hasta su morir natural.

El servicio a la vida debe urgir, llenando de gozoso entusiasmo, sobre todo a los médicos católicos, que en su fe en Dios creador, de quien el hombre es imagen, y en el misterio del Verbo eterno bajado del cielo en la frágil carne de un niño indefenso, encuentran una nueva y más alta razón de dedicación solícita a la protección amorosa y a la salvaguarda desinteresada de cada hermano amenazado, especialmente si es pequeño, pobre, inerme. Me sirve de consuelo saber que estas convicciones están profundamente arraigadas en vuestro ánimo: ellas inspiran y orientan vuestra cotidiana actividad profesional y os saben sugerir, cuando es preciso, actitudes, incluso públicas, claras e inequívocas.

¡Cómo no mencionar, a este propósito, los testimonios ejemplares que habéis dado, con adhesión oportuna y concorde, a las indicaciones del Episcopado en el reciente y doloroso caso de la legislación abortiva! Ha sido un testimonio en el que —lo subrayo con orgullo en mi calidad de Obispo de Roma— esta ciudad se ha distinguido particularmente, brindando aun a los médicos no católicos una invitación y un estímulo de providencial eficacia. Este gesto responsable alcanzará más eficazmente sus fines de afirmación del derecho de la libertad de conciencia del personal médico y paramédico, aprobado por una cláusula incluida en la ley, de coherencia personal, de defensa del derecho a la vida y de denuncia social para una situación legal lesiva de la justicia, adoptado con autenticidad de motivaciones y confirmado por una generosidad desinteresada, abierta a todas las responsabilidades e iniciativas al servicio de la persona humana.

No se me oculta que la coherencia con los principios cristianos puede significar para vosotros la necesidad de exponeros al peligro de incomprensiones, de malentendidos y aun de discriminaciones molestas. En la hipótesis bien triste de semejante eventualidad, os ayude la palabra programática, en la que se inspiró constantemente vuestro colega, el Beato Giuseppe Moscati: «Ama la verdad —escribía en una nota personal el 17 de octubre de 1922—; muéstrate como eres, y sin fingimientos y sin miedos y sin miramientos. Y si la verdad te cuesta la persecución, acéptala; y si el tormento, sopórtalo. Y si por la verdad debieses sacrificarte a ti mismo y a tu vida, sé fuerte en el sacrificio» (cf. Positio super virtutibus, Roma, 1972). ¿Acaso no es normal, por lo demás, que se actualice en la vida del cristiano la predicción de Cristo: «Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 20)? Será el momento, pues. de recordar que el Maestro divino ha reservado una bienaventuranza especial para quienes son insultados y perseguidos «por su causa» (cf. Mt 5, 11-12).

Por lo tanto, al confirmaros con mi estima el cordial estímulo para continuar por el camino del testimonio valiente y del servicio ejemplar en favor de la vida humana, imploro sobre vuestros propósitos la ayuda de la Virgen Santísima, a quien vosotros gustáis invocar como «Salud de los enfermos y Madre de la Sabiduría», imploro la protección de San Lucas, «el médico amado» (Col 4, 14), a quien veneráis como patrono, y pensando con afecto paterno en vuestros colegas de la Asociación esparcidos por toda Italia, en sus respectivas familias, como también en tantos enfermos a quienes dedicáis vuestra solicitud cotidiana, sobre vosotros y sobre ellos levanto mis manos para impartir, con efusión cordial, una especial bendición apostólica, como prenda de los deseados consuelos celestiales.

 



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