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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN EL IV CENTENARIO DE LA FUNDACIÓN
DEL PONTIFICIO COLEGIO GERMÁNICO-HÚNGARO DE ROMA

Viernes 6 de abril de 1979

 

Venerables y queridos hermanos:

1. No puedo menos de manifestaros la profunda alegría que experimento hoy por mi primer encuentro con un grupo tan conspicuo de prelados, sacerdotes y fieles, presididos por el cardenal László Lékai, reunidos en Roma con motivo del cuarto centenario de la fundación del Colegio Germánico-Húngaro.

Esta fecha ya se celebró solemnemente el domingo pasado en presencia de purpurados y prelados; altas autoridades húngaras, los Embajadores de la República Federal de Alemania y de Austria, y otras personalidades; y se ha recordado, en esta ocasión, la alta misión desarrollada, durante siglos, por el Colegio Germánico-Húngaro en la formación de sacerdotes santos y sabios, elevados después a menudo a altas responsabilidades en la Iglesia.

Como es sabido, en 1579, mi predecesor Gregorio XIII fundaba el Colegio Húngaro. Poco antes, en el año 1573, había instituido el nuevo Colegio Germánico, uniéndose idealmente a una intención de San Ignacio de Loyola.

Puesto que el Colegio Húngaro no podía estar dotado de medios suficientes, al año siguiente de su fundación, esto es, en 1580, el Papa lo unió al Colegio Germánico, y dio disposiciones al Nuncio Apostólico mons. Malaspina para que enviara a Roma doce estudiantes desde Hungría. Pero el Representante Pontificio sólo pudo enviar uno, ya que vuestra nación estaba en aquella época bajo ocupación extranjera.

Numerosos y celosos sacerdotes, e incluso obispos de gran prestigio, han salido de este Colegio: baste recordar las grandes personalidades de Emérico Losy, Jorge Lippay, Jorge Szelepcsenyi, que en el siglo XVII organizaron la vida de la Iglesia, afligida entonces por divisiones. No quiero pasar por alto la figura de Benedicto Kisdy, cuyos maravillosos cantos resuenan todavía en vuestras iglesias. Pero entre todos sobresale el gran pensador, teólogo y orador del siglo pasado, Otokar Prolaszka, obispo de Szekesfehervar.

Por lo que se refiere a Hungría, esta misión se ha interrumpido hace algún tiempo; pero se tiene noticia de que se reanudará próximamente. Por tanto formulo fervientes votos para que los sacerdotes húngaros, que se formarán en el Colegio Germánico-Húngaro, sean gloria para la Iglesia y para la patria.

Saludo de modo particular al ya mencionado cardenal primado, a los hermanos en el Episcopado y a todos los demás exalumnos del Colegio Germánico-Húngaro, presentes aquí o que han quedado en Hungría.

Pero celebráis también en estos días el 50 aniversario de la apertura en la Urbe del Instituto Eclesiástico Húngaro, que en 1940 recibía el sello de la aprobación de la Santa Sede.

Me complace recordar que, también en este Instituto, se han educado y formado numerosos sacerdotes para bien de la Iglesia y de la patria. Me agrada saludar a los prelados, antes alumnos o también rectores del Instituto; y con ellos quiero saludar con estima y afecto a todos los sacerdotes que han frecuentado el Instituto Eclesiástico Húngaro de Roma.

La Iglesia, Madre y Maestra, tiene el derecho y el deber de fundar y dirigir institutos en los que ella, con plena libertad, pueda formar y educar a sus hijos: "La santa Madre Iglesia —afirma el Concilio Vaticano II—, para cumplir el mandato recibido de su divino Fundador, a saber, anunciar a todos los hombres el misterio de la salvación e instaurar todas las cosas en Cristo, tiene el deber de atender a toda la vida del hombre, incluso la terrena, en cuanto está unida con la vocación celeste y por esto tiene una tarea específica en orden al progreso y desarrollo de la educación" (Gravissimum educationis, lntr.). Y luego "...Este santo Concilio proclama de nuevo el derecho de la Iglesia a establecer y dirigir libremente escuelas de cualquier orden y grado, declarado ya en muchos documentos del Magisterio, recordando que el ejercicio de este derecho contribuye en gran manera a la libertad de la conciencia, a la protección de los derechos de los padres y al progreso de la misma cultura" (ib., 8).

La fausta conmemoración del 50 aniversario de la apertura en la Urbe de vuestro Instituto nos da la ocasión, a mí y a vosotros, para una breve reflexión sobre la importancia fundamental y primaria, para la vida misma de la Iglesia, de la formación de sacerdotes que sean, a un tiempo, santos, esto es, que vivan intensamente en unión con Cristo (cf. Jn 15, 9 s.), modelando su vida en la de El (Gál 2, 20; Flp 1, 21) y realizando día tras día las exigencias, a veces duras, del Evangelio (cf. Mt 16, 24; Mc 8, 34); sacerdotes además sabios, es decir, conocedores profundos de la Palabra de Dios, de la sagrada doctrina, de la enseñanza del Magisterio de la Iglesia, y capaces de comunicar tal enseñanza para iluminar y orientar a los fieles. mostrándose así auténticos "ministros de la Palabra" (cf. Lc 1, 2; Act 6, 4; 20, 24; 2 Cor 6, 7; 2 Tim 2, 15).

Deseo sinceramente que los dirigentes y profesores de los dos mencionados Institutos, y también sus alumnos, tiendan con todas sus energías a estas finalidades, realizando lo que recomienda vivamente el Concilio Vaticano II, cuando habla de los seminarios mayores y, por lo tanto, también de los institutos eclesiásticos: "En ellos toda la educación de los alumnos debe tender a la formación de verdaderos Pastores de almas, a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor. Por esto, los alumnos deber. prepararse para el ministerio de la Palabra: para comprender cada vez mejor la Palabra revelada por Dios, poseerla con la meditación y expresarla con la palabra y la conducta; deben prepararse para el ministerio del culto y de la santificación, de modo que, orando y celebrando las sagradas funciones litúrgicas, sepan ejercer la obra de la salvación por medio del sacrificio eucarístico y los sacramentos; deben prepararse para el ministerio de Pastor, para estar en condiciones de representar ante los hombres a Cristo" (cf. Optatam totius, 4).

2. Ante este distinguido grupo de prelados, sacerdotes y fieles de la nobilísima Hungría, vienen espontáneamente el recuerdo, la admiración y veneración hacia el Santo Rey Esteban que, entre el siglo X y XI, al obtener de mi predecesor Silvestre II el reconocimiento del reino, daba comienzo a vuestra gloriosa historia y venía a ser, según derecho, el padre de la patria, él apóstol de la fe católica y el fundador de la Iglesia en Hungría. Estad siempre orgullosos de este gran Santo, que supo sintetizar en armonía perfecta, la coherencia con la fe cristiana, la fidelidad a la Iglesia y el amor a la propia nación.

Mis sentimientos de benevolencia y afecto respecto a vosotros, los he manifestado en la carta dirigida el 2 de diciembre pasado al cardenal primado, a los obispos y, por eso mismo, también a todos los queridos hermanos e hijos de Hungría.

En esta carta decía que estoy persuadido de que la Iglesia católica, que ha tenido una parte de tanta importancia en la historia húngara, pueda continuar también en el futuro, plasmando, en cierto sentido, el rostro espiritual de vuestra patria, irradiando sobre sus hijos e hijas la luz del Evangelio de Cristo, que ha iluminado la vida de vuestros conciudadanos durante tantos siglos.

Deseo reiteraros, en este encuentro, la expresión de mis sentimientos y recomendaros que sigáis trabajando con celo y dedicación, siempre en armonía entre vosotros. He sabido con viva satisfacción que os dedicáis, con particular y crecido interés, a la formación de la juventud. Este es un deber primario de la Iglesia, que es consciente de que "los jóvenes tienen una fuerza de suma importancia en la sociedad de hoy" (Apostolicam actuositatem, 12). Ellos buscan la verdad, la solidaridad, la justicia; sueñan y quieren contribuir a la construcción de una sociedad mejor, de la que sean desterrados los egoísmos, pero en la que se respeten la originalidad y el carácter irrepetible de las personas humanas; buscan una respuesta global y satisfactoria a los problemas fundamentales del hombre, como son los concernientes al significado esencial y existencial de la vida. Responded con celo constante a estas exigencias e interrogantes de los jóvenes. presentándoles a Cristo. su persona, su vida, su mensaje, exigente, sí, pero cargado de esperanza y amor. «La única orientación del espíritu —escribía recientemente—, la única dirección del entendimiento, de la voluntad, y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacía Cristo, Redentor del mundo. A El nosotros queremos mirar, porque sólo en El, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro: "Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68; cf. Act 4, 8-12)» (Redemptor hominis, II, 7). Continuad en estos esfuerzos. El Señor os ayudará en todas las circunstancias con su consuelo y con su gracia.

3 Al concluir este encuentro, dirijo un afectuoso saludo a vosotros aquí presentes, a vuestros sacerdotes y fieles, y a todos los demás prelados, sacerdotes y fieles de Hungría, Reino de María. Estad siempre firmes en la fe en Dios y en Cristo (cf. 1 Cor 16, 13; Col 1. 23; 2. 7; Heb 4, 14; 1 Pe 5, 9) y transmitid con claridad este incomparable don del Señor a las generaciones tutoras (cf. Rom 6, 17; 1 Cor 11, 23; 2 Tim 2, 2).

Invoco sobre Nuestra nación la protección materna de la Santísima Virgen, su Reina celeste; la del Santo Rey Esteban, de Santa Isabel de Hungría, "consoladora de los pobres" y "reparadora de los hambrientos"; de Santa Eduvigis, Reina de Polonia, don espléndido que vuestro pueblo hizo a mi patria de origen, en el siglo XIV; la de todos los Santos y Santas que Hungría ha dado a la Iglesia y al mundo para la gloria de Dios.

Mi deferente saludo y augurio se dirige también a las autoridades civiles, así como a todos los húngaros que no comparten vuestra fe.

A todos vosotros, a los prelados, sacerdotes, religiosos, religiosas, fieles de Hungría imparto una copiosa bendición apostólica.



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